6 de mayo 2016
Nueva York.– Recientemente, el Fondo Monetario Internacional y otros organismos revisaron a la baja (una vez más) sus pronósticos de crecimiento global. No es extraño: hoy la economía mundial tiene pocas luminarias, y muchas de ellas se apagan velozmente.
Entre las economías avanzadas, Estados Unidos lleva dos trimestres con 1% de crecimiento promedio. La extensión de la flexibilización monetaria reforzó una recuperación cíclica en la eurozona, pero en la mayoría de los países el crecimiento potencial sigue muy por debajo de 1%. En Japón, la “Abenomics” se está quedando sin fuerza; la economía viene frenando desde mediados de 2015 y ya está cerca de la recesión. En el Reino Unido, la incertidumbre por el referendo de junio sobre la permanencia en la Unión Europea provoca que las principales empresas difieran la toma de personal y la inversión de capital. Y otras economías avanzadas (como Canadá, Australia y Noruega) se enfrentan a dificultades por el abaratamiento de los commodities.
Para la mayoría de las economías emergentes las cosas no andan mucho mejor. De los cinco países del grupo BRICS, dos (Brasil y Rusia) están en recesión; uno (Sudáfrica) apenas crece; otro (China) atraviesa una abrupta desaceleración estructural; a la única que le está yendo bien es a la India, solo porque (en palabras del presidente de su banco central, Raghuram Rajan), en el país de los ciegos, el tuerto es rey. Muchos otros mercados emergentes también se frenaron desde 2013, debido a malas condiciones externas, fragilidad económica (derivada de unas políticas monetaria, fiscal y crediticia laxas en los años buenos) y, muchas veces, el abandono de las reformas promercado y la adopción de variantes del capitalismo de Estado.
Para peor, el crecimiento potencial disminuyó tanto en las economías avanzadas como en las emergentes. En primer término, altos niveles de deuda pública y privada restringen el gasto (especialmente la inversión en capital, promotora del crecimiento, que disminuyó como porcentaje del PIB después de la crisis financiera global y no se recuperó a los niveles precrisis). Esta caída de la inversión implica menos crecimiento de la productividad, a la par que el envejecimiento poblacional en los países desarrollados (y en cada vez más mercados emergentes, como China, Rusia y Corea) reduce la participación de la mano de obra en la producción.
El aumento de la desigualdad de ingresos y distribución de la riqueza agrava el exceso global de ahorro (que es la contracara del déficit global de inversión). Conforme los ingresos se redistribuyen de la mano de obra al capital, fluyen de quienes tienen una mayor propensión marginal al gasto (familias de ingresos bajos y medios) a quienes tienen una mayor propensión marginal al ahorro (familias de altos ingresos y corporaciones).
Además, una desaceleración cíclica prolongada puede reducir el ritmo de crecimiento subyacente, en un proceso que los economistas llaman “histéresis”. El desempleo duradero erosiona el capital humano y la capacitación de los trabajadores; y como la incorporación de innovaciones se realiza a través de bienes de capital nuevos, la escasez de inversión reduce en forma permanente el crecimiento de la productividad.
Por último, con tantos factores que reducen el crecimiento potencial, se necesitan reformas estructurales para estimularlo; pero no se están implementando suficientemente rápido (ni en las economías avanzadas ni en las emergentes), porque todos los costos se pagan al principio, mientras que los beneficios se dan en el mediano a largo plazo: esto da una ventaja política a sus adversarios.
Entretanto, el crecimiento real sigue por debajo de ese potencial ya reducido. Un difícil proceso de desapalancamiento implica que el gasto público y privado debe disminuir, y que el ahorro debe aumentar, para reducir el alto déficit y el endeudamiento. Este proceso empezó en Estados Unidos tras la debacle inmobiliaria, después se extendió a Europa, y ahora se está dando en los mercados emergentes que se endeudaron demasiado durante la década anterior.
Al mismo tiempo, la combinación de políticas no ha sido ideal. Una reducción demasiado apresurada del gasto público en la mayoría de las economías avanzadas puso casi toda la carga de reactivar el crecimiento sobre políticas monetarias heterodoxas cuya eficacia es decreciente (cuando no son contraproducentes).
También afecta al crecimiento el ajuste asimétrico de economías deudoras y acreedoras. Las primeras venían gastando de más y ahorrando de menos, hasta que los mercados las obligaron a invertir la ecuación; pero a las segundas nada las obligó a aumentar el gasto y reducir el ahorro. Esto agravó el exceso global de ahorro y la falta global de inversión.
Finalmente, la histéresis debilitó aún más el crecimiento real. Una desaceleración cíclica disminuyó el potencial de crecimiento, y esto llevó a una mayor debilidad cíclica, conforme el gasto se redujo en respuesta a la revisión a la baja de las expectativas.
No hay soluciones políticamente sencillas para el dilema en que hoy se encuentra la economía global. Evitar un proceso de desapalancamiento prolongado (que bien puede durar una década o más) demanda reducir en forma rápida y ordenada unos niveles de deuda insostenibles. Pero no hay mecanismos de reducción ordenada de deuda para deudores soberanos, y su implementación dentro de los países para las familias, las empresas y las instituciones financieras es políticamente difícil.
Además, se necesitan reformas estructurales y promercado para realzar el crecimiento potencial. Pero la divergencia temporal entre costos y beneficios socava el apoyo popular a esas medidas, sobre todo en economías que ya están frenadas.
También será difícil abandonar las políticas monetarias no convencionales, como acaba de insinuar la Reserva Federal de los Estados Unidos al dar señales de que se tomará más tiempo del previsto para normalizar las tasas de referencia. Entretanto, la política fiscal (especialmente la inversión pública productiva, que estimula tanto la demanda como la oferta) sigue atrapada en altos niveles de endeudamiento y medidas de austeridad desacertadas, incluso en países con capacidad financiera para emprender una consolidación más lenta.
Por eso, y por ahora, es probable que sigamos dentro de lo que el FMI llama “la nueva mediocridad”; lo que Larry Summers llama “estancamiento secular”; y lo que los chinos llaman “nueva normalidad”. Pero a no equivocarse: nada de normal o saludable puede haber en un proceso económico que aumenta la desigualdad y, en muchos países, lleva a una reacción populista (desde la derecha y la izquierda) contra el comercio internacional, la globalización, las migraciones, la innovación tecnológica y las políticas promercado.
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Traducción: Esteban Flamini
Nouriel Roubini es presidente de Roubini Global Economics y profesor de economía en la Escuela Stern de Administración de Empresas de la Universidad de Nueva York.
Copyright: Project Syndicate, 2016.
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