11 de noviembre 2015
Usted no sabía, y no tenía por qué saberlo, la emoción que sentí cuando supe que comenzaría a trabajar en El Nuevo Diario. Era un muchacho que recién había terminado la carrera de Periodismo, que tenía una ambición enorme: quería comerme el mundo, doctor. Sabía que lo mío era esto, sin siquiera entender el “negocio”, pero sabía que no podía hacer nada más. Tenía 21 años. Entré a aquella redacción un 19 de julio –qué fecha, ¿no?, algo debía significar– cuando los veteranos periodistas estaban preparando la cobertura del acto oficial de la celebración de la Revolución Sandinista.
Llegué con la boca abierta. ¡Así es que eso era una redacción! Y ese día, al final de la tarde, entró usted. Llegaba a coordinar la portada del día siguiente. Se encerró en aquella oficina de madera, que crujía al caminar, con los editores del turno, y planificaron la portada. No recuerdo el titular, pero sí recuerdo que estaba embobado en aquel mundo de papel. Desde ese día supe que ese era mi mundo. Estuve tres años en la redacción y recuerdo con cariño la maravilla de los jóvenes periodistas aquellos con los que me junté, que comentábamos con admiración sus titulares, su agudeza de viejo zorro de la profesión, su valentía, su compromiso. Usted nos marcó para siempre. Intento hacer el periodismo que vi en usted, un periodismo, repito, valiente y comprometido.
Lo admirábamos como lo que era: el maestro venerado. Llegábamos a su oficina a preguntar, a buscar consejo, a entender por dónde podíamos comenzar aquella nota del día. Usted no supo, y no tenía por qué saberlo, la emoción aquella que sentí cuando vi mi nombre escrito en la nota a ocho columnas que abría la edición de El Nuevo Diario. Era la época de Enrique Bolaños –no tan mal Presidente, hay que decir, pero lleno de errores– y el país estaba conmocionado –no es raro en este paísito que nunca está quieto– y yo desconcertado. Se discutía el Presupuesto General de la República. El Frente Sandinista boicoteaba las propuestas presidenciales y el joven reportero, sin entrenamiento, se pasaba horas en los pasillos del Ministerio de Hacienda, llegaba tarde a la redacción, se sentaba en blanco –o negro, porque las computadoras eran viejísimas y usábamos el sistema operativo “MS-DOS” –, temiendo aquel grito que salía de su oficina: Caaaarlos Saaaalinas… Y aquel cariñoso “hijo” con el que preguntaba qué había. Recuerdo que se paseaba con las manos entrelazadas en la espalda. Recuerdo que se encerraba y escribía. Y de aquella encerrona salía el titular del día siguiente, desafiante, combativo, el que marcaba la pauta de la realidad nacional. Lo escribía a máquina, sacaba el papel del rollo, y lo ponía en el escritorio del periodista. Ahí estaba. Por ahí iba la noticia. ¡Cuántas veces lo viví! “El Estado soy yo”, tituló una vez cuando Bolaños, en un raro intento de valentía presidencial, decretó emergencia económica. Y todos nos reímos de aquel titular.
Era un verdadero placer quedarse hasta tarde en aquella redacción. Esperar la portada, asomarse a “El Chino”, el diagramador, para ver cómo había titulado el “doc” la nota principal. Era un orgullo salir de su oficina triunfante, sabiendo que había escogido nuestra nota para “las ocho columnas”. Y son memorables en mi cabeza los tragos al cierre de la edición, cuando usted se iba a casa tras cerrar la portada del diario y nosotros a los bares, a discutir sus titulares, hablando de periodismo con los colegas, emocionados, apasionados, sintiéndonos los amos del mundo.
¡Qué días, doctor! Aquellos días tan felices. Ese es el periodismo que yo conocí gracias a usted, al diario que fundó y que hizo escuela. Hoy ese diario es otra historia. Ese periódico no es mi periódico. Pero guardo aquellos días cuando aprendí, a punta de muchos errores, pero sobre todo gracias a sus consejos, a hacer periodismo, al lado de un maestro como usted. “No hijo, no es así”, nos decía. Y aunque muchas veces no estábamos de acuerdo con el enfoque, siempre respetamos su criterio. Gracias, maestro, por enseñarme periodismo. Su coraje, su valentía, su compromiso, su ética, sus valores, los llevo dentro de mí y en el día a día de mi profesión. Nada puede contra ellos. La redacción sigue al pie del cañón, doctor. Una generación a la que usted enseñó no dejará jamás que el periodismo de este país claudique. Se lo prometo.