Ha muerto el asesino de mi tío... Esta frase está escrita en pretérito perfecto y no en indefinido (murió el asesino de mi tío…). “Usamos el indefinido para contar hechos completos y terminados en el pasado”. En cambio, usamos el perfecto “cuando estamos pensando en ese hecho en relación con el presente y en un espacio actual más grande que incluye el espacio donde estamos…” (Gramática básica del estudiante del español 2013).
En América Latina (sobre todo la América Latina tropical) casi nunca usamos el pretérito perfecto. Eso sí, usamos el indefinido hasta los tuétanos quizás porque para nosotros el pasado ya pasó y hay que sepultarlo. El pasado: muerto y sepultado. Las formas (sintaxis, morfología, fonética, léxico, etc.) en que cada pueblo usa su lengua no son más que un reflejo de cómo piensan sus hablantes. Tomando esto en cuenta, fue precisamente a partir de abril del 2018 que los nicaragüenses nos dimos cuenta que en realidad nunca superamos como sociedad las heridas del pasado que nos dejó la guerra civil (1981-1990), en gran parte porque la comandancia sandinista se encargó muy bien de esconder bajo la alfombra todo aquello que no les parecía conveniente que supiésemos porque ante todo, según su lógica, se tenía que proteger a la revolución a cualquier costo. Prueba de ello es que hasta el día de hoy el Ejército sandinista de los ochenta— comandado por el ya fallecido señor Humberto Ortega Saavedra nunca dio a conocer las cifras reales de los muchachos caídos que ellos mismos se encargaron de reclutar a la fuerza a través del Servicio Militar Patriótico (SMP). Hasta hace un par de días yo ignoraba por completo que el señor Humberto Ortega nunca se refirió al conflicto como “guerra civil” sino como “guerra de agresión”. De ahí que tengan sentido sus argumentos sobre el SMP: “Fui el impulsor del SMP cuando el servicio militar voluntario fue insuficiente pare repeler la guerra de agresión de Estados Unidos que causaba grandes bajas en nuestras filas. El servicio militar obligatorio en época de guerra es una necesidad en cualquier país del mundo”.
Por mucho tiempo yo creí en este argumento. ¿Qué se supone que teníamos qué hacer? Teníamos que defendernos del monstruo de Reagan—argumentaba. Pero las mentiras (disfrazadas de manipulaciones propagandísticas) tienen patas cortas. En 2023 cuando preparaba un reportaje para la revista Hispanorama al que le di por título “Nicaragua: entre el silencio y el destierro”, entrevisté al Dr. Ernesto Medina, exrector de la UNAN-León y de la UAM— hoy desterrado, desnacionalizado y exiliado en España, me dijo más o menos esto: “Cuando el partido perdió las elecciones en 1990 el Frente [Sandinista] nunca quiso hacer una autocrítica sobre su rol en el enfrentamiento entre hermanos nicaragüenses en la guerra [con la contrarrevolución]. Yo lo planteé, pero nadie dijo nada. ¿Por qué no tuvimos un diálogo [con la contra] para evitar el derramamiento de sangre?”
Esto para mí (que en algún momento simpaticé con el FSLN porque me creí el cuento que representaban los intereses de la chusma como yo) fue toda una revelación porque estaba convencida que la guerra había sido inevitable, porque eso fue lo que me vendió el señor Humberto Ortega Saavedra.
Abril de 2018 fue y sigue siendo un punto de inflexión porque se encargó de sacar de debajo de la alfombra (que ya estaba repleta) toda la podredumbre que habían estado ocultando por tantos años. Durante las décadas siguientes, las madres que perdieron a sus hijos en el SMP también se dedicaron a ocultar su dolor debajo de las alfombras porque “la vida sigue y pues no hay nada más qué hacer”, argumentaban. La muerte de este personaje de gustos finos que vestía en plena guerra “zapatos Bally, camisas y pantalones Pierre Cardin y un clásico Rolex” me ha traído a la memoria (sí, en pretérito perfecto porque aún tiene relación con mi presente) los gritos descontrolados y las lágrimas con los que llegó la esposa de mi tío… dando la noticia a mi abuela de que su hijo había caído en combate. Él aún era un muchacho tan joven y yo era una niña de unos cinco años. Recuerdo que pensé lo triste que iba a ser para mi hermana mayor que mi tío ya no podría dar saltos con ella en sus hombros como tanto le gustaba y que al menos ya no tendría que lidiar con las sábanas de su catre (que mi abuela siempre le tenía preparado) mojadas de orines por esa misma hermana cada vez que él bajaba de las montañas con su uniforme y mochila verde olivo.
–¿Quién se meó en mi catre?– preguntaba mi tío fingiendo enojo mientras fijaba la mirada en mi hermana quien salía corriendo, riéndose a esconderse bajo las faldas de mi abuela.
También recuerdo que ante tal desgracia mi abuela no había soltado ni una sola lágrima y esto me confundió enormemente. Con los años pensé que quizás se había debido al hecho que la esposa de mi tío llevaba en su vientre a un bebé de él y esto había sido un consuelo para ella, porque de cierta forma su hijo seguiría viviendo en ese niño que estaba por llegar. Pero lo que sí no entendí por muchos años había sido el hecho que mi abuela se había negado rotundamente ante el ofrecimiento que habían llegado a hacerle unos hombres vestidos de verde olivo de instalar un monumento en la entrada de su calle en memoria de mi tío. Esto yo lo resentí por mucho tiempo (toda mi niñez y parte de mi adolescencia) porque otras calles los tenían y sus familias, pensaba yo, debían sentirse orgullosos de tener a un héroe y mártir.
Ahora que estoy pasando por el climaterio (perimenopausia) y que hablo con mi abuela de lo fuerte que me está golpeando, ella, quizás sin querer me ha confesado algo:
–“Tenés que ser fuerte. Cuando … murió, yo estaba menstruando y me vine en hemorragia, luego se me suspendió la regla y ay nomasito entré en la menopausia. Fue una menopausia precoz, por la edad que yo tenía en ese momento. Yo no sabía lo que estaba ocurriendo conmigo y eso fue lo que me explicó el doctor”.
Inmediatamente pensé en el libro de la periodista y escritora ucraniana, premio Nobel de literatura (2015) Svetlana Aleksiévich “La guerra no tiene rostro de mujer”. Pero sobre todo me di cuenta que todos tenemos distintas formas de gestionar el dolor y que no llorar (al menos en público) ante una tragedia no significa en lo absoluto que esa persona no esté sufriendo. Ahora con la inteligencia emocional y la madurez que me ha dejado la maternidad entiendo que mi abuela no quería que ese monumento, que se negó a que el Ejército sandinista instalara en la entrada de su calle le estuviera recordando el profundo dolor con el que tendría que aprender a vivir en silencio toda su vida.
Durante su vida pública, Humberto Ortega Saavedra siempre alardeó de su astucia. Y la tuvo en su actividad política guerrillera, durante su carrera militar y en su faceta de empresario millonario, aunque de la última nunca le gustó hablar.