26 de mayo 2017
“Hay hombres que luchan un día y son buenos. Hay otros que luchan un año y son mejores. Hay quienes luchan muchos años y son muy buenos. Pero hay los que luchan toda la vida, esos son los imprescindibles”.
Bertolt Brecht
Desde que supe la semana pasada que Irving -el Fary para sus compañeros de lucha- agonizaba no he dejado de pensar en estos versos de Brecht, con seguridad porque definen a cabalidad lo que fue y será este hombre que a los sesenta y pocos se nos ha ido dejando un largo vacío. Cuando mi hermano Lucho me contó con ojos húmedos que estaba muriendo sin muchas esperanzas inevitablemente eché hacia atrás la pequeña parte de la vida que compartí con él, muchas veces en diferido, otras en directo.
Al regresar a Nicaragua en 1978 lo conocí en las paredes de UNAN, en afiches, frases y anécdotas. Se hablaba de los debates volcánicos de cuando fue candidato al CUUN en los pasillos cuartelarios del RURD y hasta en el puesto de las tajadas fritas en los últimos pabellones pares. Allí quedaba todavía el eco de lo que sería su arenga fogosa, su única forma de comprometerse con la práctica.
Al llegar al DRI de nuevo el nombre que reverberaba, en las conversaciones de mis colegas o en un informe añejo, “por aquí pasó, aquí dijo”. Por fin en Juigalpa lo conocí en persona en la barrera, vestido de pinto y sombrerito de BLI; no era su mejor día, nos dijimos hasta pronto, hasta que un día llegó a mi casa en los 90, enamorado de su Jose, era otro o tal vez volvió a ser quien siempre fue: una persona normal con ganas de subir al lomo de retos que lo superaban en tamaño pero que no lo intimidaban.
Como no podía ser de otra manera se embarcó junto a otros compañeros en el proyecto de Iniciativa Sandinista. Quería, como muchos intentamos, rescatar al FSLN de la impostura, del secuestro al que estaba sometido por una camarilla político-empresarial a la que sólo interesaba volver al poder para incrementar su riqueza.
Luego volvimos a coincidir en las discusiones interminables de la Coordinadora Civil a la que llegó como un soldado más, pero sin abandonar sus ganas de hacer, sus ganas de provocar el cambio en medio de las complejidades que entrañaba aquel enjambre de organizaciones y personas.
En todos estos años, después de salir del ejército Irving pudo haberse retirado a sus aposentos a vivir de glorias pasadas como algunos exguerrilleros hicieron. También pudo quedarse medrando en los rescoldos del orteguismo esperando tiempos mejores, mirando para otro lado mientras los jerarcas pactaban y repactaban con el liberalismo prebendario.
Pero no. Siguió luchando, arrimando el hombro a cualquier proyecto que fuera coherente con sus ideas libertarias y con las maneras de toda la vida, gritándolo a los cuatro vientos, como hacen quienes dominan las tormentas llamando a las cosas por su nombre, con ese verbo tan suyo, exorcizante, radical para los cautos, peligroso para los aludidos.
Imprudente, en vez de granjearse un escaño en el estercolero prefirió “mirar al sol de frente”. Impulsivo, en vez de plegarse a la verdad oficial denunció el pacto con todas sus letras. Romántico, en vez de colocarse en la fila de espera de los candidatos a magistrados, “se tomó la vida en serio” atacando la doble moral y la venalidad de los cargos públicos.
Con el Fary se ha ido uno de los de adeveras, una especie en extinción de los que no claudican, los que no piden que no citen su nombre cuando critican a la dinastía, los que no hablan en voz baja cuando denuncia el expolio de las riquezas nacionales y el atropello de las libertades. En un país en el que todos los días se nos receta que el mejor paradigma de ciudadano -si no estás dispuesto a rotondear- es no meterse nada, el ejemplo de Irving fue seguir luchando sin detenerse por sus problemas de salud ni en las represalias de los autócratas.
Todos los regímenes autoritarios de la historia han tenido en frente a personas que los han adversado, que han denunciado sus atropellos y que han contribuido a organizar la resistencia que ha terminado derribándolos. En esta lucha por recuperar la libertad y la democracia en Nicaragua el papel de Irving Dávila fue imprescindible. Ahora toca acreditar que no sea insustituible.
Su legado, como su eco que aún anida en el auditorio 12 de la UNAN y en las esquinas de León. Su legado es su ejemplo, su tenacidad para enfrentar a la dictadura, al enemigo con nombre y apellidos todos los días y en cualquier parte. Que cuando se diga a la ligera que en Nicaragua la gente tiene miedo de dar la cara, se autocorrijan pensando en la herencia del Fary.
En el recuerdo queda la foto simbólica de Irving con su bigote de mosquetero cargando los restos de Carlos Fonseca. Una secuencia de inclaudicables. Sin duda que su espíritu ya vuela alto y libre. Misión cumplida compañero. Veremos si somos capaces de honrar tu memoria.