15 de junio 2019
Éstas son las horas más bajas del integracionismo latinoamericano desde la caída del Muro de Berlín. Casi todos los foros regionales creados a partir de los años 90 —Cumbres Iberoamericanas, Cumbres de las Américas, Celac, Unasur, Alba…— han perdido convocatoria. Tampoco iniciativas subregionales como el Pacto Andino, el Sistema de Integración Centroamericana (SICA) o el NAFTA se encuentran en su mejor momento, o experimentan un proceso de reformulación.
¿A qué se debe esto? Una explicación que repiten medios de la derecha regional es que esa crisis tiene que ver con el saldo negativo de los gobiernos de la llamada “marea rosa”, es decir, la heterogénea izquierda que gobernó entre el 2000 y el 2015, más o menos. Según ese relato, el hegemonismo chavista y fidelista sobre las diversas izquierdas latinoamericanas en la primera década del siglo XXI terminó fracturando aún más a los gobiernos del área. La tesis, sin dejar de tener algo de razón, es insuficiente para explicar la crisis.
Desde la izquierda, el argumento más común es que el estancamiento del integracionismo tiene que ver, por un lado, con la globalización y, por otro, con el ascenso de las derechas en diversos países latinoamericanos. Algo de validez hay en el argumento, sobre todo, por lo que se refiere al papel desintegrador de algunas de las últimas derechas gobernantes —especialmente la brasileña—, pero no explica toda la lógica centrífuga que se ha apoderado de la diplomacia regional.
Tal vez la explicación sea más global. Al contrario de los lugares comunes de la izquierda, la tendencia al libre comercio y a la transición democrática de fines del XX favoreció, en la práctica, el integracionismo latinoamericano. Si vimos a Fidel Castro y a Hugo Chávez sentados junto al rey Juan Carlos, Raúl Castro y Barack Obama restableciendo relaciones entre Estados Unidos y Cuba, en Panamá, fue, en buena medida, por aquella tendencia democratizadora que venía de los 80 y que se intensificó tras la caída del Muro de Berlín.
Una porción considerable de la izquierda latinoamericana, recordemos, se opuso tenazmente a esa perspectiva bajo el liderazgo de Chávez, Fidel y el bloque bolivariano. Pero no pocos actores de derecha también se equivocaron al confundir aquella hegemonía con la “falacia” del latinoamericanismo o al dar por perdidos foros continentales, como la Celac, en rechazo al peso de la izquierda más autoritaria dentro de los mismos.
Gobiernos de derecha como el de Sebastián Piñera o el de Felipe Calderón contribuyeron a la ampliación del Grupo de Río y la creación de la Celac a fines de la pasada década. El abandono de aquel horizonte por parte de las nuevas administraciones de Jair Bolsonaro, Iván Duque o el propio Piñera ha sido un error. Hoy puede verse con claridad que, frente al inocultable despotismo de los gobiernos de Nicolás Maduro y Daniel Ortega, las democracias de la región carecen de instancias autorizadas para generar respuestas diplomáticas propias.
La experiencia del Grupo de Lima es muy reveladora en ese sentido. Fue la nueva derecha, al asumir el liderazgo de dicho foro, la que comenzó a limitar su impacto al proyectar una evidente subordinación a Estados Unidos y a la OEA. De haber asumido una posición autónoma o menos apegada al enfoque de Washington, tal vez se habría creado una plataforma más eficaz para inclinar al gobierno de Nicolás Maduro a una negociación verdadera con la Asamblea Nacional, y para contener la represión en Nicaragua.
La crisis del latinoamericanismo no es únicamente diplomática, pero se refleja de manera dramática en esa esfera. También es ideológica: el desgaste retórico del antimperialismo, sometido en años recientes a la saturación demagógica del chavismo y el bolivarianismo, ya pasa factura dentro de una izquierda que no sabe mezclar su apuesta democrática, con el nacionalismo que heredó de la tradición revolucionaria.