1 de febrero 2016
El expresidente Francisco Flores ha muerto. Con su deceso grandes interrogantes quedan sin respuesta. Su inesperado fallecimiento a temprana edad no permitió que una mente tan brillante como la suya pudiera dejar un testimonio de primera mano de sus experiencias políticas, una autobiografía en la que aun las decisiones personales, que sin duda dejaron huella en la vida nacional, pudieran ser narradas en primera persona.
Electo presidente sin haber cumplido aún los 40 años de edad, después de una audaz autoproclamación como candidato de su partido cuando era presidente de la Asamblea Legislativa, se esperaba de él, como de un Rey Sabio, una diferente y exitosa gestión de gobierno. Sin embargo en el momento de su muerte solo se le recordaba por la dolarización de la economía y por un cuestionable manejo de la ayuda internacional durante los terremotos de 2001.
Paco, como se le conocía popularmente, fue un joven filósofo con estudios de sociología, graduado de prestigiosos colleges de New England, donde cultivó su amistad con el príncipe Alberto de Mónaco. Yerno del mártir de la derecha salvadoreña José Antonio Rodríguez Porth, asesinado durante la guerra civil, e hijo de un prominente abogado, el Dr. Ulises Flores, ambos profesionales vinculados a la luchas cívicas de los años 50 y 60, su ascendente le brindaba a Paco las credenciales suficientes para entrar por la puerta ancha a la política nacional. Lo hizo desde la plataforma conservadora del partido Arena. Su proyecto económico se orientaba a potenciar al sector financiero, que como fracción hegemónica de la clase dominante en El Salvador necesitaba dar el salto a la globalización que antes habían intentado sus predecesores en la presidencia, Armando Calderón Sol y Alfredo Cristiani.
De no haber sido por la denuncia en su contra que hizo el expresidente Mauricio Funes, sobre un ROS (reporte de operación sospechosa) emitido por el departamento del Tesoro de los Estados Unidos y mantenido en secreto por años en la Fiscalía General de la República, en el cual se informaba al gobierno de El Salvador sobre la trasferencia de 10 millones de dólares por parte del gobierno de Taiwan mediante cheques emitidos a nombre de Francisco Flores, Paco sería hoy otro presidente más, recordado sin pena ni gloria. Su retrato estaría colgado en la galería de expresidentes y su nombre no pasaría de ser tan común y mimetizado en el folclore político como sus apellidos, Flores Pérez.
Pero esta denuncia, que Funes realizó con buena o mala intención, solo él sabe, permitió, gracias a la valiente actitud de un joven fiscal que se negó a seguir manteniendo oculto el ROS, que se abriera un expediente inédito y muy sui generis, y se activaran dormidos mecanismos institucionales legislativos, de la FGR y del Órgano Judicial. Como corolario adicional, el país ha sido objeto de sanciones por parte del Gobierno de Estados Unidos, por el uso “indebido” de aquel documento. Con este caso, Paco pasó de la penumbra inmerecida a las primeras planas de todos los medios; no como él habría deseado —siendo el Secretario General de la OEA o con algún destacado proyecto de su Fundación Internacional para la Libertad—, sino como el primer presidente de El Salvador indiciado penalmente por corrupción.
La Asamblea Legislativa, con base en sus atribuciones constitucionales, integró una comisión especial que lo llamó a declarar. Los miembros de dicha comisión —con el denominador común de un fuerte subjetivismo en contra del exmandatario— intentarían incriminarlo en uno o varios ilícitos penales por el manejo de esos 10 millones.
En la primera audiencia ante los diputados, Paco, consciente de que iba al altar de su sacrificio, donde los sumos sacerdotes se alistaban para ofrecerlo al dios Moloch, quiso pasar de presa a cazador. Observó, analizó y midió a los kohanim de turno, y considerando que la estatura moral y capacidad intelectual de sus contendientes no competían con la suya, pretendió jugar con ellos, mofarse de ellos, y con una imborrable y sarcástica sonrisa, en una trasmisión en vivo que el canal televisivo de la Asamblea Legislativa tenia al aire en directo, aceptó la receptación de los 10 millones y, sin meditar las consecuencias —¡ah, soberbia imprudente!— dijo que había recibido de Taiwan mucho más dinero, 15 o 20 millones de dólares. A confesión de parte relevo de pruebas, dicen los abogados. A partir de ese momento su suerte estaba echada. Toda la novela jurídico-política que se abrió a partir de ese momento quedará para los anales del historicismo judicial y la teoría de las conspiraciones políticas. Para Paco Flores, en ese preciso momento, se reabrió la puerta de la historia: su nombre ya no sería el de un presidente más.
Francisco Flores ha muerto. Los hechos que se sucedieron durante los dos años que duró su calvario judicial dieron al país la oportunidad de inaugurar una nueva etapa en su vida republicana.
Para la mitad de la opinión pública, haber procesado y encarcelado a un expresidente de la República por delitos de corrupción sienta el precedente que hacía tanta falta en el combate contra este flagelo, que ha invadido todas las esferas de la vida nacional. Gracias a la impunidad de corruptos y corruptores, en El Salvador se ha generado una subcultura donde al corrupto se le reconoce socialmente, se admira su estilo de vida y se le vuelve un modelo a seguir.
Para la otra mitad, Paco fue le bouc émissaire que pagó por los delitos (suyos y de otros) de un colectivo político; un hombre que se llevó a la tumba los nombres de las personas que colaboraron en la apropiación indebida, el hurto o la malversación de esa ayuda que venía para el país y cuyo destino y manejo final, con más morbo que legitima curiosidad, la población ansiaba conocer. Por tanto, Paco fue víctima de su tiempo y sus circunstancias.
Para nosotros, Francisco Flores no es ni héroe ni villano. Se fue antes de que cualquiera de ambos calificativos se grabara en su frente. La historia no lo absolverá ni lo condenará. Queda en un piadoso limbo donde espera a que los salvadoreños, hoy divididos en torno a su figura, podamos encontrar el camino correcto, ese que él mismo quiso pero no pudo mostrarnos (¿o pudo y no quiso hacerlo?). Ese camino que, venimos insistiendo, está indicado en las ideas del Consenso Traslapado de John Rawls.
Paco, habiendo estudiado en New England, conocía perfectamente a Robert Frost. Por eso al momento de tomar posesión de su mandato como Presidente citó las palabras del poeta inmortalizadas en The Road Not Taken (El camino no elegido). Hoy se las recordamos con todo respeto:
“Dos caminos se bifurcaban en un bosque y yo,
yo tomé el menos transitado,
y eso hizo toda la diferencia.”
Paz a sus restos y solidaridad con su familia en este triste y doloroso momento.
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Félix Ulloa es doctor en Derecho. Exmagistrado del Tribunal Supremo Electoral, fue miembro de la Comisión Política del desaparecido Movimiento Nacional Revolucionario de El Salvador.
Texto publicado originalmente en El Faro.