26 de agosto 2017
El coronel salvadoreño Nicolás Carranza vivió ochenta y cuatro años y terminó sus días el pasado 2 de agosto de manera natural; acuerpado por su comunidad en Memphis, Tennessee, que tanto lo apreció.
Como millones de salvadoreños antes y después, emigró a Estados Unidos en 1985 buscando una nueva vida. Pero Carranza tuvo que ocultar la que había llevado e inventarse una nueva identidad. Había sido viceministro de Seguridad y jefe de la Policía de Hacienda en los años más oscuros de la guerra y tenía en su closet suficientes cadáveres y secretos como para echarle diez candados y enterrarlo.
El coronel Carranza, que había sido director de la telefónica estatal ANTEL, desde donde operaba servicios de inteligencia y escuchas telefónicas, ascendió a viceministro de Defensa después del golpe de Estado de 1979. Desde ahí controlaba los temidos cuerpos de seguridad pública salvadoreños: la Policía de Hacienda, la Policía Nacional, la Guardia Nacional y la Policía de Aduanas.
Según la larga investigación sobre Escuadrones de la Muerte que hicieron los periodistas Laurie Becklund y Craig Pyes, fue el mismo Carranza el que orquestó la salida del Ejército del mayor Roberto D’Aubuisson y le ayudó con el robo de los archivos de Ansesal. Lo quería afuera para hacer el trabajo sucio y continuó siendo su jefe directo. “Los militares veían con buenos ojos lo que D’Aubuisson estaba haciendo”, dijo Carranza a Pyes. “No había razón para perseguirlo mientras estaba combatiendo a los comunistas”. Carranza le abrió los cuarteles para que reclutara miembros para sus operaciones nocturnas.
A mediados de los ochentas el coronel Carranza declaró a un periódico estadounidense: “Los escuadrones de la muerte aparecieron primero en Brasil. Eran policías que mataban criminales. Nosotros también encontramos que el sistema de justicia no castigaba a los terroristas, así que tuvimos que tomar nuestras propias medidas”.
En cuanto fue nombrado viceministro, colocó a Francisco Morán al frente de la Policía de Hacienda, y era él quien le daba órdenes directas. Morán le servía de enlace con grupos de empresarios con los que formaban escuadrones de la muerte; y fue el responsable del asesinato de Mario Zamora.
Pero cuando se mudó a Estados Unidos, Carranza no solo ocultó sus crímenes, sino también sus maneras y se volvió un hombre de suaves modales. Cambió incluso de religión y se hizo miembro de la iglesia bautista local. Consiguió trabajo como vigilante del museo de arte Brooks y se presentó como un simpático, amable empleado siempre dispuesto a ayudar a los demás. En poco tiempo era ya reconocido en esa ciudad sureña de Estados Unidos como un destacado miembro de sus comunidades religiosa y profesional: generoso, solidario, comprensivo.
Su historia parece digna de películas sobre agentes o informantes de la CIA a los que la agencia necesita ocultar, y para ello les cambia la identidad, el nombre y los manda a vivir a un pueblito con un trabajo menor, de muy bajo perfil. El coronel Carranza no cambió de nombre. Pero, como él mismo confesó años después, había sido durante muchos años informante de la CIA.
Lo conocí una helada mañana de noviembre en Memphis, en 2005, cuando se defendía del juicio civil que le entablaron víctimas de sus torturas y la viuda de Manuel Franco, el líder del FDR al que él ordenó asesinar un cuarto de siglo antes, junto con otros cinco dirigentes.
Entre las pausas del juicio le pedí a Carranza una entrevista, me dijo que no. Su abogado, Robert Fargarson, me explicó que no podía dar ninguna declaración mientras enfrentaba el proceso.
El coronel ya estaba viejo entonces. Llegaba al juicio muy elegante, con un abrigo, bufanda y un gorro para protegerse del frío. Siempre caminaba del brazo de su esposa. Tenía ya la mirada un poco perdida y escuchaba las acusaciones en su contra con la cabeza agachada. El coronel era ya un hombre derrotado.
Una tarde, tras un receso, nos encontramos en el elevador. Dos pisos.
-Buenas tardes coronel…
-Buenas tardes.
Eso fue todo. Su abogado intervino: No puede hablar con usted. Se abrieron las puertas del ascensor y salió del brazo de su esposa.
Durante todo el juicio, Carranza escuchó las acusaciones en su contra y los testimonios de sus víctimas como si fuera él la víctima de una conspiración que no alcanzaba a comprender. El pecenista Alejandro Dagoberto Marroquín viajó para testificar que Carranza era tan bueno con sus prisioneros que frecuentemente pintaba las paredes de sus celdas para que los prisioneros estuvieran en un lugar más agradable. Uno de los sobrevivientes de esas celdas de tortura, Daniel Alvarado, confirmó lo de las pinturas, pero explicó que esto siempre sucedía antes de la visita de la Cruz Roja para tapar la sangre en las paredes.
En ese juicio fue encontrado culpable de crímenes contra la humanidad, asesinatos extrajudiciales y torturas. Los únicos sorprendidos fueron sus conocidos en la iglesia bautista de Memphis y sus compañeros de trabajo en el museo.
No es que Carranza no supiera lo que hizo. Es que no entendía por qué estaba siendo juzgado en Estados Unidos. Se lo dijo al juez: Solo me arrepiento de haber trabajado para la CIA.
Todo, todo lo que estaba siendo juzgado en esa sala, dijo, era del conocimiento de la inteligencia estadounidense. Tampoco esto era nuevo. Lo había dicho ya el exdirector de Ansesal, el coronel Roberto Santiváñez, en 1985, cuando lo acusó de montar, junto con el mayor Roberto d’Aubuisson, las estructuras paramilitares conocidas como Escuadrones de la Muerte. Poco después se supo que Carranza ganaba $90 mil dólares al año por sus servicios a la agencia estadounidense.
Su pertenencia a la CIA la reiteró el exembajador de Estados Unidos en El Salvador, Robert White, en una entrevista que le hice algunos años después: “Yo traté de que sacaran a Carranza de la CIA, pero no es fácil convencer a Langley (cuartel general de la CIA). Y también deberían investigar a los embajadores de Estados Unidos que ocultaron información sobre lo que aquí pasaba”, dijo.
Entre los informantes de los servicios de inteligencia estadounidenses estaban también el fundador de ANSESAL y ORDEN, el coronel Alberto Medrano; y su protegido, Roberto d’Aubuisson, al que llamaba "uno de mis tres asesinos".
El lugarteniente de D’Aubuisson, Álvaro Saravia, confesó que la CIA proporcionaba armas a los grupos paramilitares. Como posteriormente revelaron la captura de un piloto caído en Nicaragua y, sobre todo, las investigaciones sobre el narcotraficante hondureño Roberto Matta Ballesteros, además de tráfico de armas la CIA también participó en operaciones de narcotráfico para financiar a la contra nicaragüense.
En Estados Unidos han sido juzgados ya cuatro militares salvadoreños acusados y encontrados culpables de violaciones a los derechos humanos durante la guerra (además de Carranza: el capitán Álvaro Saravia; el general Guillermo García y el coronel Eugenio Vides Casanova. Actualmente el coronel Inocencio Montano aguarda detenido en ese país su extradición a España para ser juzgado por el asesinato de los sacerdotes jesuitas en la UCA).
Pero, fuera de los participantes en la operación Irán-Contras, ningún estadounidense ha sido juzgado jamás por su rol en las violaciones a los derechos humanos de los centroamericanos, que fueron múltiples y han sido debidamente registradas. Apenas han recibido castigo sus informantes locales, sus socios estratégicos, sus “gorilas” como alguna vez los llamó el embajador en El Salvador Dean Hinton.
El coronel Nicolás Carranza fue derrotado por sus acusadores, todos víctimas de los abominables vejámenes que él supervisó y ordenó. Más que los testimonios en su contra, al coronel le indignó saberse solo, juzgado solo, encontrado culpable solo, sin la compañía de quienes conspiraron con él para cometer todos esos crímenes: sus aliados estadounidenses.