17 de enero 2021
El asalto de simpatizantes de Donald Trump al Capitolio de los Estados Unidos, alentado por el mismo Trump, fue el resultado predecible de cuatro años de ataques a las instituciones democráticas, con la complicidad de muchos en el Partido Republicano. Y que nadie diga que Trump no avisó: jamás se comprometió a permitir una transición de mando pacífica. Muchos que se beneficiaron con sus rebajas de impuestos a ricos y corporaciones, la desregulación ambiental y la designación de jueces proempresas sabían que estaban haciendo un pacto con el demonio. O creyeron que podían controlar las fuerzas extremistas que desató Trump, o no les importó.
¿Cómo sigue Estados Unidos desde aquí? ¿Es Trump una aberración, o un síntoma de una enfermedad nacional más profunda? ¿Es Estados Unidos digno de confianza? En cuatro años, ¿triunfarán de nuevo las fuerzas que llevaron al ascenso de Trump, y el partido que mayoritariamente le dio apoyo? ¿Qué se puede hacer para evitarlo?
Trump es el producto de varias fuerzas. Por al menos un cuarto de siglo, el Partido Republicano entendió que sólo podía representar los intereses de las élites empresariales apelando a medidas antidemocráticas (como la exclusión de votantes y el trazado arbitrario de distritos electorales) y aliándose con fuerzas antidemocráticas, entre ellas el fundamentalismo religioso, el supremacismo blanco y el populismo nacionalista.
Por supuesto, el populismo implicaba políticas incompatibles con las élites empresariales. Pero muchos dirigentes de empresas llevan décadas perfeccionando el arte de engañar a la opinión pública. Así como las tabacaleras gastaron millonadas en abogados y en falsa ciencia para negar que sus productos sean perjudiciales para la salud, la industria del petróleo hizo lo mismo para negar la contribución de los combustibles fósiles al cambio climático. En Trump reconocieron a uno de los suyos.
Luego, avances tecnológicos crearon una herramienta para la diseminación rápida de desinformación, y el sistema político estadounidense (donde el dinero manda) eximió de rendir cuentas a las megatecnológicas emergentes. También hizo otra cosa: generó un conjunto de políticas (a veces denominado neoliberalismo) que produjo un enorme aumento de ingresos y riqueza para la cima de la pirámide y estancamiento casi total para el resto. En poco tiempo, un país que estaba en la vanguardia del progreso científico quedó signado por la disminución de la expectativa de vida y disparidades sanitarias en aumento.
La promesa neoliberal de que el incremento de ingresos y riqueza se derramaría hasta la base de la pirámide era básicamente falsa. Mientras cambios estructurales a gran escala desindustrializaban grandes partes del país, a los rezagados se los dejó en la práctica librados a su propia suerte. Como advertí en mis libros The Price of Inequality y People, Power, and Profits, esta combinación tóxica era terreno fértil para un aspirante a demagogo.
Como hemos visto más de una vez, el espíritu emprendedor de los estadounidenses, combinado con una ausencia de restricciones morales, genera una abundante provisión de charlatanes, aprovechadores y demagogos en potencia. Trump, un sociópata mentiroso y narcisista, que no entiende nada de economía ni valora la democracia, fue el hombre del momento.
La tarea inmediata es eliminar la amenaza que todavía plantea Trump. La Cámara de Representantes tiene que iniciar un proceso de destitución y el Senado proceder a juzgarlo para que no pueda ocupar nunca más un cargo federal. Los republicanos deberían estar tan interesados como los demócratas en mostrar que nadie, ni siquiera el presidente, está por encima de la ley. Todos deben comprender la obligación de honrar las elecciones y garantizar transiciones de mando pacíficas.
Pero no podemos relajarnos hasta que hayamos resuelto los problemas subyacentes, algo que en muchos casos supondrá grandes dificultades. Tenemos que compatibilizar la libertad de expresión con la responsabilidad por los enormes daños que las redes sociales pueden causar y han causado, desde alentar la violencia y el odio racial y religioso hasta permitir la manipulación política.
Estados Unidos y otros países siempre han impuesto restricciones a otras formas de expresión cuando es necesario para proteger un bien público mayor: la libertad de expresión no incluye la incitación a la violencia, la pornografía infantil, la calumnia o la difamación. Es verdad que algunos regímenes autoritarios abusan de estas restricciones y atentan contra las libertades básicas, pero esos regímenes siempre hallarán pretextos para hacer lo que quieran, sin importar lo que hagan los gobiernos democráticos.
En Estados Unidos se necesita una reforma del sistema político que garantice el derecho básico al voto y la representación democrática. Hace falta una nueva ley de derechos electorales. La vigente, sancionada en 1965, estaba pensada para el Sur, donde la marginación electoral de los afroamericanos había permitido a las élites blancas permanecer en el poder desde el final de la Reconstrucción que siguió a la Guerra Civil. Pero ahora se encuentran prácticas antidemocráticas en todo el país.
También tenemos que disminuir la influencia del dinero en la política: ningún sistema de controles y contrapesos puede ser eficaz en una sociedad tan desigual como Estados Unidos. Y cualquier sistema basado en "un dólar, un voto" en vez de "una persona, un voto" será vulnerable a la demagogia populista. Al fin y al cabo, ¿cómo podría servir a los intereses del país en su conjunto?
Finalmente, tenemos que resolver las múltiples dimensiones de la desigualdad. La asombrosa diferencia entre el trato recibido por los insurgentes blancos que invadieron el Capitolio y los manifestantes pacíficos del movimiento Black Lives Matter hace unos meses muestra una vez más al mundo la magnitud de la injusticia racial en Estados Unidos.
A esto se suma la pandemia de covid‑19, que resaltó la magnitud de las disparidades económicas y sanitarias del país. Como he dicho muchas veces, desigualdades tan profundas no se pueden corregir con pequeños retoques al sistema.
La respuesta de Estados Unidos al ataque al Capitolio dirá mucho sobre el rumbo futuro del país. Si además de exigir cuentas a Trump también emprendemos el difícil camino de la reforma económica y política para resolver los problemas subyacentes que hicieron posible su presidencia tóxica, entonces habrá esperanzas de un futuro mejor. Felizmente, el 20 de enero asumirá la presidencia Joe Biden. Pero se necesita mucho más que una persona (y mucho más que un mandato presidencial) para superar los viejos problemas de Estados Unidos.
*Artículo publicado originalmente en Project Syndicate.