4 de mayo 2017
En la historia moderna, los llamados a cambiar de Constitución –no confundir con una reforma constitucional– tienen un carácter fundacional.
Las asambleas constituyentes suelen ser convocadas solo después de una gran ruptura histórica o “cambio de régimen”, o cuando una fuerza social nueva se ha hecho del poder o, sobre todo, cuando una inmensa mayoría exige un cambio histórico destinado a ser plasmado en la letra constitucional. Ninguna de esas condiciones se dan en el reciente anuncio del presidente Nicolás Maduro. Todo lo contrario: su llamado a destruir a la Constitución emerge dentro del marco de las más grandes movilizaciones sociales y políticas que ha vivido Venezuela, pero dirigidas no en contra de la Constitución, sino en contra de la presidencia de Maduro, a favor del respeto de la Constitución de 1999 y, no por último, a favor de la celebración de elecciones según dicta la pauta constitucional.
No se trata esta vez, la de Maduro, de una simple violación, una más de las tantas que ha cometido el régimen a la Constitución nacida en 1999 bajo el gobierno de Hugo Chávez Frías. Tampoco es una reforma constitucional, como la que intentó llevar a cabo Chávez durante el 2007. Se trata –dicho directamente- de una llamado a destruir a toda la Constitución.
La Constitución, el nombre lo dice, es la Carta Magna que constituye a la nación. Es el vínculo que une al Estado –no a un gobierno- con la ciudadanía. Por eso mismo, es más que la suma de sus leyes. Es el sacramento civil que convierte a una población en pueblo y a un pueblo en ciudadanía.
Dictada bajo el chavismo, la Constitución vigente, al haber sido aprobada mediante un acto de soberanía popular, llegó a ser la Constitución de todos los venezolanos. Es como el himno nacional: pertenece a todos los habitantes del país, sin distinción de credos, doctrinas e ideologías.
El llamado artero del presidente a destruir la Constitución de su propio país no obedece a la lógica de un acto fundacional, ni siquiera al intento de dar forma jurídica a una revolución que si existió alguna vez, ya murió. Mucho menos obedece a un clamor o demanda de la ciudadanía, incluyendo a la gente chavista. El de Maduro no es más que una sucia estratagema destinada a anular definitivamente a la Asamblea Nacional e impedir las elecciones solo por el hecho de que las perderá. Es un intento, en fin, para imponer sobre suelo venezolano el orden político vigente en Cuba, en Siria y en Corea del Norte.
No se trata de que la Asamblea Constituyente Comunal, o como se llame el esperpento, sea una monstruosidad legal y política a la vez (su texto, en verdad, es fascista; y del más puro) Se trata del intento postrero de un régimen para mantenerse en el poder, sin elecciones, sin legalidad ni legitimidad, sin vergüenza ni moral. Como sea.
La correcta línea política de la oposición, al exigir la celebración de elecciones periódicas, ha llevado al régimen a chocar estrepitosamente con la Constitución. A la inversa, la oposición se erige, gracias al atentado cometido por Maduro, como la máxima defensora política de la Constitución Nacional.
Así se han dado las condiciones para que surja en Venezuela un amplio movimiento constitucional y constitucionalista a la vez. Uno que trasciende a la propia oposición. Un movimiento nacional que, naciendo desde los partidos, va más allá de los partidos. En fin, un movimiento que integre a las instituciones y organizaciones del país, a mujeres y a hombres, a viejos y a jóvenes, a religiosos y a laicos, a chavistas y a antichavistas, a civiles y a uniformados, a todos en defensa de la Constitución de todos.
Sin intentar vaticinios, puede pensarse que, con su llamado a destruir a la Constitución Nacional, Maduro, sin darse cuenta, ha firmado el acta de su propia defunción política.