24 de octubre 2022
El año pasado Juan Villoro ascendió a una altura metafísica que está lejos de deparar el famoso cuestionario Proust para escritores, cuando en una charla en San Mamés, con motivo del festival Thinking, Letras y Fútbol que promueve la Fundación del Athletic de Bilbao, imaginó una alineación de escritores en que León Tolstói y Fiódor Dostoievski son centrales, Ítalo Calvino y Gabriel García Márquez carrileros, y Jorge Luis Borges juega en el medio campo acompañado de Diego Armando Maradona y Leo Messi; y aunque quizás estos dos sean "demasiado virtuosos como para complementarse", se quedan en el onceno como pares de los demás, como verdaderos novelistas de las canchas.
La alineación sigue, pero la dejo allí porque hay mucho que hablar de Juan Villoro, y el tiempo es corto.
Publio Terencio Africano escribió en su comedia El enemigo de sí mismo una frase maestra: “nada de lo que mes humano me es ajeno”. Nada de lo que es humano le es ajeno, repite Juan Villoro, y tampoco nada de lo que siendo natural a la vida diaria entra en lo singular, lo asombroso, y por tanto merece ir a dar a una crónica, a un artículo, a un ensayo, a una novela, a un cuento, a una pieza de teatro suyos; ese esplendor que brilla sobre lo cotidiano y que el ojo común no puede percibir, sino cuando lo ve consignado en la página impresa.
A cuál género de escritura irá a dar esa historia que la necesidad obliga a contar, es asunto de repartir las cartas, según la sabiduría del croupier. La crónica cuenta hechos comprobables. La ficción cuenta mentiras, eso ya lo sabemos. Para Juan Villoro, la narración de hechos reales, «admite la duda y la cordura de lo imaginario» porque lo real desborda tantas veces a la imaginación que nos parece precaria, y entonces es la crónica la que hace brillar lo que siendo verdadero parece mentira.
Es difícil dilucidar por cuál de sus cualidades de narrador estamos premiando hoy a Juan Villoro, un chilango florentino que ha entrado en todos los géneros, aunque el jurado, en su voto unánime, lo ha tenido muy claro: “por el brillante e inspirador conjunto de su obra y trayectoria, que ha dedicado a abordar, narrar e interpretar con vitalidad siempre renovada y estilo magistral, desde distintos géneros, las realidades sociales, culturales y políticas de México, América Latina y el mundo, siempre con una mirada propia, profunda y crítica que proyecta en su ejercicio periodístico con rigurosidad, ética y talento ejemplares”.
Ejercicio periodístico y ejercicio literario. Es el novelista que escribe crónicas y el cronista que escribe novelas, la narración como un todo literario y un todo crítico, donde la imaginación y el rigor sólo se separan por asunto de método. Repartir las cartas.
A la hora de escoger entre su obra y los distintos géneros que contiene, nos hemos quedado con todo, porque es un universo en el que cada dimensión sostiene a las demás y se vuelve una red de vasos comunicantes. El chilango florentino universal que aprendió en la secundaria los rigores de la enseñanza entre alemanes, estudió sociología, ha escrito guiones radiofónicos y de cine, ha ejercido el arte de la traducción literaria, ha sido profesor de literatura, reportero, columnista, director de suplementos literarios. Y por si todo fuera poco, tuvo por padre a uno de los filósofos más reputados de México, a una madre psicoanalista, y a una abuela yucateca contadora de historias, que le reveló la condición mágica de las palabras.
Cuando se formaba como escritor asistió a talleres literarios, entre ellos el de Augusto Monterroso en 1976. «La vida existe para volverse cuento», le dejó dicho Monterroso, y en 1980 la editorial Joaquín Mortiz, del inolvidable Joaquín Diez Canedo, uno de los grandes desterrados del franquismo en México, publicó su primer libro de cuentos, La noche navegable, la puerta por la que entró a la literatura a los 24 años, cuando la ciudad de México fue sacudida por una gran temblor. “A consecuencia del temblor salió tu libro”, le diría don Joaquín.
Y de un proyecto de cuento nació en 1991 su primera novela, El disparo de argón, el ojo puesto desde entonces en aquella ciudad monstruosa donde son posibles todos los delirios, que será su paisaje siempre en movimiento y su personaje siempre de rostro cambiante, un mural urbano que crece y se mueve, primero hacia los lados, en busca del océano, o como si fuera el océano, como él mismo apunta, la ciudad infinita que luego se mueve hacia arriba en busca del infinito, pero que también pertenece a sus entrañas milenarias, ese retrato magistral que nos deja en El vértigo horizontal, un libro que es a la vez crónica, ensayo, prontuario, guía de viajero, mapa, memoria de vida, registro sentimental, autobiografía:
“Hay toda una secuencia muy autobiográfica donde hablo de una ciudad íntima, que es la que más me ha constado a mí”, dice. “Pero también hay muchas otras zonas en las que yo soy un colado, un metiche, un visitante de ocasión, porque es lo que nos sucede muchas veces en la Ciudad de México”.
En 1994 le pidieron que escribieran un texto sobre su ciudad. Y empezó por los cimientos: “Decidí escribir sobre el metro, que era una manera de regresar al México profundo, porque el metro establece un contacto primigenio con el origen. O sea, el principio y el destino, como ocurre en todas las cosmogonías prehispánicas, que tanto el origen como el fin están bajo la tierra. Todo esto me hizo entender el metro como una cueva de la modernidad donde estaba también el pasado”.
Escojamos todo, pero detengámonos en sus libros de crónicas, porque este es un festival de crónicas y esta una Fundación cuyo fundador fue también maestro de cronistas, que supo convertir el asombro en materia ordinaria:
“Uno de los misterios de lo “real” es que ocurre lejos”, explica Juan Villoro: “hay que atravesar la selva en autobús en pos de un líder guerrillero o ir a un hotel de cinco estrellas para conocer a la luminaria escapada de la pantalla. En sus llamadas, los jefes de redacción prometen mucha posteridad y poco dinero. Ignoran su mejor argumento: salir al sol.”
Tiempo transcurrido: Crónicas imaginarias, de 1986; Palmeras de la brisa rápida: Un viaje a Yucatán, de1989; Los once de la tribu: Crónicas de rock, fútbol, arte y más, de1995; Safari accidental, de 2005; Dios es redondo, 2006; Miedo en el espejo, cónica del terremoto de Chile, de 2011; ¿Hay vida en la Tierra?, de 2012; Balón dividido, de 2014; y El vértigo horizontal, de 2019, ya mencionado.
Los once de la tribu es una celebración del arte y el gusto de contar las ocurrencias sin reconocer límite, ni tema, ni medida, como bien enseñaron José Martí y Rubén Darío, que escribieron sobre los prodigios y las miserias de la era industrial, ciudades feéricas, rascacielos, velocidad eléctrica, la invención de la modernidad, y García Márquez, que fue el escribano insólito del insólito siglo veinte. Y, así, este libro de Juan Villoro nos muestra que la crónica es testimonio de los acontecimientos que marcan el cambio de civilización, el espectáculo de masas como signo de lo contemporáneo, y por tanto de la modernidad que se vuelve postmodernidad digital. Lo cotidiano puesto en singular.
Sin dejar aparte el futbol, el concierto de los Rolling Stones en México en 1995, “unos fascinantes carcamales escénicos”; Jane Fonda entre las diosas de la ilusión, la pelea estelar de Julio César Chávez contra Greg Haugen en el Estadio Azteca, la convención de la guerrilla zapatista en la selva lacandona, el subcomandante Marcos, símil heroico de El Santo, el enmascarado de plata, La familia Burrón, la historieta preferida de Carlos Monsiváis y José Emilio Pacheco. Nada de lo es humano me es ajeno. Nada de lo que ocurre a los ojos de los demás puede dejar de ocurrir en la crónica.
Para bajar entonces, de nuevo, al verde esmeralda de la cancha donde Dios es redondo, y rebota el Balón dividido, y sumo a estos dos libros Ida y vuelta, su correspondencia cómplice sobre futbol con Martín Caparrós, de 2012. Estos son libros, no les extrañe, de filosofía.
Porque Juan Villoro es un cronista de las ideas, él mismo lo ha dicho. Libros de filosofía, y también de teología. “Dios ha muerto”, dice Nietsche. “Dios no ha muerto, es inconsciente”, replica Lacan. Dios está en la grama, rodando, por eso es redondo, responde Villoro. La música de las esferas. Y entre tantas preguntas axiológicas, se hace una: “¿Por qué los húngaros tienen un sentido más filosófico de la derrota que los mexicanos?”.
El futbol es para él, y para tantos millones en el mundo, una religión laica. Y una mitología, con su Olimpo y sus dioses. “El futbol ocurre sobre la gama, peor también en la mente de los hinchas”. Ocurre en las vidas de las gentes, como la política. “Si en estos cantos hay política, es porque parece universal”, escribe Darío en el prólogo a Cantos de vida y esperanza.
El cronista que es Juan Villoro sabe de qué habla cuando habla de política, de guerrillas, de mentiras fracasadas, de héroes del infortunio, de rock, de ciudades infinitas ahogadas en el smog.
Y de fútbol. Ha hecho su trabajo de campo. Ha sudado todas las camisetas. Se ha sentado en las cabinas de transmisión en los estadios. Ha cubierto mundiales, el de Italia en 1990, el de Francia en 1998, el de Alemania en 2006, el de Sudáfrica en 2010. Al menos los que yo sé.
Ha sido tocado por la gracia. Por eso Tolstoi, y Dostoyevski, y Gabo, y Calvin, y Borges, están en su alineación.
Y por eso entra hoy en la nuestra. En la alineación de los premios de esta Fundación, con el Reconocimiento a la Excelencia, en este 40 aniversario del Premio Nobel al carrilero de todos los tiempos, Gabriel García Márquez.