16 de julio 2024
En marzo de 1968 el presidente Lyndon Johnson abandonó su intención de ser reelecto. Ello como resultado de la primaria en New Hampshire, la primera en el ciclo electoral y que se interpreta como el mejor pronóstico. Su contendiente, el Senador McCarthy, había obtenido 40%, lo que además fue una invitación a Robert Kennedy para postularse.
La convención demócrata en Chicago terminó en violencia. El partido de gobierno, dividido, nominó al vicepresidente Humphrey; siendo derrotado por Nixon, Republicano, ese noviembre.
En 1976 el presidente Gerald Ford fue desafiado por Ronald Reagan, gobernador de California. Corriendo siempre de atrás, Reagan luchó por la nominación hasta la convención del partido. Si bien no la obtuvo, la disputa tuvo el efecto de dañar las chances del presidente de ser reelecto. El vencedor en aquel noviembre fue el demócrata Jimmy Carter.
Carter era presidente en 1980 cuando el Senador Edward Kennedy se lanzó a la contienda por la nominación. Sin haber obtenido un número suficiente de delegados en las primarias, no obstante llevó su causa hasta la convención en Nueva York. Y lo hizo agresivamente. Al concluir la convención y con el presidente ya oficialmente nominado, rechazó levantar su mano junto a la de Carter en la ceremonia de cierre; la imprescindible foto del ritual de la unidad.
Es que la unidad no podría haber estado más lejana. La división demócrata le entregó la victoria al partido republicano por los siguientes 12 años: Reagan en 1980 y 1984, y George H. W. Bush en 1988. Fue la última que vez que un mismo partido venció en tres elecciones consecutivas, que habrían sido cuatro si no fuera por Ross Perot, un empresario conservador tejano que postuló como independiente en 1992 y logró quitarle suficientes votos a Bush para permitir la victoria de Clinton y el partido demócrata; obtuvo un 18.9%. También aquella fue una suerte de primaria republicana que desafió al presidente en ejercicio, solo que abierta.
La moraleja de estos episodios es una suerte de “ley de hierro” de la política en Estados Unidos: desafiar internamente a un presidente que persigue su segundo período, asegura la derrota del partido. De hecho, desde el siglo XIX ningún presidente en ejercicio logró su relección después de enfrentarse a un competidor interno por la nominación. Surge del sentido común del electorado, algo así como “si el presidente no gobierna su partido, es improbable que pueda gobernar la nación”.
Tiene toda lógica. Los rencores internos no se disipan en pocos días; las heridas narcisistas no suturan de la noche a la mañana. Todo ello afecta la cohesión de la campaña. La máquina electoral se traba en sentido vertical, la coherencia y la cadena de responsabilidades de la organización, y horizontal, su despliegue en la geografía electoral. Y si, no obstante, un partido llegara al poder en esas condiciones, el precio a pagar sería su capacidad de gobernar.
Es por ello incomprensible que no se entienda y asimile dicha “ley de hierro”. Si Biden está incapacitado para ejercer el cargo, sus síntomas han sido evidentes desde mucho antes del 27 de junio de 2024, fecha del debate. Quienes hoy le piden que renuncie, son los mismos que juraban que su salud era óptima. Y si es cierto que está clínicamente incapacitado, pues esta no es la manera de resolverlo. Ello para proteger la dignidad del presidente, la integridad de la institución presidencial y la estabilidad del sistema político.
No queda claro de dónde surgió tanta consternación repentina, transformada en estrategia política—según se vio en la reacción de tantos medios, hasta entonces aliados de Biden—la misma noche del debate. Decir que los donantes de la campaña iniciaron el éxodo político no agrega nada. Al igual que la prensa, ellos también se comportan con lógica de manada. Una tendencia no comienza con ellos, más bien termina en ellos.
Si todo lo anterior es parte de algún tipo de conspiración, Biden les subió el precio respondiendo como todo político de raza: aferrándose al poder, liderando con éxito la Cumbre de OTAN y la rueda de prensa posterior.
En política es sensato desconfiar de lo que se observa en la superficie, pues pocas cosas ocurren por generación espontánea. George Clooney no es más que un portavoz de fama, el firmante de una columna de opinión para masacrar al presidente. Los que verdaderamente saben de qué se trata, guardan silencio.
También saben que, con o sin Biden, esto hace a su partido virtualmente inelegible el próximo noviembre, según manda la ley de hierro. Como ocurrió con McCarthy y Ted Kennedy, la derrota es un precio que parecen muy dispuestos a pagar.
*Artículo publicado originalmente en Infobae