9 de marzo 2020
En 1990, por segunda vez en la historia de Guatemala, se produjo el traspaso del bastón de mando de un presidente elegido democráticamente a otro: Vinicio Cerezo cedió el poder a Jorge Serrano Elías. La primera había sido en 1950, como narra Vargas Llosa en “Tiempos recios” y como repasamos en Guatemala enigmática y desconocida, cuando Juan Jacobo Arbenz sucedió a Juan José Arévalo. La población guatemalteca tuvo que esperar 40 años para disfrutar de algo que debiera ser tan natural como sentirse en libertad sin sufrir amenazas.
Los Acuerdos de Paz
A Jorge Serrano Elías, un presidente que no estuvo a la altura de las circunstancias, le sucedió en 1993 Ramiro de León Carpio, quien había sido Defensor del Pueblo y mantenido una actitud de denuncia ante los abusos gubernamentales. De León Carpio dio otro impulso a los procesos de paz entre el Gobierno y la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG), principal fuerza de la guerrilla, aunque quien acabaría firmando los “Acuerdos de Paz” sería su sucesor, Álvaro Arzú, el 29 de diciembre de 1996. Los “Acuerdos” terminaron con 36 años de enfrentamiento que dejaron 250 000 muertos -el 93% producido por el Ejército y los paramilitares-. Nada menos que un 4% de la población guatemalteca.
Como antecedentes a los Acuerdos de Paz hay que recordar los “Acuerdos de Esquipulas”, firmados nueve años antes por todos los presidentes centroamericanos con el fin de establecer una “paz firme y duradera” en la región. Latinoamérica y Europa -espoleada esta por Alemania y España- apoyaron activamente una solución negociada que pusiera fin a la crisis del área, a pesar de colocarse así frente a EE. UU., que pretendía la derrota del sandinismo y la de las guerrillas salvadoreña (FMLN) y guatemalteca (URNG) al coste que fuese.
Pero los Acuerdos de Paz guatemaltecos fueron bastante más allá que los de otros países, pues se ocuparon de las raíces del conflicto y no solo de sus consecuencias. Además, se abrieron a la participación de la sociedad civil, reconociendo así intereses distintos a los del Gobierno y la guerrilla y evidenciando injusticias soportadas durante décadas -o siglos, según de lo que hablemos- por la población. También concitaron un amplio apoyo internacional, con el involucramiento del secretario general de Naciones Unidas y un “grupo de países amigos” -entre ellos, España- que sirvieron de “testigos solemnes”.
Del alcance de los Acuerdos da fe el hecho de que se firmaron doce y que incluyeron asuntos tan diversos como los socioeconómicos, la clarificación del pasado -con la constitución de una “Comisión para el Esclarecimiento Histórico (CEH)”-, la identidad y derechos de la población indígena, el reforzamiento del poder civil y el rol del Ejército -se acordó su reducción y una limitación de su mandato constitucional-, los derechos humanos, o la incorporación de la URNG a la legalidad. La idea central era resolver el conflicto y cambiar las políticas que lo habían provocado por lo que incluyeron el aumento de los ingresos fiscales, la modernización del gasto público y de la Administración, la mejora de la salud y educación y una mayor equidad en el campo, entre otros muchos aspectos.
Una vez firmados, era muy legítimo hacerse esta pregunta: ¿había llegado por fin el momento de justicia, paz y prosperidad que el común de las gentes guatemaltecas anhelaba?
El doble asesinato de Monseñor Gerardi
La respuesta fue un brutal “no”. El 26 de abril de 1998, año y medio después de la firma de los Acuerdos y tan solo dos días más tarde de la presentación pública del informe “Guatemala nunca más” elaborado por la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala, el obispo Juan Gerardi, fundador de la misma, fue asesinado. Quedaba claro que el cumplimiento de los Acuerdos y la reconciliación entre los guatemaltecos contaría con enemigos poderosos.
“Guatemala nunca más”, además de propugnar medidas de reparación para las víctimas, denunciaba más de 400 masacres documentadas -cifra que la CEH elevó a 626- en las que se había buscado el exterminio de las comunidades mayas; también recogía violaciones, torturas, desapariciones, la existencia de cárceles y cementerios clandestinos… y se refería a los centenares de miles de exiliados y refugiados y a los 200 000 huérfanos que la guerra había provocado. Nueve de cada diez víctimas habían sido civiles, en su mayoría indígenas.
Gerardi no era una víctima cualquiera, y no solo por su condición de obispo. Había sido presidente de la Conferencia Episcopal de Guatemala y ejercido en el departamento del Quiché, donde denunciaba desde el púlpito las matanzas del Ejército y defendía el reconocimiento de las lenguas mayas. Amenazado de muerte, tuvo que exiliarse durante el Gobierno del sanguinario general Lucas García, en los años en los que el Ejército masacraba el departamento del Quiché y la Policía asaltaba la Embajada de España. Al terminar la presidencia de aquel tirano, en 1982, Gerardi regresó y continuó con su labor.
Insoportable para el régimen militar, Gerardi sufrió una segunda muerte después de su asesinato: la de su dignidad, pues desde las “cloacas” del “Estado Mayor Presidencial” se trató de desviar el móvil político del crimen hacia uno pasional, para embarrar así su figura y ocultar a los verdaderos autores. Se asistió entonces a una campaña de desinformación, falsificación de pruebas, acusaciones falsas… que se mantuvo incluso después de la sentencia que condenó al coronel retirado Byron Lima Estrada, exdirector de la inteligencia militar, y al capitán Byron Lima Oliva, su hijo, entre otros implicados, como autores del crimen. Tres años tardó en esclarecerse el asesinato y de la complejidad y peligrosidad del proceso da idea el hecho de que tres de los cuatro principales testigos tuvieron que abandonar el país para salvar sus vidas. Incluso quienes dictaron el fallo recibieron amenazas, optando algunos por el exilio.
Pero, ¿quiénes estaban detrás de la muerte de Gerardi? ¿Un simple coronel había tomado la decisión de asesinar a tan connotada una persona? No será fácil que se desvele el misterio. Un dato: al capitán Byron Lima Oliva, una vez condenado, se le permitía entrar y salir libremente de prisión y también dirigir negocios dentro de la cárcel, tanto legales -una fábrica de camisas- como ilegales -venta de móviles o tarjetas pre-pago a los demás presos…-. En 2016 fue asesinado, atribuyéndose su muerte a una pugna con otros reclusos por el control de las finanzas. Francisco Goldman en “El arte del asesinato político”, obra dedicada a desentrañar el asesinato del obispo, apunta indicios de que el general Otto Pérez Molina, quien llegaría a presidir Guatemala años más tarde, estaría involucrado en el crimen.
La práctica de desviar el móvil del asesinato político hacia crímenes comunes o pasionales no había sido infrecuente en Guatemala. Lo mismo había sucedido años atrás con Myrna Mack, una socióloga que recibió cinco puñaladas en el corazón. Recojo este caso en homenaje a su persona y también en recuerdo de Enrique Ortego, quien contó la historia en “El grito de la mariposa. Terror, resistencia e impunidad en Guatemala”. Ortego, un periodista español fallecido recientemente, vivía en Centroamérica desde comienzos de los 80.
Según el primer informe de los dos inspectores a quienes se encargó el “caso Mack”, el móvil del crimen fue su compromiso con la población civil indígena desplazada, un millón de personas, que huyeron del Ejército en lugares como el Quiché, las montañas de los Cuchumatanes o Cobán, ocultándose en lo más profundo de las serranías. Myrna propugnaba que debían poder regresar a sus tierras con garantías y con un estatus jurídico propio, como el de los refugiados, y sin la “tutela” del Ejército. El informe policial identificaba a uno de los asesinos, un tal Noel de Jesús Beteta, quién trabajaba para las “cloacas” del Estado Mayor Presidencial. Pero en un segundo informe, el que la Policía envió oficialmente al Ministerio de Gobernación, desapareció toda referencia al sospechoso y se concluía que el móvil podía haber sido el robo.
Hubo que esperar trece años, hasta 2003, para que se condenase a prisión al teniente coronel Juan Valencia Osorio, jefe de Jesús Beteta, como autor intelectual del crimen -quien, sin duda, “tapaba” a otros militares de mayor graduación-. En el camino, uno de los policías que había identificado a Beteta fue asesinado; el otro decidió exiliarse; se exilaron también los dos únicos testigos presenciales… y hasta se expatrió el juez que ordenó la apertura de diligencias contra los acusados del Estado Mayor Presidencial. El caso termina así: Valencia Osorio, después de una apelación al fallo, fue puesto en libertad aquel mismo año; la Corte Suprema de Justicia revisó el caso y ordenó de nuevo su captura, pero el individuo ya se había esfumado. En fin, quede al menos, como triste consuelo, que la dignidad de Myrna fue reivindicada.
La Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala
Además de la acción de Gerardi y su equipo, y del trabajo realizado por la CEH para esclarecer el período tenebroso que azotó a Guatemala desde el golpe de Estado contra Arbenz, otra labor encomiable la llevó a cabo la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG).
La CICIG se creó durante la presidencia de Óscar Berger Perdomo (2004-2007) por un Acuerdo entre el Estado guatemalteco y Naciones Unidas. Durante sus 12 años de mandato logró resultados sorprendentes en un país tan capturado por el crimen organizado y la corrupción: el procesamiento de más de 600 personas y unas 400 condenas. Con la CICIG nos situamos ya en la década actual y es lícito formularse de nuevo la pregunta: ¿había llegado al fin el momento que liberaría al pueblo guatemalteco del ocultamiento de los crímenes y delitos cometidos desde el Estado y de la impunidad con que se saldaban? La respuesta esta vez parecía afirmativa… hasta que se comenzó a investigar a las élites del país.
Veamos: a Berger Perdomo le sustituyó Álvaro Colom (2007-2012) y a este, a través de elecciones, el ya mencionado general Otto Pérez Molina (2012-15). Pero en 2015, la CICIG y el Ministerio Público guatemalteco pidieron el desafuero de Pérez Molina por delitos de cohecho, asociación ilícita y defraudación aduanera -en lo que se conoció como “Caso de la Línea”-. Bajo esos cargos y en medio de marchas multitudinarias contra el Gobierno, Otto Pérez fue desaforado en el Congreso, se vio obligado a dimitir y tuvo que presentarse ante los tribunales, siendo condenado a prisión. Su nombre apareció en otros casos de corrupción y en denuncias por violaciones de los derechos humanos durante su destino en los cuarteles del Quiché a comienzos de los 80. La detención de un presidente, en un país caracterizado por el ejercicio violento del poder, la injusticia social, la represión, la corrupción y la censura, puede calificarse de milagrosa.
Pero hay más: en 2016, después de que Alejandro Maldonado Aguirre sustituyera a Otto Pérez para acabar la legislatura, ganó las elecciones Jimmy Morales. Y la CICIG pidió también el desafuero de Morales por irregularidades en la financiación de su campaña. Morales decidió entonces terminar con el mandato de la CICIG. Nadie debía estar por encima de la ley, pero en Guatemala algunos lo estaban.
El presidente actual, Alejandro Giammatei, quien sucedió a Morales y quien, acusado de la ejecución extrajudicial de reos cuando dirigía el sistema penitenciario había llegado a cumplir prisión -sí, ¡parece una broma!-, ganó las elecciones en agosto de 2019 con un programa de “mano dura” contra la corrupción. Sin embargo, “paradójicamente”, mantuvo la decisión de prescindir de la CICIG, la que finalmente fue desmantelada en septiembre de 2019. En las elecciones ganadas por Giammatei no pudo competir Thelma Aldana, exfiscal general y partidaria de la continuidad de la CICIG, quien se había atrevido a perseguir a familiares de Jimmy Morales por adjudicaciones irregulares. El Tribunal Supremo Electoral la dejó fuera de los comicios después de que un juez ordenase su captura acusándola de una contratación irregular. La orden encontró a Aldana fuera del país y ya no regresó.
¿Y qué hizo EE. UU., actor siempre tan relevante en Centroamérica, respecto a la decisión de acabar con la CICIG? Pues no mucho. El Gobierno de Jimmy Morales era un firme aliado, tal vez más que ningún otro. Vean: fue el único que acompañó a Trump en su decisión de trasladar su embajada en Israel desde Tel Aviv a Jerusalén.
¿Cómo está Guatemala hoy, después de los casi 70 años que nos separan de la caída de Arbenz y después de las vicisitudes narradas? La respuesta la encontrarán en la próxima entrega.