29 de noviembre 2023
A medida que han pasado los días después de la coronación de Sheynnis Palacios como Miss Universo, las dimensiones de su triunfo han ido aumentando como las ondas en los estanques cuando un objeto cae en sus aguas. Hoy sabemos (quienes no sabíamos por las razones que fuere) quién es esta muchacha, sus orígenes, sus sacrificios para llegar hasta donde ha llegado y su compromiso social. No es extraño que el pueblo la haya elegido también su reina, porque la decisión de ser reina del pueblo no la toman los monarcas; la toma el pueblo que la hace suya. Ocurrió con Diana de Gales; está ocurriendo con Sheynnis de Nicaragua.
Si el caso de la nicaragüense fuese una historia del cine sería un cuento de hadas más, otra trillada historia mentolada de las que son llevadas a la pantalla para conmover en fechas navideñas. Pero no, incluso aun cumpliendo con todos los ingredientes de películas lacrimógenas que ablandan las palomitas de maíz, la historia de Sheynnis es tan real y creíble que le mueve el piso incluso a blasfemos acérrimos de los concursos de belleza como el que firma esta columna.
Busquen por donde busquen, Sheynnis Palacios es una hija del pueblo. Cumple con todos los requisitos contemplados en el manual de los perdedores: hija de madre soltera, hogar humilde de solemnidad, sostenida por los ingresos poco seguros de la venta de buñuelos, salida del barrio La Fuente, en el corazón de la zona oriental de Managua, entre el Reparto Schick y el mercado Iván Montenegro, y para rematar, obligada a llenar el vacío que dejó una madre migrante empujada por la necesidad.
Con semejantes credenciales, ¿cómo no iba a celebrar el pueblo el triunfo de una de las suyas? Si para los habitantes de La Fuente se trataba (y aún se trata) de la hija mayor de doña Raquel, la de La Guadalupana, la misma chavalita flaca que se crio en sus calles, la que ayudaba a su mamá y a su abuelita en el negocio familiar. Era lógico que corriera como pólvora la noticia de que una muchacha igual que otras miles de los barrios estaba tocando las puertas del cielo con las yemas de los dedos.
Esta imagen en la que tantos desheredados de la fortuna pudieron verse reflejados, traspasó las fronteras artificiales entre las provincias azul y blanco de Centroamérica sin que muchas personas se dieran cuenta del fenómeno. Con ella pudieron verse identificados sin mucho esfuerzo mental, pero con mucho feeling miles de centroamericanos, hombres y mujeres, que al igual de Sheynnis se debatían (y todavía de debaten) entre la desesperanza y la desesperación, entre la migración y el sin remedio.
No exageran quienes han afirmado desde el pasado 18 de noviembre que Sheynnis Palacios alumbró la esperanza de que se puede apuntalar un futuro diferente con el esfuerzo de cada día para alcanzar los objetivos, que nada está escrito si no es con el empeño del carpe diem, de cosechar cada día sin perder de vista las metas. Tampoco exageran quienes han resaltado que si la gente se lanzó a las calles llena de alegría fue porque nuestro pueblo, nuestros pueblos, necesitaban una buena noticia (además, mundial) que celebrar para mitigar un poco las malas que les aquejan todos los días.
Y por si esta historia de cenicienta criolla no tenía ingredientes suficientes también apareció el personaje de la malignidad. Lo más común es que en los cuentos de hadas lo personifique la madrastra o la bruja, y como Sheynnis no tenía el némesis de la madrastra, le ha tocado de contracara una regente del poder político verde de envidia, aunque el título de Miss Universo esté en las antípodas de la política y no amenace a la dictadura.
No es que “golpistas destructivos” hayan aprovechado la victoria de la managüense para “enturbiar las benditas aguas” del orteguismo. No, es que bajo cualquier régimen autoritario todo lo que ocurra al margen del permiso de los autócratas es un hecho político. Es tan desmesurada la ambición de controlar todo lo que suceda en el Estado y la sociedad que no se les ocurre pensar que un evento que ha tenido tanta trascendencia para el país haya escapado al control de la gran apoderada de la vida nacional.
Si en algún lugar habría que buscar las causas de que este galardón haya llenado las calles del país con alegres banderas azul y blanco, es en las propias entrañas de la dictadura, como en el decreto 17-2021 que prohibía conceder premios a los nicaragüenses si no era con la aprobación previa de los tiranos, o en las campañas repugnantes que sus mercenarios desataron en contra de Sheynnis antes del certamen. ¿Quién pretendió embarrar de estiércol político el camino de Sheynnis hacia la cúspide si no ellos? Si hubiese vestido diseños de la hija de la dictadura o si en el acto final hubiese lucido una capa rojinegra, otro gallo (el decrépito ennavajado) estaría cantando.
Es imposible no adivinar rabia y frustración en las movidas posteriores a la coronación de Miss Universo: el envío del guachimán mayor de la alcaldía de Managua a casa de la reina, las rabietas de la regente y el destierro de la directora de la franquicia de Miss Universo para Nicaragua. Cada acto rezuma la bilis de la impotencia, el berrinche de la desquiciada.
No se puede anticipar cuánto tiempo perdurará el efecto Sheynnis en el pueblo, ni si su larga estadía en Nueva York contribuirá a diluirlo. Lo que sí es seguro es que de momento dentro y fuera del país, Nicaragua se luce con orgullo, y que, si por razones obvias no puede pronunciarse sobre temas de política, resultará difícil en los próximos 12 meses disociar su imagen de la de una chavala en las manifestaciones de 2018 o a la de una feliz graduada en la UCA, la universidad que se ha robado la dictadura.
Guste o no, es una reina del pueblo con un pedigrí en el que no reluce la cuna de oro, ni se esconde el patrocinio del verdugo. Si el pueblo la ha hecho suya es porque ha salido de su vientre, aunque duela a los enemigos de la libertad y la alegría, la misma que Mario Benedetti llamó a defender “como una bandera, (…) del rayo y la melancolía, de los ingenuos y de los canallas”.