18 de noviembre 2022
En el sistema político americano los ciudadanos son convocados a elegir o a reelegir a sus representantes en el Congreso cada dos años. De manera simultánea, se renueva un tercio de los senadores, cuyo mandato es de seis años. A estas elecciones se le suma la elección o reelección de una proporción importante de gobernadores y puestos de los Gobiernos estaduales. Se llaman elecciones de mitad de período porque acontecen a la mitad del mandato del presidente.
Por lo general, este magno evento político electoral se convierte en un momento crítico para la Presidencia, pues la tendencia predominante es que el partido del presidente pierde curules en la legislatura. Pero los resultados están marcando ciertas diferencias con respecto a esa tendencia histórica, ya que no ha habido una clara victoria del partido republicano. Es probable que los republicanos logren una mayoría en el Congreso o en el Senado, pero no ha habido un tsunami rojo, como lo esperaban los más fervientes críticos de la actual administración demócrata. Hasta es posible que el partido demócrata mantenga la ligera ventaja que tiene en el Senado.
Esto indicaría que las elecciones resultaron ser mucho más competitivas de lo que se esperaba en los distritos y estados pendulares, y que los candidatos apoyados por Donald Trump no se desempeñaron con la contundencia que se esperaba. Al contrario, parecería ser que los candidatos republicanos menos trumpianos tuvieron mejor desempeño, llevando a algunos a la conclusión de que el sello Trump, más que un sello de garantía, se ha transformado en un peso.
Parecería ser que algunos políticos se preguntan ahora si lo mejor no es poner paños fríos a ciertas tendencias del discurso político trumpiano y sus posicionamientos políticos. Nos referimos sobre todo a la negación de la legitimidad de origen del actual presidente de los Estados Unidos, Joe Biden. El trumpismo ha querido sustentar esa negación con argumentos infundados. Se ha dicho que el proceso electoral que llevó al demócrata a la Presidencia estuvo afectado por irregularidades y maquinaciones fraudulentas, por lo que se ha tildado a los resultados de las elecciones de 2020 “del gran robo”. Sin embargo, nunca han podido probarlo. Han perdido todos los juicios en los que han intentado disputar los resultados. Las auditorías poselectorales no han encontrado nada y, por ello, el supuesto “gran robo” ha sido tildado de la “gran mentira”.
Sin embargo, lo importante es si estos resultados de la elección de mitad del período podrían dar pie a un giro en el partido republicano, tomando distancia del posicionamiento político trumpiano y admitiendo que se sobrepasaron ciertos límites. La estrategia del trumpismo ha sido mantener viva una mentira y convertirla en una suerte de santo y seña tribal. Decir que hubo un fraude en 2020 se ha vuelto una etiqueta identitaria que sirvió para aglutinar a los miembros de la tribu en las primarias republicanas, pero que se encontró con dificultades inesperadas al tratar ganar un electorado más amplio en las generales.
Una de las señales de alarma es que con el argumento del “gran robo” entramos en un terreno donde el factor de la veracidad de cualquier alegato ya no tiene importancia. Permitirse dar un paso en ese sentido implicaría que el discurso político en una de las mayores democracias liberales de Occidente no asumiría el compromiso de reflejar, aunque sea desde una perspectiva ideológica, situaciones y desafíos reales que aquejan a la sociedad.
Así, se renunciaría a todo vestigio ético, y los liderazgos abandonarían la responsabilidad de moderar el debate, para entregarse al sistema de manipulaciones argumentativas que hoy permiten difundir las redes sociales y determinados medios de comunicación. Esto va acompañado de un predominio del posicionamiento táctico, dictado por la estrategia de comunicación, las encuestas de opinión y la necesidad de diferenciarse del contrincante. Ni siquiera es necesario creer en la propia posición política, sino asumirla como táctica discursiva. La autenticidad pierde valor.
Este es quizás el momento de recordar y elogiar a un republicano cabal. En un debate durante la campaña presidencial del 2008, el senador republicano John McCain aseguró al público (después de haber escuchado a un participante decir que no quería que su hijo creciera en un país liderado por Barack Obama por estar vinculado al terrorismo) que el candidato opositor era una persona decente y no tenía vínculos con el terrorismo.
Este ejemplo de moderación, liderazgo y responsabilidad con respecto al discurso político y a los posicionamientos debe ser el modelo si se quiere salvaguardar el proceso democrático. Los cínicos dirán que McCain perdió las elecciones. Es cierto, pero no perdió la razón.
*Politólogo. Investigador asociado al programa FLACSO Paraguay. Exdirector regional para América Latina y el Caribe del Fondo de Población de las Naciones Unidas.
** Texto original publicado en Latinoamérica21