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La crisis de la autocracia china

China ya no está tan aislada como en la década de 1950, Xi no es Mao. Precisamente, las implicaciones se extenderán más allá de sus fronteras

El autócrata chino, Xi Jinping. Foto: EFE | Confidencial

Ian Buruma

13 de enero 2023

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NUEVA YORK – Hasta hace muy poco el presidente chino Xi Jinping promocionaba su política de cero COVID como una prueba de que los estados autoritarios unipartidistas como China están mejor equipados para lidiar con las pandemias (y otras crisis) que las desordenadas democracias, limitadas por el egoísmo de los políticos y la inconstancia de los votantes.

Tal vez sonara plausible para muchos en 2020, mientras morían cientos de miles de estadounidenses y el expresidente Donald Trump promovía medicamentos contra la malaria e inyecciones de lejía como remedios contra la COVID-19. Mientras tanto, Xi implementaba por la pandemia inflexibles restricciones que prácticamente asfixiaron al país, obligaba a la gente a permanecer en campos de concentración e insistía en que los ciudadanos chinos que viajaran al extranjero usaran trajes de protección contra materiales peligrosos como si trabajaran en un laboratorio tóxico gigantesco. Durante un tiempo ese régimen estricto pareció reducir al mínimo las muertes por COVID, frente a lo que ocurría en otros países (aunque las estadísticas del gobierno chino tienen fama de ser poco confiables).

Pero los elevados costos de la estrategia de cero COVID sacaron de quicio a la gente, a tal punto que algunos finalmente salieron a la calle a protestar, asumiendo grandes riesgos. Xi continuó, de todas formas, afirmando que el Partido Comunista llevaba adelante la «guerra del pueblo» contra el virus y que haría todo lo necesario para salvar vidas. Pero luego, cuando estallaron protestas por todas la ciudades de China a fines del año pasado, se declaró el abrupto fin de la guerra. Se terminaron los confinamientos, los trajes de protección y hasta las pruebas de detección PCR normales. Parece que después de las protestas sin precedentes del año pasado China considera que la COVID-19 es inofensiva.

Debido al cambio radical de Xi, a la mala calidad de las vacunas chinas y a la baja tasa de vacunación de sus habitantes, es probable que estén muriendo aproximadamente 9000 chinos por día (se dice que 18,6 millones de personas por todo el país se contagiaron desde la eliminación de las restricciones a principios de diciembre)... y la situación podría empeorar fácilmente.


Estos eventos sugieren que el economista indio Amartya Sen estaba en lo cierto cuando en 1983 aseveró algo ahora bien sabido: las hambrunas no solo son consecuencia de la escasez de alimentos, sino también de la falta de información y responsabilidad política. Por ejemplo, la hambruna de 1943 en Bengala, la peor en la India, ocurrió bajo el régimen imperial británico. Después de la independización del país, la prensa libre y el gobierno democrático, a pesar de sus defectos, evitaron catástrofes similares. La tesis de Sen ha sido aclamada desde entonces como un categórico respaldo a la democracia. Aunque algunos críticos señalaron que los gobiernos electos también pueden causar daños considerables, inclusive el hambre generalizado, Sen afirma que «nunca [hubo hambrunas] en las democracias en funcionamiento».

El sistema unipartidista (y, cada vez más, unipersonal) chino usa la jerga comunista o nacionalista para expresarse, pero se basa en la teoría fascista. El jurista alemán Carl Schmitt, que justificó el derecho al poder total de Adolf Hitler, acuñó el término «decisionismo» para describir un sistema en el cual no es el contenido de las políticas y las leyes lo que determina su validez, sino la voluntad de un líder omnipotente. En otras palabras, la voluntad de Hitler era la ley. El decisionismo busca eliminar los conflictos de clase, las luchas entre facciones y la molesta oposición política. Es el líder quien implementa la voluntad del pueblo —expresada a menudo mediante plebiscitos amañados— y decide en su nombre.

Efectivamente, es posible que la centralización autocrática tenga algunas ventajas. Las decisiones verticalistas, que suelen ser implementadas por tecnócratas competentes, permitieron a China construir ferrocarriles de alta velocidad, carreteras de primera calidad, aeropuertos excelentes (incluso los ubicados en zonas remotas son maravillas modernas cuando se los compara con el JFK de la ciudad de Nueva York y la mayoría de los principales aeropuertos estadounidenses) y hasta ciudades enteras en pocos años. Cuando el Partido siempre tiene razón, los obstáculos como la opinión pública o el debate parlamentario no pueden interponerse.

Pero frente a las crisis verdaderas —terremotos, pandemias, etc.— queda expuesta la vulnerabilidad del gobierno decisionista. Por eso los gobernantes autócratas se ven obligados a ocultar o maquillar las estadísticas y a silenciar a críticos como el médico Li Wenliang de Wuhán (el primero en informar sobre la amenaza de la COVID-19 en 2019, que fue reprendido públicamente por «difundir rumores falsos» antes de morir por esa misma enfermedad a principios de 2020). Sin importar lo que hagan, los gobernantes absolutistas y sus partidos no pueden permitir que se demuestren sus equivocaciones.

En EE. UU., por el contrario, la opinión de los expertos, los medios de difusión críticos y el riesgo de perder las elecciones presidenciales de 2020 obligaron incluso a Trump, propenso a las torpezas, a destinar grandes cantidades de dinero a la investigación y el desarrollo de vacunas. A pesar de los muchos errores que se fueron cometiendo y la perversa obstrucción de demagogos y conspiracionistas, la respuesta democrática a la pandemia se guio por el manual de Sen: la prensa y el público estudiaron cuidadosamente las estadísticas oficiales, la mayoría de la gente se vacunó y EE. UU., junto con otras democracias occidentales, tuvo una apertura gradual que le permitió a la gente continuar con sus vidas en relativa seguridad.

Incluso sin las aspiraciones absolutistas de Xi, esto hubiera sido difícil en China. Para justificar su monopolio del poder, el Partido Comunista se vio obligado a mantener una fachada de infalibilidad que le impide condenar hasta los errores más colosales, incluso en retrospectiva. Aún se echa la culpa de la hambruna nacional de la década de 1950 al mal clima y las catástrofes naturales en vez de al catastrófico Gran Salto Adelante de Mao Zedong. Incluso frente a la muerte de 30 millones de chinos, los funcionarios mantuvieron su silencio (temiendo que importunar al gran timonel con malas noticias pudiera costarles la vida también a ellos).

China, por supuesto, ya no está tan aislada como en la década de 1950, Xi no es Mao, y probablemente sus erráticas decisiones no le cuesten la vida a 30 millones de personas... pero con 9000 muertos por día, los costos serán gigantescos. Y precisamente debido a que China ya no está aislada las implicaciones se extenderán mucho más allá de sus fronteras. Después de todo, los virus también viajan, al igual que los trastornos económicos. El daño al que el régimen autocrático chino está sometiendo a su país terminará perjudicándonos a todos.

*El último libro de Ian Buruma es The Churchill Complex: The Curse of Being Special, From Winston and FDR to Trump and Brexit [El complejo de Churchill: la maldición de ser especial. De Winston y FDR a Trump y la brexit] (Penguin, 2020). Copyright: Project Syndicate, 2023.

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Ian Buruma

Ian Buruma

Escritor y editor holandés. Vive y trabaja en los Estados Unidos. Gran parte de su escritura se ha centrado en la cultura de Asia, en particular la de China y el Japón del siglo XX.

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