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Guerra global, agonía de la democracia

Vladímir Putin necesita de la guerra como un drogadicto de la droga. Solo en guerra Rusia puede ser potencia

Muñecas matrioskas rusas con retratos del presidente chino Xi Jinping y del presidente ruso Vladímir Putin, en una tienda del centro de Moscú. Foto: EFE

Fernando Mires

11 de diciembre 2023

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Ucrania debe ganar. Ucrania no puede perder, Rusia no puede ganar. Perder y ganar: los dos verbos preferidos cuando se trata de opinar sobre la guerra de anexión desatada por el imperialismo ruso en Ucrania. Pero, ¿se ha preguntado alguien qué es lo que significa ganar (o perder) una guerra? Las opiniones, seguro, pueden divergir. Preguntemos entonces a quien sí sabía de guerras. Nos dice Clausewitz: “la guerra es una acto de fuerza para obligar al adversario a acatar nuestra voluntad”.

El ganador de la guerra, según Clausewitz, será quien logra imponer su voluntad al adversario. Debemos entonces precisar que es la voluntad. Bien, la voluntad si no es un deseo, proviene de un deseo (y a veces como negación del deseo). De ahí que ahora nos vemos obligados a precisar cual fue la voluntad o deseo de Putin al invadir a Ucrania.

Vamos a dejar pasar las versiones pro-putinistas de sus aliados —sobre todo de izquierdas— en América Latina y Europa, a saber, que la guerra fue llevada a cabo para impedir la ampliación de la OTAN, desmentidas por el mismo Putin quien nunca declaró que ese era el motivo que lo impulsó a invadir a Ucrania. Por el contrario, así como en Mein Kampf, Hitler dijo de modo clarísimo que su deseo era erradicar a los judíos como raza, Putin dijo, aún más claro que Hitler (en su conocido ensayo de 2021) que Ucrania por razones geográficas, históricas, culturales e incluso raciales, pertenece de modo natural a Rusia y luego su deseo —eso lo deduce hasta un idiota, siempre que no sea de izquierda— era anexar a toda Ucrania. Así lo demostró el mismo para que, incluso a la izquierda, no le cupieran dudas.

En su primera avanzada que suponía no iba a durar más de tres días, Putin hizo enfilar a sus tropas directamente hacia Kiev con el objetivo de decapitar al Gobierno de Zelenski, apoderarse del Estado, y con ello, de toda la nación ucraniana. En esa ocasión, el filósofo y político canadiense Michael Ignatieff, escribió: “El objetivo estratégico de Occidente en esta guerra debería ser preservar el Gobierno de Zelenski. Al salvar al gobierno, Occidente puede salvar a Ucrania. Cualquier esfuerzo ruso para acabar con el Gobierno de Zelenski debería ser la línea roja de Occidente”. Dicho lo mismo al revés: si Zelenski no es derribado por Putin, Rusia ha perdido la guerra.


En efecto, el hecho de que todavía no logre apoderarse de toda Ucrania puede ser considerado por Putin como una derrota, y, por lo mismo no hay nada que nos diga que alguna vez el dictador ruso va a renunciar a su psicótico deseo. Esa es, entre otras, una de las razones por las que Putin se niega a establecer algún tipo de negociación que lleve a una paz pactada. Hasta ahora, pese a uno u otro éxito militar, Putin, según Clausewitz, estaría derrotado; no ha logrado imponer su voluntad. Es por eso también que la guerra a Ucrania ya es una guerra larga. Y será aún más larga.

Pero aunque Putin es malvado, no es tonto. Captando rápidamente que su voluntad no podía ser impuesta de inmediato, decidió cambiar de objetivo (o de deseo) en el mismo curso de la guerra. La marca histórica de ese cambio fue trazada en los juegos olímpicos de Beijing donde, además de jurarse amistad eterna, los dictadores de China y Rusia declararon permanecer unidos contra Occidente, entendiendo por Occidente a EE. UU., Europa y todas las democracias de la tierra. En ese propósito, China y Rusia persiguen distintos pero a la vez coincidentes intereses. Para Putin, lo principal es devolver a Rusia su supuesta grandeza destruida originariamente por los bolcheviques y después por Gorbachov, al intentar hacer entrar a Rusia en “la casa europea”. La grandeza de Rusia, de acuerdo a Putin, es religiosa, militar y, no por último, territorial. De acuerdo a esa otra narrativa, Ucrania no es una meta, es solo un medio para alcanzar la meta, y esta no es otra sino la derrota militar de Occidente.

Xi Jinping busca también la derrota de Occidente, pero no por motivos ideológicos como Putin. Lo que a la clase dominante china dirigida por Xi importa, es lograr la hegemonía económica y política de China (la cultural no le interesa) en el espacio mundial. Hay hechos que favorecen a ese objetivo. Por ejemplo, en guerras como las que tienen lugar en Ucrania, en Gaza, más otras que ya están por venir, Occidente en su conjunto terminará, si no derrotado, muy debilitado. Por esa razón China trabaja para crear un frente antioccidental de naciones, sobre todo en el llamado Sur Global (heredero del Tercer Mundo de Mao), las que endeudadas económicamente, pasen, de clientes económicos, a convertirse en clientes políticos. En el hecho, Sudáfrica, Brasil, e incluso la India, ya lo son. En esa tarea de desgaste, Putin aparece como una pieza estratégica de enorme importancia para Xi.

A ambas naciones, Rusia y China, se suma Irán. Haciendo un paralelo (no una analogía), así como Hitler logró construir una triada junto con Italia y Japón, China ha logrado construir otra triada junto con Rusia e Irán (a Corea del Norte, no la incluimos pues no pasa de ser una fábrica de armamentos de China). En el hecho, más que en China, vemos en Irán el aliado más cercano de Rusia. La razón es obvia: tanto los monjes de Irán como Putin y su camarilla, comparten un mismo odio a Occidente y a lo occidental. Ambas dictaduras han elevado a sus respectivas religiones a ideología oficial de estado. Ambas ven en las libertades de Occidente, sobre todo en las sexuales, signos de decadencia y degeneración. Ambas practican un nacionalismo extremo. Ambas ejercen dominación en sus regiones colindantes. Ambas son propietarias de bombas atómicas. Ambas practican una economía de guerra. Ambas son radicalmente antidemocráticas.

Ahora bien, no todos esos "valores" son compartidos por China.

El desarrollo económico de China es dependiente de Occidente. Sea como proveedor tecnológico, sea por sus grandes mercados o por las insaciables masas consumidoras occidentales, la economía china no puede prescindir de Occidente. China a través de Xi desea la subordinación de Occidente, pero en ningún caso su desaparición. La economía china al fin, es hija de la globalización y esta, sin las economías occidentales, no funciona.

Las relaciones de cortesía que suelen practicar Xi y Biden, no obedecen por tanto a ninguna simpatía personal sino que a intereses mutuos e imprescindibles para ambos países. Xi, por cierto, está dispuesto a acompañar a Putin, pero no más allá de la puerta del cementerio. Y a pesar de que evidentemente brinda apoyo logístico a su socio ruso, Xi ha dejado muy claro que China no se dejará embarcar en ninguna aventura atómica. Quizás tuvo razón Kissinger, cuando de modo casi póstumo dijo que la amistad ruso china no podrá mantenerse durante mucho tiempo. No sabemos si Putin es consciente de esa posibilidad. Presumimos que sí. No obstante, por el momento, en sus criminales sueños de grandeza, Putin necesita de China tanto como Xi necesita de Rusia.

Si Ucrania llegara a “ganar” la guerra, China cuando más, sufriría un revés, nunca una humillación y en ningún caso una derrota. Lo importante para China es que de esa guerra Occidente emerja, sino derrotado, muy desgastado, lo que evidentemente sucederá. A partir de una derrota occidental en Ucrania, China podría incluso atreverse después a jugar la carta Taiwán, posibilidad que está en pleno conocimiento de Biden. Esa, y no solo el afan democrático, es la razón que explica el notable apoyo militar norteamericano a Ucrania. Una derrota de Occidente en Ucrania dejaría a los EE. UU. muy mal parados frente a China.

Visto desde una perspectiva inversa, hay que convenir en que, al parecer, el deseo inmediato de Putin por apoderarse de Ucrania ha sido desplazado por un deseo mayor: Poner en jaque a todo Occidente, convirtiéndose así en el personaje que dicta las condiciones en la que ya se prevé va a ser, si no la tercera guerra mundial, la primera guerra global en la historia de la humanidad.

De acuerdo a su tortuosa visión, Putin, si no ha sido el principal instigador en la guerra de Hamas a Israel (seguramente lo es), es el gran beneficiado. Por un lado, abre un nuevo flanco contra Occidente representado en el Oriente Medio por Israel. Por otro, desgasta militarmente a EE. UU. Y no por último, estrecha sus relaciones con Irán frente al enemigo común. El siguiente paso —ya lo está dando mientras escribo estas líneas, en su visita a Arabia Saudí y los Emiratos— es perfilarse como el principal defensor de los intereses islámicos en contra del “imperialismo norteamericano”, al mismo tiempo que coopta a las dinastías y dictaduras árabes como proveedores energéticos para la economía de Rusia, convertida —esa es su otra gran ventaja— en economía de guerra, algo que no pueden permitirse las democracias occidentales frente a sus respectivas ciudadanías. Si tenemos en cuenta, además, el creciente apoyo que recibe Putin de los Gobiernos autocráticos y nacionalistas europeos, cuyo número aumenta y seguirá aumentando tanto en la UE como en la OTAN, sería engañarnos si no pensáramos que en estos instantes, el combatiente que cuenta con las mejores cartas geoestratégicas, militares, e incluso políticas, es Rusia y no Occidente.

Putin necesita de la guerra como un drogadicto de la droga. Sin esa guerra a Ucrania, o a cualquier país (ahora está amenazando a Letonia) solo sería el presidente de una nación de segunda categoría, o de un país que, más allá de Moscú y Petrogrado, no es más que pobreza y barro. Una nación en fin, exportadora de gas y petróleo barato. Solo en guerra Rusia puede ser potencia. Sin el peligro de una guerra global, Putin sería solo lo que es: un miserable y corrupto dictador.

Tiene entonces razones Putin para prolongar el estado de guerra, y si es posible, hasta el infinito. El “punto muerto” o guerra de posiciones que está Putin imponiendo en Ucrania, concuerda con su plan (y con el de China) de erosionar militar y económicamente a los países occidentales. No pocos observadores creen que Putin prolongará sus operaciones en Ucrania hasta que, eventualmente, sea elegido Trump. Después podrá enfilar hacia Moldavia y/o los países bálticos. Si se da la eventual combinación Putin-Trump, la democracia norteamericana podría perfectamente pasar a su fase de agonía, arrastrando consigo a otras democracias occidentales en las cuales ya está imponiéndose el autoritarismo antidemocrático como forma preferencial de gobierno. Recomiendo en ese punto leer con mucha atención el artículo (en verdad, es un ensayo) de Robert Kagan, titulado Una dictadura de Trump es cada vez más inevitable para que, por lo menos nadie diga después: “no lo imaginábamos”.

Ya los trumpistas norteamericanos están haciendo lo posible para frenar el apoyo militar de EE. UU. a Ucrania. Si Trump resulta nuevamente elegido, piensan muchos, Putin estará más cerca de sus metas que nunca. “Trump abandonará a la OTAN”, nos advierte Anne Applebaum: “Una vez que Trump haya dejado claro que no apoya a la OTAN, todas las demás alianzas de seguridad de Estados Unidos también estarían en peligro. Taiwán, Corea del Sur, Japón e Incluso Israel pensarían que ya no pueden contar con el apoyo automático de los Estados Unidos. Es posible que el fin de la OTAN no les afecte directamente, pero su desaparición indicaría que todo el mundo, en todas partes, tiene que asumir que Estados Unidos ya no es un aliado fiable”.

Sin embargo, nadie sabe de modo exacto lo que  puede pasar en el mundo si regresa Trump a ocupar el Gobierno norteamericano. Todos contamos, claro está, con que Putin habrá ganado un nuevo y antiguo amigo. Pero quizás el problema sea más complejo. Trump no solo es amigo de Rusia y enemigo de la OTAN y de los demócratas europeos. Evidentemente se encuentra muy cerca de los gobernantes y políticos europeos que no están dispuestos a apoyar más a Ucrania, todos, como Trump, partidarios de formas antiliberales de gobierno. Si la situación de Ucrania es hoy difícil, su definitiva derrota como nación europea, independiente y soberana, puede que sea sellada bajo la eventualidad de un nuevo Gobierno de Trump. Pero por otra parte, y esto debe ser también tomado en cuenta, Trump, un aislacionista extremo, un político que ha hecho de la antiglobalización una doctrina es, por lo mismo, radicalmente antichino. Así al menos demostró serlo durante su mandato. A la vez, China es aliado de Rusia. En ese caso, bajo un Gobierno Trump, todos tendrían que elegir de nuevo. Rusia, entre China y los EE. UU.; China, entre si vale la pena seguir apoyando a una Rusia aliada con los EE. UU. o concentrar toda su atención en defenderse frente a Trump. Y Trump, entre cambiar su política aislacionista hacia China y proteccionista hacia los EE. UU. por una de reconciliación entre dos gigantes económicos antidemocráticos. Nada de eso podemos saber de antemano.

Lo que sí podemos saber es que estamos situados frente a dos confrontaciones decisivas para el curso democrático del planeta. Una es la que libra Ucrania contra el imperio ruso en representación de todas las naciones democráticas del mundo. De acuerdo a la actual correlación de fuerzas, Putin no logrará apoderarse de Ucrania. Pero a la vez Ucrania no logrará tampoco expulsar definitivamente a las tropas rusas de su territorio. Por eso la consigna que todavía mantienen en alto algunas democracias europeas es hoy más modesta pero también más realista que la de antes: ya no es Ucrania debe ganar sino, Ucrania no puede perder.

La otra gran confrontación tendrá lugar en los propios EE. UU. Si el proyecto, si no dictatorial, autocrático de Trump logra imponerse, podría suceder que EE. UU. y no Rusia, tampoco China, llegue a convertirse en el epicentro político mundial de muchas autocracias, entre ellas las europeas y las latinoamericanas (Milei sería solo un pequeño anticipo). Quiero decir, no solo Ucrania está en vías de perderse. Junto con ella, la democracia, como ideal de gobierno y modo de vida, podría, poco a poco, desaparecer de gran parte de la tierra, por lo menos durante un largo tiempo.

Sería esa, la que viene, no solo la hora de Trump, también la de Erdogan y Orban, la de Hamas y los monjes persas, la de Le Pen, Wilders y tantos más que esperan el nuevo momento trumpista para coordinar el poder en contra de las democracias occidentales.

Ese mundo, el que nos promete Trump, seamos honestos, ya no es solo una distopía literaria. Es algo peor: es un mundo perfectamente posible.

*Artículo publicado originalmente en Polis: Política y Cultura.

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Fernando Mires

Fernando Mires

Historiador y escritor chileno. Profesor emérito de la universidad de Oldenburg, Alemania. Se diplomó como profesor de Historia y tiene estudios de postgrado en Historia Moderna. En 1991 recibió el titulo de Privat Dozent, el más alto grado académico que confieren las universidades alemanas.

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