1 de marzo 2017
El asesinato de Vilma Trujillo, la joven quemada en una hoguera por estar endemoniada, con el aval de un pastor -o laico, da igual- evangélico y con conocimiento de toda su congregación –o de algunos, da igual-, en una remota comunidad rural costeña, puede analizarse desde los aspectos institucionales de esas iglesias, desde los aspectos legales de ese delito, desde el abandono y la ignorancia en que permanecen desde hace siglos esas zonas de nuestro país. Todos los enfoques son necesarios para que nos sensibilicemos ante lo que ha ocurrido. Siento que debemos ahondar más para ir a la raíz de este crimen. Y creo que la raíz de este horrendo hecho es la perniciosa creencia en la existencia del diablo, predicada durante milenios para aterrorizar a la gente.
Es el árbol de la fe en el diablo, que a lo largo de la historia cristiana, tanto católica como evangélica, ha producido frutos tan podridos como este crimen ocurrido en Nicaragua el que deberíamos arrancar de raíz. De cuajo.
De eso no se habla cuando se habla del asesinato de Vilma, una muchacha que tal vez también creía en el diablo y por eso aceptó ir a la iglesia a orar, creyendo que por ser infiel a su marido estaba endemoniada… Quién sabe lo que pasó en los días en que la mantuvieron encerrada, ayunando, orando…
Como todos sus paisanos, Jesús de Nazaret, creía en el diablo. También creía que la tierra era plana y que era el sol el que giraba en el cielo saliendo cada mañana y despareciendo cada atardecer. Jesús y sus paisanos estaban equivocados.
En la Biblia, como en todos los libros antiguos, se hacen muchas alusiones al diablo, al que se le otorgan variedad de nombres y de títulos para resaltar su inmenso poder.
Como todos sus contemporáneos, Jesús habló del diablo y creyó en su existencia. Pero esa creencia no fue, ni mucho menos, el centro de su mensaje. Apenas la empleó como un “elemento de contraste” para la buena noticia que anunciaba, y que es lo novedoso, lo esencial de su mensaje: la existencia de un Dios bueno en el que se puede tener una confianza ilimitada, y la superación del miedo como camino de “salvación”. ¿Cómo un Dios bueno dejaría suelto por el mundo a un espíritu malvado para hacerle daño a la gente?
Porque anunció un Dios bueno, por no coincidir con lo que sacerdotes, escribas, fariseos y demás ministros de Dios enseñaban, el mismo Jesús fue considerado un blasfemo, lo acusaron de estar “endemoniado”, y aunque no lo quemaron, sí lo mataron por sus ideas provocadoras, por su propuesta ética que se basaba en un cambio sustancial de la imagen de Dios.
En tiempos de Jesús se desconocía el origen de la mayoría de las enfermedades. Todas las que hoy sabemos que tienen origen psíquico o neurológico ―epilepsia, trastornos mentales―, al igual que la sordera y la mudez, se entendían como efecto de la presencia del demonio, que tenía poder para entrar en los cuerpos. Estar enfermo era a menudo señal de posesión diabólica. Los “endemoniados” de los relatos evangélicos a los que Jesús se acercó y sanó, y nunca condenó ni sometió a ningún castigo físico, fueron seguramente enfermos de esas dolencias.
La palabra “demonio” (“daimon” en griego) significa literalmente “desgajado”. Una visión sicológica y moderna de este concepto entiende los “demonios” como las sombras de nuestra propia conciencia, lo que se conoce como “componentes neuróticos” de la personalidad, la cara oculta de nuestra psique. Si rechazamos esas “sombras”, nos perseguirán. Y terminaremos atribuyendo a un ser sobrenatural y malvado y externo a nosotros, al diablo, lo que son simplemente nuestras debilidades, nuestras limitaciones, nuestros lados oscuros. Al actuar así, dejamos de hacernos responsables de nuestros propios actos.
Hay que aprender a lidiar con nuestros “demonios”. Mientras más los neguemos y rechacemos, más poder tendrán sobre nosotros. Un maestro zen dice: Hazte amigo de tu rabia, forma parte de ti, es tu energía vital. No te cortas el dedo cuando te duele. Mientras menos aceptemos nuestras sombras, mientras menos las reconozcamos, las proyectaremos en los demás: en los de otra raza, en las mujeres, en los homosexuales, en los diferentes… Así “endemoniaremos” a nuestros semejantes. Así, siempre serán “los otros” los responsables, los culpables.
Cuántas veces hemos escuchado en nuestro país al abusador sexual de una niña que lo hizo porque “se le metió el diablo”. Cuántas veces se transmiten como noticia en los canales de televisión escenas de “endemoniados” convulsionando, gente siempre pobre, seguramente enferma, discriminada…
Son numerosos los teólogos católicos y protestantes –no tanto los ministros de las denominaciones evangélicas que abundan en nuestro país- que han cuestionado la existencia del diablo con una sólida argumentación.
Recuerdo especialmente al sacerdote católico y profesor universitario alemán Herbert Hagg. Apasionado por “construir puentes entre el mensaje bíblico y la gente de hoy”, escribió un libro fundamental sobre este tema,“El Diablo. Su existencia como problema”. En su libro, Haag documenta los horrendos frutos históricos que la “fe en el diablo” ha dejado a lo largo de la historia de la Humanidad, y especialmente a lo largo de la historia del cristianismo.
Tal vez el más horrendo de todos las quemas de brujas durante los oscuros siglos de la Inquisición. En base a textos bíblicos los sacerdotes inquisidores afirmaban que las mujeres aman u odian sin conocer términos medios y eso las arrastra a cometer maldades extremas en las que se hacen cómplices del diablo, que las posee. Decían también que las mujeres son, por naturaleza, crédulas y por eso el diablo “las ataca prioritariamente”, lo que habría quedado demostrado en la tentación de Eva en el paraíso. Además, decían, que las mujeres son inferiores y eso hace que su fe sea frágil y vulnerable al diablo. La palabra latina “fémina” ―que a menudo emplean algunos periodistas― significa eso: persona de “fe-menor”, de fe más débil.
Vilma Murillo se fue de este mundo sin conocer, tal vez, que su muerte la ha hermanado a las miles de mujeres que muchos siglos antes que ella también fueron arrojadas al fuego para matarlas porque las autoridades religiosas las consideraron endemoniadas. La última quemada en Europa se llamaba Ana, la quemaron en Suiza en 1782. Era una campesina pobre, como vos, Vilma.