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La casa

La casa fue creciendo, los baños fueron decapitados y sustituidos, el jardín que tanto gustaba a nuestra madre se expandió

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Solo que te falle mucho la memoria,
no te has de acordar de eso.
Juan Rulfo

¿Me vas a decir qué no te acordás cuando nos pasamos? Eso lo tendré presente hasta el resto de mis días. Me acuerdo desde que fuimos por primera vez a conocer el terreno. Estaba alegre. Ni siquiera me acongojé cuando lo supe. Íbamos a tener nuestra propia casa. Nos mudaríamos de vecindario. Agarrados de la mano de nuestra madre fuimos a conocer el lugar dónde viviríamos. Unas tablas viejas de madera tapaban el frente. Me sorprendió que al fondo el patio vecino fuera más alto y que una quebrada pasara por en medio, se escurría, atravesaba la calle y se metía en el patio de las Castrillo-Ugarte. A la izquierda colindaba con la escuela pública y hacia el este con la casa de doña María Delia Matamoros. Un mes después empezó la construcción. Me asombró que los materiales —excepto la arena— vinieran de Managua. El cemento, hierro, zinc, madera, clavos, alambres, incluso los albañiles, carpinteros y electricistas llegaron de la capital. Solo los ayudantes eran de Juigalpa.

Jamás imaginé que era la primera construcción de concreto armado, no tenía conciencia que mi padre se adelantaba y empezaba una nueva manera de construir las casas en Juigalpa. Consecuente como ha sido en todos los actos de su vida, se mostraba fiel a sus principios. “Chontales, tierra sin chontaleños”, criticaba. Me percaté que estábamos frente a un nuevo acontecimiento cuando algunas personas llegaron a curiosear. Todas las casas eran de taquezal. “Profesor no olvide que Managua es Nicaragua”, alegaron. Comprometido con el progreso chontaleño jamás desertaría de su tierra. La construcción avanzaba a ritmo vertiginoso. Para 1956 estaba concluida. Ese mismo año nos trasladamos a vivir a la Calle Palo Solo. Atrás quedaba el escenario de la niña Elvirita, católica practicante, dueña de una fe capaz de mover montañas, la venta de don Toño Guerra, mis primeras montaderas a caballo, los juegos de trompos, omblígate y mi aprendizaje a manejar bicicleta en el atrio de la iglesia.

Llegamos a nuestro nuevo barrio llenos de alegría, con Jorge Eliécer disponíamos de nuestro propio cuarto, baño, instalaron un trapecio con su columpio, el patio fue cercado y se construyó una pileta donde se bañaban los piches, pijiriches, garzas y un pequeño lagarto. Empezábamos otro ciclo de vida. El alcaraván daba las horas, las palomas de castilla tenían su casita, los gallos y gallinas correteaban por el patio. El Jack, mezcla de pastor alemán con lobo, llegó a imponerse en las peleas callejeras, también a morder a las personas que pasaban por la calle. En más de una ocasión mis padres tuvieron que pagar su cura. Al Jim, un dálmata puro, mi padre lo trajo de Managua. Un estudiante del Ramírez Goyena se lo regaló. Meses después se supo que lo había levantado en las inmediaciones de la mansión de Luis Somoza. Sin duda que se lo había robado. El Jack contemporizó de inmediato con el Jim. Aunque este era la sensación. Llegaban a prestarlo para coger raza. Multiplicó su progenie.


El frente de la casa tenía porche, a la izquierda el garaje, luego una sala-comedor y un amplio corredor, tres recámaras, dos baños contiguos, ubicados frente a la última recámara, una cocina y dos retretes, los inodoros se construirían cuando nuestros padres decidieron levantar dos pisos en la parte trasera, en la parte alta dos cuartos, uno para Jorge y otros para mí y una sala en cuya pared Francisco Pérez Carrillo, recién llegado de Italia, dibujó un mural que representa la fundación de Chontales. Mi madre lidiaba con los albañiles y carpinteros. Se encargaba de levantar la lista de materiales y de la paga de los trabajadores. Cómo dijo mi padre al cumplir sus noventa años fotoreportero y amigo Mario Tapia, “María Elba jamás anduvo detrás de las joyas, ella fue la que se preocupó y estuvo a cargo de la construcción de esta casa”. Cultivó su jardín con esmero, se dedicó a criar a sus hijos con rigor y se entregó a su familia —hijos y esposo— con una pasión desbordante.

Poco a poco fui ganando confianza y a moverme a mis anchas en el nuevo vecindario. Con el primero que entablé amistad fue con William Castrillo. Como ese mismo año entré a primer grado, solo tenía que caminar unos pasos para recibir clases. Mi profesora fue mi tía Leopoldina. También ahí cursé tercero de primaria con doña Elizabeth Miranda, la profesora más bella que he tenido y de la cual estaba enamorado. La niña Lolita Benavente, la hermana de doña Aura, vivía en la esquina donde después sería la alcaldía. Se encargaba de vendernos las figuras de los cuentos de Pancho Madrigal y de los jugadores de la liga de beisbol profesional. En la parte norte de su casa quedaba una cuartería donde vivían doña Eduarda Flores y su hija Carmen. En frente de la niña Lolita la Botica Juigalpa, la primera en su género. La fundó la doctora Elsa Hernández. En la parte de atrás de mi casa quedaba el patio de doña Manuela Carazo, cuyo recuerdo se acrecienta con el transcurso del tiempo.

Contiguo a doña Manuela estaba el estanco de Dora Flores, hija de doña Eduarda, hermana de Carmen, de Rito El Toro y Juan el pirotécnico. Dora era la madre de Bayardo, Donald y Luis con quien jugábamos beisbol en el enorme patio municipal. Doña Manuela me distinguió, dueña de una de las comiderías de la ciudad, me invitaba a sentarme en el mesón donde comían los campesinos (llamados entonces despectivamente jueranos o jinchos) que bajaban religiosamente los jueves a vender sus productos y a degustar sopa con verduras. Amarraban los caballos frente a la comidería, otros lo hacían en la acera de la Dora, donde llegaban a echarse tragos. José Pelero apareció de pronto, después de esculcar la cabeza de doña Manuela obtenía permiso para sumarse al juego de beisbol y demostrar que era el mejor de todos. Mañana y tarde la gente se aparecía a sacar agua en el pozo que quedaba en el centro del patio municipal. Juan Corea tenía instalada en su tienda uno de los tres televisores que había en Juigalpa y ahí se concentraban las personas a ver los juegos de la liga profesional.

En diagonal a nuestra casa estaba la Barbería Meza, Popo, nieto de Mama Guicha, tenía un humor que irritaba los ánimos. Pepeta y Piyina, sus acólitos, se unían a su jodedera. De alguna manera me enseñaron a defenderme de las puyas que vendrían después. Empecé a perderme de la casa. Guiado por William Castrillo nos íbamos a nadar a la poza de Paiguas. Sabía que a mí regreso sería castigado por mi madre pero eso jamás me detuvo. La mudanza no implicó que siguiéramos comprando las tortillas donde Humbelina Montiel. Pasado un tiempo íbamos a comprarlas donde doña Clara Díaz o bien donde doña Raymunda. Como ya sabía andar en bicicleta la leche la seguimos comprando donde mi abuela María del Carmen y el pan donde las hermanas Sánchez. Eulogio, el panadero, jamás me delató, diario me comía frente a él un bollo de pan de mantequilla, el que nunca pagué. Nelson Gil Vega seguía siendo el amigo entrañable. Se aparecía por la casa con mayor frecuencia.

Era una época que la palabra valía, mi madre mandaba a traer fiadas las medicinas a dónde doña Toña Rivera, apuntaban en un libro lo que despachaban, igual ocurría donde la niña Anita Jarquín. Eso bastaba. Nunca hubo desavenencias a la hora de cobrar y pagar. La palabra no estaba devaluada. Solo a los malos pagadores se les iba a cobrar a sus casas. Para entonces mi radio de acción era mucho mayor. Me gustaba encajarme en la palo de mamón de las Castrillo y subir a la Terraza Palo Solo. A Paiguas sumé la poza de Comabanca. Un paso superior, pues tenía fama de ser la poza más honda del Mayales y en verdad en sus arenas anidaban lagartos. Chico Gabuardi y su tropa ya formaban parte de mis amistades. La cacería de palomas forjó nuestra hermandad. Igual ocurrió con los gemelos Arguello. Nada más que con estos fueron la crianza y jugaderas de gallos las que iniciaron una amistad para siempre. Humberto permaneció fiel a las galleras hasta su fallecimiento.

La casa significó un vuelco en nuestras vidas, la Delia Vargas se convirtió en nuestra alcahueta. Luego de concluir la jornada del mediodía nos llevaba a nadar a La Tonga. Nos íbamos a la una o dos de la tarde y regresábamos a las cuatro. Antes pasábamos por su casa, para llevar a lavar su ropa. Mi madre estaba convencida que haríamos caso a Delia. Mi padre creía que con las primeras lecciones que nos había impartido en La Tonga bastaba. Seguía yendo a jugar beisbol al Parque Central y a dar vueltas en mi bicicleta alrededor del Kiosko; jugaba ladrilletes en los corredores, comía raspados del carretón de Chico y don Gonzalo Romero y realizaba mis primeros incursiones amorosas. El Centro Escolar Pablo Hurtado lo estrenamos en 1959 y eso vino a estimular mi apetito por bajar al Mayales. El centro de operaciones era nuestra casa. Lo recuerdo porque todo esto comenzó hace sesenta años, los que este año ⧿2016⧿ tiene de construida la casa. Desde entonces somos habitantes de la calle Palo Solo.

La casa fue creciendo, los baños fueron decapitados y sustituidos, el jardín que tanto gustaba a nuestra madre se expandió. Cuadros de Alejandro Aróstegui, Cesar Caracas, Pablo Antonio Cuadra, Nieve Andina Arnesto, Juan Navarrete, grabados de don Cecilio Oporta, esculturas de Edith Gron entre otros, fueron poblando sus paredes. Mi padre contó con su propio estudio y la biblioteca se ensanchó, los libros seguían poblando sus anaqueles, la cocina fue ampliada, aparecieron los arcos de medio punto y el frontis fue rediseñado, desapareció el porche para dar paso al segundo piso frente a la calle. Las transformaciones no cesaban. Mi madre sorprendió a mi padre cuando le dijo que ya era hora de construir el segundo piso. ¿Cómo? Eso que oís. ¡Y el segundo piso fue! José Ángel Rizo, maestro de obras, llegado de Jinotega, fue el responsable de la construcción. La madera esta vez fue comprada en Matagalpa. Mis padres disfrutaban gozosos vivir en el remanso amoroso que habían convertida la casa.

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Guillermo Rothschuh Villanueva

Guillermo Rothschuh Villanueva

Comunicólogo y escritor nicaragüense. Fue decano de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Centroamericana (UCA) de abril de 1991 a diciembre de 2006. Autor de crónicas y ensayos. Ha escrito y publicado más de cuarenta libros.

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