9 de enero 2023
Este sábado 7 de enero fue el octavo aniversario del ataque a Charlie Hebdo, el semanario satírico francés. Allí murieron 12 personas, diez dentro de la redacción y dos policías en la calle, uno de ellos musulmán. Dos días más tarde, miembros del mismo grupo terrorista atacaron “Hypercacher”, un mercado de comida kosher. Allí murieron cuatro clientes y uno de los atacantes, este al ser enfrentado por la Policía.
El ataque, que no fue el primero ni el último, ocurrió en represalia por la publicación de caricaturas del profeta Mahoma diez años antes, consideradas ofensivas de la fe. En definitiva, un supuesto escarmiento por la comisión de un delito: la blasfemia. “Justicia” por mano propia para un delito que solo es tal en una teocracia, precisamente. Los franceses, y no solo ellos, salieron a la calle en defensa de la libertad de expresión con carteles que decían “Je suis Charlie”.
No existiendo conexión alguna entre el semanario Charlie Hebdo y el mercado Hypercacher, este segundo atentado solo podría explicarse en términos del más liso y llano antisemitismo. Sin embargo, hasta el propio papa Francisco se colocó en un sinuoso lugar. “No puede uno burlarse de la fe de los demás”; “en la libertad de expresión, hay límites”, afirmó; rematando con un “no se puede reaccionar violentamente, pero si alguien dice una mala palabra en contra de mi madre bien podría esperarse un puñetazo”.
Bergoglio dejó sin explicar cuál habría sido la burla o provocación de los clientes de un mercado kosher. Ninguna, pero el absurdo es útil para entender que el terrorismo no necesita motivos reales para matar, por eso es terrorismo. El fundamentalismo religioso, político e ideológico que lo sustenta es eficaz en fabricar la justificación. Todos los fundamentalismos lo son.
El recuerdo de aquel enero de 2015 y sus ambigüedades vuelve a enfrentarnos con la precariedad de la vida, desde luego, y con la naturaleza contingente de nuestros derechos. Ello nos obliga a reflexionar sobre el sentido de nuestras libertades bajo ataque, y no solo por parte del terrorismo yihadista. Por ello nos obliga a actuar para robustecer el único orden político diseñado para proteger dichas libertades: la democracia constitucional.
Para honrar la memoria de las víctimas en una suerte de reinauguración, Charlie Hebdo anunció una edición especial en apoyo de las mujeres y hombres iraníes, y “vencer a los mullahs” publicando 35 ilustraciones surgidas de una competencia internacional. La revista sugirió que las caricaturas del líder supremo Ali Khamenei deberían mostrarlo “gracioso y malvado”, ridiculizándolo y así enviarlo a la “cesta de basura de la historia”.
Así postulan a la caricatura satírica como “el líder supremo de la libertad”. Remarcan que aquellos que se rehúsan a someterse a los dictados religiosos de un orden despótico, aún viviendo en una república como es la francesa, no obstante, continúan arriesgando sus vidas con sus textos y sus ilustraciones. Precisamente, no hay límites a la libertad de expresión. En un Estado constitucional esos límites los marca la ley. Mientras las expresiones en cuestión no inciten a la violencia, por lo general son legales, es decir, son libres.
Es más que una coincidencia que la primera competencia de caricaturas fue iniciada por el propio régimen iraní en 1993. El propósito entonces era dibujar a Salman Rushdie para exponer la supuesta conspiración oculta detrás de su novela considerada blasfema, Los versos satánicos. El ganador recibió 160 monedas de oro.
Pero no fue solo caricatura. Ello fue acompañado por una fatwa—decreto—por el cual el Ayatola Khomeini ordenó el asesinato del escritor y ofrecía una recompensa de 3 millones de dólares, luego aumentada a 3.5. Desde entonces Rushdie pasó mucho tiempo oculto y con protección policial. Después de más de dos décadas de amenazas, Rushdie fue apuñalado en el rostro, el cuello y el abdomen este pasado 12 de julio. Sobrevivió el ataque, pero perdió la visión en un ojo y el uso de una mano.
Nunca más oportuna entonces, Charlie Hebdo lanzó esta competencia como desafío permanente, como recordatorio de sus colegas y su sacrificio. No otorgará premio alguno, no habrá primero, segundo ni tercer puesto. Tampoco otorgarán una recompensa material, ya que, según ellos mismos estipularon, el verdadero premio no tiene precio: la valentía de oponerse al despotismo religioso y el ejercicio de la libertad.
O sea, el derecho a la blasfemia, que no es más que el derecho al disenso, a la heterodoxia, a la libertad de expresión, a cuestionar, a la divulgación de las ideas, al debate, a la creatividad, a la duda y al conocimiento derivado de la razón y no de dogma alguno. Por ello repetimos, otra vez: “Je suis Charlie”.
*Artículo publicado originalmente en Infobae.