1 de diciembre 2019
Si Centroamérica es poco conocida en Europa o EE.UU. por el común de las gentes, aún menos lo es Guatemala. Es cierto que Nicaragua es una excepción —¿quién no escuchó hablar del sandinismo en los ochenta y ahora del cruel Ortega?— y tal vez lo sea Costa Rica, esa democracia sin ejército que apuesta por la conservación de la naturaleza. Si acaso, El Salvador es tristemente recordado por los asesinatos de Monseñor Romero, cuando oficiaba misa, e Ignacio Ellacuría y otros cinco jesuitas, por un pelotón del ejército salvadoreño. Pero Guatemala es aún más opaca. Los más aficionado a la literatura habrán leído “El señor Presidente”, del Nobel Miguel Ángel Asturias; los familiarizados con los derechos humanos reconocerán el nombre de Rigoberta Menchú, indígena maya y Nobel de la Paz; y quizá un ínfimo porcentaje de personas se acuerde de la quema de la Embajada de España en 1980. Poco más.
Y sin embargo, la nación más norteña de Centroamérica, lindante con México, es un país digno de conocer y sin duda el más fascinante del subcontinente, al menos en relación a su tamaño.
Aunque su extensión es sólo un poco mayor que Andalucía, en sus apenas 100 mil kilómetros cuadrados se agolpan montañas y selvas, lagos y volcanes, tesoros arqueológicos y ciudades coloniales y, sobre todo, una diversidad de pueblos y culturas -se hablan más de veinte idiomas, la mayoría de origen maya- muy difícil de igualar. Lugares como Chichicastenango y su mercado de infinitos puestos callejeros; “La Antigua”, una de las poblaciones coloniales mejor conservadas del Continente; el majestuoso lago de Atitlán de azuladas aguas -aunque cada vez más contaminadas-; los cráteres activos, como el Santiaguito o el Fuego, entre otros cientos de volcanes “dormidos”, o la selva del Petén y las ruinas mayas de Tikal que esconde, son imposibles de olvidar.
A la vez, ese asombroso país cobija a una de las élites más rapaces e intransigentes de toda Latinoamérica, lo que es mucho decir. ¿Hasta dónde tendríamos que remontarnos para conocer las razones de su poder e inmunidad? Los historiadores, sin duda, tienen que bucear en los tres siglos de dominio español, pero aquí nos tenemos que conformar con lo ocurrido en la década larga de 1931 a 1944, cuando el dictador Jorge Ubico Castañeda gobernaba con mano de hierro aquel inigualable país. Ubico sería un digno protagonista de cualquier novela del realismo mágico, aunque desgraciadamente era un sujeto de carne y hueso. Fue quien decretó el trabajo forzado de los indígenas, aunque mejor llamarlo esclavo, en las obras públicas que promovió -del que sólo se salvaban quienes trabajasen para los hacendados-; y también fue quien obligó al Parlamento a votar una ley por la cual el Estado le entregó 200 mil dólares de la época. Algunos dictadores corruptos han tenido tanto poder que ni siquiera necesitaron robar a escondidas.
En aquella década, otros tiranos bien conocidos, siempre apoyados o impuestos por los Estados Unidos, proliferaban en la región: Anastasio Somoza en Nicaragua, Trujillo en Dominicana, Fulgencio Batista en Cuba, Carías en Honduras… Aunque las presidencias demócratas, como la de F.D. Roosevelt, les obligaban a cuidar un poco las formas, siempre eran considerados como firmes aliados y fieles guardianes de los intereses yankees.
Así iban las cosas en Guatemala hasta que en 1944 se produjo un levantamiento popular que consiguió la renuncia de Ubico y, después de distintas vicisitudes, la conformación de un triunvirato apoyado por una parte progresista del ejército. Se convocó entonces una Asamblea Nacional Constituyente, se aprobó una nueva Constitución y llega el momento en que el país, por primera vez, contó con un presidente elegido democráticamente: Juan José Arévalo, a quien sucederá en las elecciones de 1950 Juan Jacobo Arbenz.
Y en ese punto comienza la más reciente novela de Vargas Llosa, “Tiempos recios”, donde se narra magistralmente lo ocurrido allí hace algo más de seis décadas. Los propietarios de la todopoderosa “United Fruit Company” -un nombre a retener-, la empresa dueña y comercializadora de todo el banano de la región, sabían que Arévalo y Arbenz sólo pretendían conducir a su país desde el régimen semi-feudal en que se encontraba hasta un sistema democrático y capitalista homologable al de los EEUU de entonces. Pero esto no era de su agrado. Vargas Llosa pone en boca de uno de los personajes: “Arévalo ha aprobado una ley de trabajo que permite constituir sindicatos… y ha dictado una ley antimonopolio calcada a la que existe en EE.UU… Ya imaginan lo que significaría para la compañía la aplicación de estas medidas… La United tendría que enfrentarse a sindicatos, a la competencia, pagar impuestos, seguros médicos, jubilaciones…” Y después: “El problema no es sólo Guatemala, es el contagio a los demás países centroamericanos y a Colombia”. “El peligro, señores, es el mal ejemplo”.
La United, como queda claro en las primeras páginas del libro -así no estropeo su lectura-, se lanzó a un plan de comunicación sin precedentes para convencer al Gobierno de EEUU y a la opinión pública norteamericana de que en Guatemala, en realidad, se había instalado un gobierno comunista. Y consigue que el cerco a Arbenz, quien impulsó una reforma agraria que repartió entre el campesinado las tierras ociosas de los sagrados latifundios de la United -previa indemnización- fuese tan brutal, con bombardeos a la capital incluidos, que éste, para evitar males mayores, renuncia y marcha al exilio. El sustituto, coronel y enseguida general Carlos Castillo Armas -sí, con ese nombre predestinado- derogó inmediatamente la ley de reforma agraria y se encargó de fusilar, encarcelar o mandar al exilio a todo opositor.
Para Vargas Llosa, y no olvidemos sus posiciones políticas nada sospechosas de izquierdismo, otra hubiera sido la historia de América Latina si EE.UU. hubiera aceptado la modernización y democratización de Guatemala que intentaron Arévalo y Arbenz. Vean esta tremenda afirmación: “Los efectos de la intervención (de EEUU en Guatemala) fueron la proliferación de las guerrillas y el terrorismo y los gobiernos dictatoriales militares (en América Latina)”. Viniendo de quien viene, no es una acusación menor sobre el origen de los conflictos que todavía colean en aquellas naciones hermanas.
Desde luego merece la pena la lectura de “Tiempos recios”, tanto por la trama que aborda como por la maestría que Vargas Llosa ejerce siempre en su oficio. Don Mario es uno de los grandes de la literatura en castellano, de la talla de los gigantes Alejo Carpentier o García Márquez; y, aunque muchas son las obras “grandes” del autor de “La ciudad y los perros”, debo consignar aquí al menos “La fiesta del chivo”, centrada en la figura del dictador Trujillo, pues mantiene significativas líneas de unión y comparte algún personaje con “Tiempos recios”.
¿Hasta qué punto se ajustan las palabras de Vargas Llosa a la propia Guatemala después de la década de los cincuenta, período en el que centra su novela? Pues se ajustan como anillo al dedo. A Castillo Armas le sucedió otro general, Miguel Idígoras Fuentes, quién permitió que Guatemala sirviera como base de apoyo a la invasión de Bahía Cochinos contra la revolución cubana. Durante el gobierno de Idígoras, como era previsible ante la falta de opciones democráticas, comenzó a actuar la guerrilla: el Ejército guerrillero de los pobres (EGP). Más tarde aparecería la Organización del Pueblo en Armas (ORPA), comandada por Rodrigo Asturias, hijo del Nóbel Miguel Ángel Asturias.
Los gobiernos militares o controlados por militares se fueron sucediendo, cada vez más sanguinarios, cada vez más criminales. Algunos pensarán que esto era inevitable ante la aparición de la guerrilla, pero esperen un poco hasta conocer la imputación del grueso de los crímenes. Uno de los generales más infames y desalmados fue Romeo Lucas García, quien gobernó el país entre 1978 y 1982. Durante su mandato, además de las frecuentes desapariciones de sindicalistas y estudiantes, se produjeron terribles masacres en el Quiché: más de cuatrocientos pueblos y aldeas fueron arrasados, según el “Informe de la “Comisión por el Esclarecimiento histórico”. Y también fue durante su gobierno cuando se atacó y quemó la Embajada de España el 30 de enero de 1980 . Un numeroso grupo de indígenas del Quiché, incluyendo el padre de Rigoberta Menchú, se había refugiado en el recinto diplomático y las fuerzas de seguridad guatemaltecas no dudaron en asaltarlo al coste que fuera. Fallecieron 37 personas, entre indígenas y empleados y funcionarios de la Embajada.
Al general Lucas lo depuso un golpe de Estado y se estableció una junta de Gobierno de la que formaba parte el general Ríos Montt, otro de triste recuerdo y a quién, después de otro golpe de Estado, sucedió otro general, Mejía Víctores, quien gobernará el país entre 1983 y 1986. Mejía continuará con el hostigamiento y el asesinato de dirigentes populares, pero el suyo fue el último gobierno militar de Guatemala: convocó a una Asamblea constituyente y a elecciones generales en noviembre de 1985, con lo que se restauró formalmente la democracia -aunque siguió tutelada por los militares-. En enero de 1986, un civil, Vinicio Cerezo, ganó las elecciones y se hizo cargo de la presidencia.
Debo contar que aquel mismo año viajé a Guatemala y atravesé buena parte del país en autobús. Parte de mis impresiones sobre aquel viaje quedaron recogidas en la novela “Los dioses de la sombra juegan pelota”. Lo que mejor recuerdo: las nada menos que seis o siete veces en las que el ejército nos hizo bajar a todos los ocupantes del bus que cubría el trayecto desde la ciudad de Guatemala hasta Flores, en el Petén. Nos colocaban con las piernas abiertas, brazos en alto y manos apoyadas en la carrocería de aquel armatoste y nos chequeaban a conciencia. ¿En busca de armas o simplemente para amedrentar a la población? Y lo otro que más recuerdo era el silencio de los indígenas, su desconfianza ante el hombre blanco o mestizo. Y, desde luego, no era para menos.
La guerrilla continuó actuando hasta 1996, cuando se firmaron los “Acuerdos de paz” que pusieron fin a un conflicto que había durado 36 años. El informe: “Guatemala, nunca más”, presentado por el obispo Girardi, cabeza de la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala, denunció al ejército y a los paramilitares como responsables del 93 por ciento de las 250 mil muertes que se registraron durante aquel período. El 3% correspondió a la guerrilla y el resto quedó sin esclarecer. A los dos días de la presentación del informe, el obispo Girardi fue asesinado. ¿Quién ordenó su ejecución?
Las razones que llevaron a la firma de los mencionados acuerdos de paz, el doble asesinato del obispo Girardi, lo sucedido en las últimas décadas en este impenetrable país y su situación actual, herencia de todo lo narrado, bien merecen un nuevo artículo.