10 de octubre 2017
A ningún nicaragüense informado de lo que sucede en la situación política del país, le resultaría difícil hacer un resumen del proceso de demolición de la institucionalidad y de la concentración del poder que Daniel Ortega ha venido protagonizando sin miramientos legales ni éticos, desde que asumió la presidencia en el 2007. Ha sido algo que ha venido ocurriendo sin pausa, a vista y paciencia de partidos tradicionales, con la colaboración desvergonzada de reconocidos parásitos de la política y la complicidad de partidos de nuevo cuño y viejos vicios oportunistas. Han sido diez años después de los cuales toda la estructura estatal se ha convertido en un solo aparato mecánicamente funcional en manos del círculo familiar Ortega-Murillo.
Esa anulación de la actividad republicana del Estado, ha vuelto una ficción todo el orden institucional, suplantado por la voluntad del círculo del familiar apoyando su poder en la función desvirtuada de las fuerzas armadas, en especial de la Policía que por estar más cerca de la población hace sentir de forma inmediata su finalidad represiva. El tribunal oficial de justicia opera con el orden jurídico instrumentalizado por el Ejecutivo de Ortega-Murillo. La burocracia estatal, en términos generales, funciona con altos niveles de corrupción, apenas disfrazados con intrascendentes “programas sociales”, un vacío discurso “revolucionario” y obras de “progreso” de pura fachada.
Y las fuerzas políticas que podrían y deberían funcionar con igual unidad de conjunto, están peor que dispersas, porque cada cual actúa con sus propios objetivos mezquinos, y con muy poca organización en sus estructuras partidarias. Y además de no intentar en serio superar el lamentable estado de la institucionalidad, han virado sus ojos hacia el exterior, concretamente hacia Washington, esperando que por la voluntad, los intereses, deseos y odios de sus políticos en la Casa Blanca, la Cámara de Representantes y el Congreso… ¡nos “restituyan la democracia” con la Nica-Act! En realidad, es lo que los partidos políticos tradicionales han practicado desde siempre, cuando no pidiendo las intervenciones armadas, haciéndole eco a las influencias políticas y diplomáticas norteamericanas.
Han borrado de su memoria –o han simulado haberlo borrado— el hecho histórico de que fue con una intervención militar que los Estados Unidos le cortaron de tajo al país, la posibilidad de un desarrollo democrático autónomo desde principios del Siglo XX, luego asesinaron a Sandino y después con las mismas armas interventoras, militares y diplomáticas, les recetaron al país y a su pueblo la dictadura de la familia Somoza Debayle por más de cuarenta años. ¿Cómo pueden pasar por altos hechos tan dolorosos y esperar que el mismo poder imperial que nos mató la posibilidad de un desarrollo político independiente sea ahora el que nos va “a recuperar la democracia”?
¿Les vale poco o nada recordar que las “elecciones” de 1928 y 1932 fueron administradas por los interventores y ejecutadas con una ley electoral hecha por un gringo, no para “restituir la democracia”, sino para pagarles sus favores políticos a los liberales, y se ayudaron con el voto del pueblo en contra de los conservadores? ¿Qué tipo de régimen creen que los Estados Unidos ayudarían construir a sus políticos partidarios, si pudieran hacer efectiva su injerencia política? Lo más grave del criterio colonizado de lo políticos derechistas, es que ahora ha sido adoptado por una supuesta gente de izquierda con iguales esperanzas en la “desinteresada” gestión imperial.
La Nica-Act es tan intervencionista como lo han sido las intervenciones armadas, y con tan falso propósito democratizador como todo acto político que no provenga del patriotismo nicaragüense. Y en vez de seguir escapando de la responsabilidad de actuar con patriotismo contra la nueva dictadura que Nicaragua y su pueblo sufren bajo la falsa premisa de que se trata de la “segunda etapa de la revolución sandinista”, la oposición se auto ilusiona con una “democracia” importada “Made in USA”. Les parece más cómodo aplaudir y apoyar a los políticos apátridas y aventureros que desempeñan el papel de “democratizadores a la carta” en los pasillos del poder imperial de los Estados Unidos.
Nunca, ninguna forma de intervención extranjera, ayudará a conquistar lo que a nosotros corresponde conquistar. Y por cierto que no es “la democracia” el objetivo a restituir, porque esa aquí no ha existido, sino la oportunidad de luchar por construir un orden democrático lo mejor posible. La democracia no se despacha desde el extranjero como una caja de galletas. Hay que conquistar aquí el derecho y la libertad de construirla conforme los intereses, las necesidades, las ideas y con la voluntad política libre, independiente, de toda fuerza hegemónica que se disputa –cuando menos— la función de policía de tránsito del mundo, dispensadora de las vías por cuales los pueblos encontrarán su bienestar, o vale decir, la trampa mortal para su soberanía.
Y no hay poder extranjero que con más descaro goce del desempeño de esa función que los Estados Unidos, y actualmente no hay zona de la tierra donde no posea una base militar o fuerza militares administrando la voluntad imperial. Basta reparar un poco en el discurso de Donald Trunp, anunciador de las medidas contra Venezuela: está fundado en el orgullo de su poder militar arrasador de autonomías nacionales y, para el caso concreto tras este objetivo, dijo que “Venezuela no está muy lejos”. Ni siquiera está lejos, pues en la vecina Colombia funcionan siete bases militares norteamericanas, no con fines pacíficos, como no lo es el fin de ningún ejército que opera fuera de sus fronteras nacionales.
La Nica-Atc, aprovecha el carácter depredador de los derechos democráticos del pueblo nicaragüense por parte del gobierno Ortega-Murillo, pero por eso no deja de ser una parte inseparable de la ofensiva general que Estados Unidos ha desatado en América Latina contra toda experiencia que pretenda autonomía económica y política. No importa cuántas diferencias y similitudes pueda haber entre una y otra experiencia, porque el objetivo del gobierno norteamericano es destruirlas como sea cómo ahí donde se lo permitan.
Los sabotajes de Trump a las precarias relaciones diplomáticas con Cuba, buscando revertir lo poco que habían mejorado con Obama –pese a que este dejó intacto el bloqueo— son partes de la misma trama anti latinoamericana en busca de restituir en algunos países su condición de patio y en otros conservar esa condición. Pero en ningún caso, busca restituir democracia alguna.
Hay que lamentar el hecho de que haya tanta inconsecuencia en la actividad de los políticos con los intereses nacionales. Se han puesto “anteojos” con una orientación visual única. Y quienes lo hacen, nunca podrán ver la importancia de la diversidad con que la historia de lucha de los pueblos ha venido dotando a la humanidad. Y no de forma absoluta, sino relativa y multicolor… nunca en blanco y negro. En conclusión, lo más perjudicial es que haya quienes delegan en un poder extraño una tarea exclusivamente nuestra, confundiendo adrede el intervencionismo con la solidaridad internacional.
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