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La crisis en Bolivia y Nicaragua: lo que nos une y nos distancia

La matanza de más de 300 personas en Nicaragua, representa el fracaso y la corresponsabilidad de la Policía y el Ejército en la crisis nacional

Carlos F. Chamorro

14 de noviembre 2019

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La renuncia del presidente Evo Morales en Bolivia, ocurrida después de tres  semanas de protestas provocadas por las denuncias de fraude electoral, tiene una gran resonancia en Nicaragua por sus similitudes con la crisis política nacional, y también por sus marcadas diferencias.

Amparado en una exitosa gestión económica y social gubernamental, Evo Morales se atrincheró al poder durante tres períodos presidenciales y en 2016 se sometió a un referéndum para buscar un cuarto mandato prohibido por la Constitución, pero perdió la votación. Sin embargo, en vez de aceptar el resultado y apoyar a otro candidato de su partido, igual que Ortega cuando no podía reelegirse de forma legal en 2011, recurrió a un tribunal constitucional bajo su control partidario, alegando que la reelección es un derecho humano, para postularse en las elecciones del 20 de octubre de este año.

La suspensión de la transmisión de datos durante casi 24 horas y la alteración de la tendencia del resultado electoral, desataron denuncias de graves irregularidades presentadas por la oposición que lidera Carlos Mesa y por los observadores internacionales. Once días después de protestas en las calles, Morales invitó a la OEA a realizar una auditoría electoral vinculante, cuyo resultado comprobó la ejecución de un fraude masivo perpetrado a través del tribunal electoral para alterar la voluntad popular en las urnas.

La constatación del fraude, sumada al amotinamiento de la Policía boliviana que se rehusó a reprimir la protesta cívica y más bien se sumó en apoyo, y el estallido de nuevas protestas, aún más beligerantes, provocó el desenlace de la crisis con la intervención del Ejército que “sugirió” a Morales renunciar, para evitar un derramamiento de sangre y buscar una salida constitucional.


La crisis política de Evo Morales en Bolivia, como la Ortega en Nicaragua, no tiene su origen en una conspiración nacional o internacional, sino en la enfermedad del reeleccionismo, en la violación de la Constitución, y en el ejercicio del poder autoritario del gobernante que desemboca en una dictadura fraudulenta. Las diferencias notorias en la dinámica de ambos países, más allá de los equilibrios de fuerzas, empiezan con la manera en cómo cada régimen, diseñado para gobernar sin oposición, respondió a una protesta cívica masiva. Mientras en Nicaragua, Ortega instrumentalizó a la Policía Nacional y a los paramilitares para perpetrar una masacre, en Bolivia, la Policía se amotinó y se negó a reprimir a los manifestantes. Mientras en Nicaragua, el general Julio César Avilés intervino en la crisis, al negarse a que el Ejército desarmara a las bandas irregulares de paramilitares, en Bolivia el jefe del Ejército abogó por la renuncia de Evo Morales, para evitar una confrontación nacional.

El debate sobre si la intervención del Ejército en Bolivia representa un golpe de Estado, o si antes hubo un autogolpe perpetrado por Evo Morales a través del fraude electoral, como afirma el secretario general de la OEA Luis Almagro, le toca resolverlo al tribunal constitucional boliviano, que también debe juzgar si se han aplicado o no correctamente los mecanismos de sucesión constitucional. Aunque el propio Evo Morales, nunca ha hablado de un golpe militar, sino de un golpe cívico, político y policial, refiriéndose a la desobediencia de la Policía que se negó a reprimir a los protestantes.

En Nicaragua, en cambio, nunca ha estado planteada una discusión sobre el presunto golpe de Estado contra el presidente Ortega. Al menos tres organismos internacionales de derechos humanos --CIDH de la OEA, ACNUDH de la ONU, y el GIEI-- han certificado que no ha existido algún indicio de un golpe de Estado, sino más bien del uso excesivo de la violencia estatal contra la protesta cívica, ejecuciones extrajudiciales y crímenes de lesa humanidad.

La diferencia de fondo entre la salida de Evo Morales del poder en tres semanas de protestas y la permanencia de Ortega después de diecinueve meses de represión, no radica en la determinación o la capacidad de resistencia de uno y otro pueblo, sino en la dimensión de la brutalidad de la represión desatada en el caso de Nicaragua, y en las decisiones adoptadas por los mandos de la Policía y el Ejército en una situación límite. El hecho de que en Nicaragua se haya producido la peor matanza de su historia en tiempos de paz, más de 300 asesinatos  --todos en la impunidad--, representa un profundo cuestionamiento para la oficialidad de la Policía y el Ejército de Nicaragua, sobre el fracaso y la corresponsabilidad de estas instituciones en el agravamiento de la crisis nacional.

Como principal responsable de esa masacre perpetrada por la Policía y los paramilitares, Daniel Ortega está inhabilitado política y moralmente para seguir gobernando Nicaragua. Ortega es también el responsable de la crisis económica y social, que ha provocado ya tres años consecutivos de recesión económica con la pérdida de centenares de miles de empleos y el empobrecimiento de dos millones de personas. Pero al dictador ha dicho que no le importa que sigan quebrando las empresas y que los trabajadores pierdan sus empleos, mientras el tejido social del país se sigue destruyendo y decenas de miles de nicaragüenses continúan emigrando.

Esa es la tragedia en que se encuentra Nicaragua hoy, un país donde Ortega ordena, reprime y manda, pero ya no gobierna. Y la única salida ante el colapso de la gobernabilidad, pasa por la suspensión inmediata del estado de sitio de facto, para despejar el camino hacia una reforma electoral y elecciones anticipadas.

Es imperativo, por lo tanto, restablecer todas las libertades democráticas, la libertad de prensa, la libertad de expresión y la libertad religiosa; el derecho de reunión y movilización, la libertad de asociación y la autonomía universitaria. Ese es el compromiso que suscribió Ortega con la Alianza Cívica en el segundo diálogo nacional el 29 marzo de este año en el “Acuerdo para fortalecer los derechos y garantías ciudadanas”, teniendo al Vaticano y la OEA como testigos internacionales.

La suspensión del estado policial, el desmantelamiento de los paramilitares, y el regreso a Nicaragua de los organismos internacionales de derechos humanos, son los requisitos que demandan todas las fuerzas vivas del país-- sociedad civil, movimiento azul y blanco, partidos políticos, y empresarios-- para negociar una reforma política que permita realizar una elección libre y competitiva. Una elección con un Consejo Electoral no partidario y con observación nacional e internacional, para que el pueblo soberano decida el rumbo del país, sin la amenaza de otro fraude electoral como ocurrió antes en Nicaragua, y como se acaba de producir en Bolivia.


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Carlos F. Chamorro

Carlos F. Chamorro

Periodista nicaragüense, exiliado en Costa Rica. Fundador y director de Confidencial y Esta Semana. Miembro del Consejo Rector de la Fundación Gabo. Ha sido Knight Fellow en la Universidad de Stanford (1997-1998) y profesor visitante en la Maestría de Periodismo de la Universidad de Berkeley, California (1998-1999). En mayo 2009, obtuvo el Premio a la Libertad de Expresión en Iberoamérica, de Casa América Cataluña (España). En octubre de 2010 recibió el Premio Maria Moors Cabot de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Columbia en Nueva York. En 2021 obtuvo el Premio Ortega y Gasset por su trayectoria periodística.

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