18 de enero 2016
La llegada de los primeros migrantes cubanos a Estados Unidos, si bien representan solo un número muy pequeño en relación a los más de seis mil que aún están varados en Costa Rica, simboliza la caída del odioso muro que levantó el presidente Daniel Ortega para impedirles el paso por Nicaragua. Un muro erigido con el despliegue de tropas militares, policías y bombas lacrimógenas, alegando razones de "seguridad nacional" para no otorgarles una visa temporal de tránsito, aunque las razones de Ortega no lograron convencer a nadie en Nicaragua, ni a los países miembros del Sistema de Integración Centroamericana (SICA).
El muro ha sido derribado por un operativo diplomático, con la participación decisiva de México, que facilitó un acuerdo entre Costa Rica y los países del norte de Centroamérica —El Salvador, Guatemala, Honduras y Belice— con el apoyo de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), el beneplácito de Estados Unidos y la no objeción de Cuba. Ha surgido una ruta segura para solucionar un problema migratorio excepcional, cuya salida siempre estuvo en manos del SICA pero fue boicoteada por la prepotencia del comandante Ortega.
Ciertamente, el problema de fondo no se resolverá hasta que el Congreso de Estados Unidos derogue la Ley de Ajuste Cubano y su política "de pies secos-pies mojados", que le confiere a los cubanos un tratamiento diferenciado y único en el mundo en materia de migración. Se trata de una ley tan anacrónica como el embargo de Estados Unidos, en estos tiempos de normalización de relaciones diplomáticas con Cuba y más temprano que tarde le llegará su turno. Pero una cosa es demandar la derogación de esta ley, y otra muy diferente es orquestar un chantaje como el que impuso Ortega en el SICA al mantener el cierre de la frontera sur, dejando a los migrantes cubanos como rehenes en Costa Rica. Al final del día, los cubanos volaron de Liberia a El Salvador y de ahí viajaron a EEUU pasando por tres países. El muro de Ortega encareció el costo de su viaje, pero acarreó costos aún mayores al gobierno de Nicaragua al quedar el Comandante "colgado de la brocha" y su política totalmente aislada en una región que pretendía liderar contra Estados Unidos en el tema migratorio. A Ortega, además, se le cayó la careta "cristiana y solidaria", evidenciando ante sus vecinos y ante la opinión pública internacional la existencia de un discurso demagógico que únicamente enmascara al régimen autoritario que padecemos en Nicaragua.
En la raíz de esta actuación de Nicaragua, aparentemente irracional, hay una causa estructural. Con Ortega, se acabó una política exterior de Estado regida por los intereses nacionales. La sustituyó con una estrategia conspirativa que se basa exclusivamente en alineamientos en torno a los amigos y enemigos de los intereses del Comandante. Una conspiración manejada por un círculo cerrado, familiar, marcada por la falta de transparencia y debate público. Así se negoció la concesión canalera con el empresario chino Wang Jing en detrimento de los intereses nacionales, y por esa misma dinámica en virtud de la alianza entre Ortega y Putin, Nicaragua apoyó la independencia de Abjacia y Osetia del Sur. Y como también somos socios clientelares de la Venezuela de Chávez, Nicaragua denuncia en los foros internacionales la ¨guerra económica¨ y el ¨complot internacional¨ para derrocar a Maduro, mientras Ortega se lucra de los negocios privados al amparo del desvío de la millonaria cooperación estatal venezolana.
En el tema de los migrantes cubanos, a Ortega lo ha movido el alineamiento ideológico con Cuba para atacar a Estados Unidos. La paradoja es que mientras el régimen de partido único cubano ocupa el centro de su ideario político personal, el modelo económico de la isla no representa una pauta a seguir por su palpable fracaso y porque el Comandante, estalinista pragmático al fin, representa uno de los mayores capitales privados del país y es socio de los grandes empresarios.
Además del alineamiento con Cuba, en el bloqueo de los migrantes cubanos ha incidido también la ceguera política de Ortega que percibe al gobierno democrático de Costa Rica, como parte del bando enemigo que conspira en su contra. Una percepción enraizada en la guerra fría de los 80 que, con los colaboradores necesarios de la parte costarricense, les ha impedido a ambos países mantener un diálogo político en los últimos ocho años. Siendo Nicaragua un país de migrantes —más del 20% de nuestra población vive en EEUU, Costa Rica y otros países— la ausencia de un diálogo permanente con Costa Rica es imperdonable y representa una burla a los intereses y los derechos de nuestros conciudadanos que trabajan de forma temporal o permanente en ese país. Por razones jurídicas, pero también por un asunto moral y de derechos humanos, Nicaragua debería tener una política de Estado para apoyar la migración legal y segura de nuestros ciudadanos hacia Costa Rica. Sin embargo, Ortega nunca ha diseñado esa política para apoyar a nuestros migrantes, y estaba aún menos preparado para aceptar que el reclamo de los migrantes cubanos para cruzar a través de Nicaragua no era una conspiración política, sino un asunto legítimo de derechos humanos migratorios.
Ahora estamos ante el tercer fracaso consecutivo de la política exterior de Ortega en los últimos dos meses. Primero fue durante la COP21 sobre el cambio climático en París, donde su gobierno fue uno de los pocos del mundo —formando un selecto club con Corea del Norte— que se opuso al acuerdo global, negándose a presentar una propuesta de reducción de emisiones de gases. Unos días después, en La Haya, se produjo el fallo de la Corte Internacional de Justicia que condenó a Nicaragua por violar la soberanía del territorio costarricense y le obliga incluso a negociar una indemnización. El tercero, obviamente, es el fiasco de los migrantes cubanos.
El sentido común sugiere que deberíamos esperar una rectificación, pero eso no ocurrirá hasta que en Nicaragua se produzca un cambio político democrático. Vienen, por lo tanto, tiempos peores con la misma retórica altisonante de Ortega, librando "batallas" contra sus enemigos. Pero al menos nos queda como consuelo que en temas de derechos de migrantes la demagogia de Ortega ha llegado a su fin. El caricaturista de Confidencial Pedro X. Molina inmortalizó al Comandante en una viñeta titulada Dany-Trump, fusión de ambos personajes, en la que el imperdible copete rubio de Trump renace en la calvicie de Ortega como uno de los arbolatas color amarillo metálico que ha instalado la Primera Dama en Managua, presentándolos como el nuevo símbolo del régimen. De ahora en adelante, cada vez que Trump vocifere contra los migrantes latinoamericanos que intentan llegar a EEUU, en el espejo de este grotesco personaje veremos el reflejo de Ortega, su desprecio Trumpiano hacia los migrantes nicaraguenses y cubanos, y la caída de su muro en Centroamérica.