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¿Ganará el fascismo las elecciones estadounidenses?

La estrategia de Trump de socavar las normas democráticas y la legitimidad de las elecciones causa escalofríos

Foto: EFE/EPA/CRISTOBAL HERRERA-ULASHKEVICH | Confidencial

Federico Finchelstein

6 de noviembre 2020

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NUEVA YORK – Muchos estadounidenses pueden dilucidar que votar por el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, equivale a respaldar el nacionalismo blanco y el tipo de pensamiento mágico y conspiracionista que niega amenazas reales, como por ejemplo la pandemia y el cambio climático. Pero también hay que reconocer que el hecho de no votar contra Trump en las elecciones de este año se constituye en una forma de colaboración con un ataque a la democracia que ya se encuentra en marcha.

Hoy en día, Estados Unidos está amenazado no sólo por el autoritarismo sino también por el fascismo, que opera como un culto explícitamente antidemocrático centrado en torno a un líder que promete la restauración nacional frente a la humillación supuestamente causada por las minorías, los liberales y los marxistas. Puesto que el fascismo glorifica la violencia y la militarización de la política, debemos ser cautelosos ante el hecho de que Trump se ha negado a comprometerse con una transferencia pacífica del poder. Incluso si su uso habitual de retórica antidemocrática es simplemente una táctica para desviar la atención de su fracaso en la gestión de la pandemia COVID-19, ese lenguaje de un líder electo es muy peligroso y debería ser sorprendente para los ciudadanos en cualquier democracia.

Pero muchos estadounidenses no están sorprendidos en absoluto. Al hacer que la ideología y el discurso antidemocráticos sean percibidos como normales, Trump también ha normalizado, crecientemente, el régimen autoritario. Por esta razón, se debe tomar conciencia de que estos comicios son una lucha por la supervivencia de la propia democracia estadounidense. La estrategia de Trump de socavar las normas democráticas y la legitimidad de las elecciones causa escalofríos al traer a la memoria la destrucción de las democracias latinoamericanas en las décadas de 1960 y 1970, cuando los autócratas fabricaron un ambiente en el que actos que antes se consideraban ilegales se convertían repentinamente en la nueva noma.

Sin duda, mientras que el fascismo suele ofrecer una gran visión de “restauración nacional”, Trump no tiene tal visión de la que pueda hablar. Pero eso no significa que Estados Unidos esté a salvo del fascismo. Los ataques de Trump a la democracia son una respuesta a los desafíos a los que se enfrenta el culto a su personalidad, tanto el desafío que presenta la movilización a nivel nacional de resistencia contra su pilar ideológico principal, el nacionalismo blanco, y el desafío proveniente desde el Partido Demócrata, que parece estar más unificado que nunca.


Estas dos amenazas no están coordinadas, como diría la propaganda trumpiana que están. Pero han creado un pretexto para que Trump implemente el manual fascista de manera aún más agresiva que antes. Al igual que los movimientos fascistas clásicos del pasado, esta nueva y más peligrosa fase del trumpismo cuenta con una campaña que ha duplicado la apuesta en el liderazgo mesiánico, la incitación a la violencia y los ataques abiertos al orden constitucional.

En esta etapa, el culto a la personalidad de Trump ha prescindido completamente de la necesidad de planes y propuestas reales (de hecho, el Partido Republicano, que ahora controla Trump, ni siquiera se molestó en ofrecer una plataforma de políticas para las elecciones). Trump encarna lo que sus partidarios quieren, incluso cuando ellos mismos no saben qué es lo que quieren. Esto es muy típico de los líderes fascistas, que suelen fungir como una figura paterna para aquellos susceptibles al atractivo de una personalidad autoritaria. Como padre de la nación “MAGA”, Trump decide lo que es mejor para sus hijos, y es esta autoridad patriarcal la que proporciona el justificativo para la violencia, las mentiras e incluso la dictadura.

En este contexto, otras formas de autoridad (ya sean científicas o legales) son vistas por un aspirante a líder fascista como amenazas directas. No es de extrañar que Trump responda inmediatamente con ira cuando Anthony Fauci, el principal experto en enfermedades infecciosas de Estados Unidos, lo contradice. Cuando el propio Trump se enfermó de COVID-19, aprovechó la ocasión no como una llamada de atención para entrar en razón sobre la pandemia, sino utilizó su enfermedad como una oportunidad para demostrar su fuerza física (con la ayuda de poderosos esteroides). Por la misma razón, las demostraciones de fuerza, dominación y violencia por parte de los partidarios del líder fascista son debidamente recompensadas, especialmente cuando violan claramente las normas y sobrepasan los límites civilizados, como por ejemplo, cuando Trump indultó a Eddie Gallagher, miembro de las Fuerzas de Operaciones Especiales de la Marina de EE.UU., quien había sido condenado por atroces crímenes de guerra.

Finalmente, con Trump ocupando la posición del padre, hay una fuerte dimensión religiosa en el trumpismo. En este contexto, no se deben tomar a la ligera las cínicas y torpes demostraciones de religiosidad de Trump. Cuanto más lo consideren sus seguidores como una especie de autoridad divina, más justificados se sentirán al usar la violencia para defenderlo. Los civiles armados que amenazan e incluso disparan a los manifestantes en las calles no están “defendiendo la propiedad”. Más bien, están reclamando el derecho de usar la violencia contra los enemigos de Trump, su líder. El uso de fuerzas federales, estatales y locales contra los mismos manifestantes se considera justificado – incluso cuando es ilegal – para defender un orden que empieza en la cima.

Con la proximidad del día de las elecciones, Trump ha elevado el riesgo de fascismo. Él retrata rutinariamente a quienes se le oponen en términos descaradamente racistas, y su administración ha sobrecargado su maltrato a los inmigrantes bajo su control, incluso al permitir supuestamente que una “pandemia silenciosa” se propague a través de un centro de detención de inmigrantes en Georgia. La conexión entre los inmigrantes y las enfermedades es una metáfora familiar en la propaganda fascista, al igual que la estrategia de hacer realidad la propaganda, como hicieron los nacionalsocialistas en los guetos de Europa en la década de 1930.

Trump también ha intensificado su campaña para socavar la confianza del público en las instituciones electorales. En este punto, ha construido echando mando del largo historial de esfuerzos por parte de los Republicanos para privar del derecho al voto a los afroamericanos y la aplicación de “gerrymandering”, la manipulación de las demarcaciones de las circunscripciones electorales para reducir el peso de los votos en centros urbanos más diversos y de tendencia izquierdista.

El objetivo de todo esto es evitar la posibilidad de una derrota electoral alegando que una amplia camarilla antidemocrática de élites de medios de comunicación está “amañando” el sistema para bloquear la voluntad del pueblo. Como hemos visto, ninguna cantidad de evidencia empírica puede convencer a los partidarios de Trump sobre que las afirmaciones de fraude electoral de su líder son falsas. La verificación de datos por parte de los medios de comunicación convencionales es fácilmente desestimada como una conspiración más urdida entre las élites enemigas del pueblo.

Si los primeros resultados comunicados el día de las elecciones apuntan a una derrota de Trump, esa será su última oportunidad de sacar provecho de la fe de sus seguidores, al traducir un escepticismo largamente cultivado sobre el proceso electoral en nuevas amenazas físicas, lo que podría generar una crisis en la que Trump afirmará que él se encuentra por encima de la ley. Si Trump no acepta una derrota electoral, no tendrá otro lugar a dónde recurrir que no sea hacia una forma de autoritarismo claramente fascista.

Sólo una victoria clara y concluyente por parte de Joe Biden puede hacer que lo antedicho resulte mucho más difícil de lograr. La implicación es clara: no votar en contra del culto a Trump no es para nada algo distinto a unirse a dicho culto.

*Este texto fue publicado originalmente en Project Syndicate. Traducción del inglés: Rocío L. Barrientos


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Federico Finchelstein

Federico Finchelstein

Historiador argentino, graduado en la Universidad de Buenos Aires, con doctorado de la Universidad de Cornell. Es​ profesor en la New School for Social Research y en el Eugene Lang College de Nueva York.

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