3 de junio 2024
Mientras en Nicaragua el debate y la tensión gira en torno al futuro político del país frente a la radicalización y consolidación de la dictadura, sucesión dinástica, intransferibilidad del poder, o como se quiera llamar la permanencia violenta de la familia Ortega Murillo en el Gobierno, grupos cívicos pelean por espacios políticos de tipo partidista y electoral. Es ir a contramarea, repetir la historia como dice Oscar René Vargas en su artículo reciente, o mirar “para el icaco", como menciona Enrique Sáenz.
Es bizarro.
El proceso político desde el civismo democrático empieza en casa, con la interiorización y práctica de los valores, y el rechazo a los referentes del pasado que crearon dictaduras y represión. Quienes hablan de organizar una oposición apoyada en “familias políticas” o ideológicas, ignoran una realidad de la historia de Nicaragua en la que una taxonomía de partidos políticos con base en la noción de raíz ideológica es incoherente, ya que la tendencia histórica muestra que lo que ha preponderado es el control y la imagen de un caudillo sobre el ideario político de un partido.
Además, pensar que la resistencia política quede en manos de partidos o miembros de “familias políticas” es subestimar la realidad de que los movimientos sociales han sido históricamente los más contestatarios del estatus quo y esto los convierte en una fuerza política antihegemónica dentro del sistema político. Además, la realidad política en la calle desde 2019 y después de 2021, no reconoce al sistema de partidos como un actor político viable. Finalmente, la membresía de la mayoría de las bases autoconvocadas y líderes cívicos no tiene afiliación a una “familia política” sino a una consideración de lucha de resistencia política contra el régimen amparada en estándares democráticos y no en convicciones partidistas.
En Nicaragua, hay ausencia de “familias políticas” y abundancia de caudillos
La historia de los partidos políticos está plasmada de un origen y una lucha entre liderazgos caudillistas y fuerzas disidentes al interior del movimiento político, y al exterior con movimientos sociales desafiando ambas fuerzas. La trayectoria histórica no refleja continuidad democrática de algún partido desde fines del siglo XIX al presente. Más bien hay cortes históricos en los que los partidos aparecen, desaparecen y reaparecen con otra identidad a través de un nuevo líder. Igualmente, la noción ideológica de un liberalismo, socialismo, conservadurismo, y otros ‘ismos’ es muy adulterada, con pocas diferencias en el enfoque programático, y aparece más como excusa para diferenciarse entre un fulano y un zutano.
El liberalismo en Nicaragua, aunque surge desde principios del siglo XIX, puede haberse formalizado con el Partido Liberal Nacionalista (1912-1979) en gran medida con la dinastía Somoza, partido desafiado originalmente por el Partido Liberal Independiente en 1944, hasta que el PLN desaparece en 1979 con la revolución sandinista. De alguna forma, exmiembros del PLN reaparecen después de 1990 dentro el Partido Liberal Constitucionalista (PLC). nacido en 1968 como una disidencia liberal del somocismo. El PLC es capturado por el caudillo Arnoldo Alemán, antisandinista y exsomocista, situación que conlleva de nuevo al PLI a plantear la lucha como alternativa a la hegemonía liberal del PLC hasta 2006, y deslegitimarlo finalmente ante el colaboracionismo con el FSLN. El liberalismo disidente pasa a conformar iteraciones alternativas (ALN, APRE) y eventualmente se reconforma nuevamente en el PLI, hasta 2017 en que se crea el partido CxL como una versión renovada, menos recargada de caudillos, y con una agenda política más a la derecha que liberal en ideología y sin arnoldismo.
En gran medida, la historia ‘liberal’ en Nicaragua incluye contradicciones ideológicas, decisiones y acuerdos antidemocráticos en diferentes momentos, en donde el caudillo prevalece (Somoza, Alemán) o el movimiento político desaparece o sucumbe a un caudillo. Lo ideológico ha estado subordinado al personalismo del jefe político caudillo. Ningún partido aboga por una agenda política de naturaleza liberal, sino por una victoria electoral al mando de un líder que se ofrece como ‘liberal’. A nivel programático no hay una orientación ideológica, y en muchos casos sus miembros y líderes manifiestan una fuerte relación con autoridades religiosas católicas. Lo que diferencia la legitimidad dentro de todos los políticos es el ámbito de apoyo que logran obtener de la élite económica del gran capital, la cual no tiene ideología, sino herencia e intereses políticos.
Aparte del liberalismo, el movimiento sandinista de tendencia fidelista, marxista y socialdemócrata, ha prevalecido desde finales de los años setenta y se convierte en partido hegemónico o único en los ochenta; principal partido opositor entre 1990-2007, y partido gobernante, gradualmente totalitario, desde 2007 al presente. Es un partido cooptado por la estructura familiar de Daniel Ortega y Rosario Murillo, que gradualmente fue desplazando fuerzas disidentes a su interior desde la derrota electoral de 1990, y que ocurre después de la ruptura en 1994, con la eventual creación del Movimiento Renovador Sandinista de tendencia socialdemócrata.
La lógica del partido es de subordinación al caudillo y a la familia Ortega-Murillo, dentro de una modalidad clientelar a cambio de favores políticos y económicos a su base y su dirigencia. El FSLN sostiene una plataforma política que carece de un plan concreto de política social, que no va más allá de subsidios que facilitan el clientelismo. Su plataforma organizativa es consistente con los mandatos del clan familiar. Mientras tanto, Unamos es un partido que refleja las contradicciones causadas por la revolución misma: un grupo de exsandinistas que rechaza la hegemonía de Ortega y denuncian su amenaza, proclaman su adscripción a la socialdemocracia, pero en su mayoría tampoco renuncian a la historia y/o reconocen públicamente las contradicciones y abusos de la revolución sandinista.
Estas versiones de liberalismo y sandinismo han gravitado en el poder desde 1980, sin que terceros partidos logren mantener más del 5% en una elección. El conservadurismo que se jacta de ser un partido político mayoritario, dejó de ser una corriente política de masas después de la masacre de enero 1967 y al pacto Kupia Kumi en 1971, y desde la época de la dinastía Somoza ha operado como cómplice, colaboracionista e ideológicamente neutral. Conservadores han transmutado o transfugado a filas sandinistas, liberales, y socialdemócratas, y en varias ocasiones han pactado con Somoza o con el FSLN. Desde 1990 no han logrado porcentajes significativos en una elección superiores al 5%.
El rol de los movimientos sociales
Aparte de esa presencia de partidos convulsos y cómplices, los períodos más emblemáticos de la política nicaragüense desde 1990 al presente han sido liderados por movimientos sociales o por el periodismo independiente. La lucha por la prevención del pacto de 1999 para crear una coexistencia de bipartidismo entre el PLC y el FSLN, es liderada por organizaciones cívicas, como Grupo Fundemos, Ética y Transparencia, Movimiento por Nicaragua, Movimiento Autónomo de Mujeres, Movimiento Puente, Hagamos Democracia, entre otros. Ha sido una lucha difícil de coexistencia con los vehículos electorales y legislativos, porque no hay de otra.
De igual forma, la denuncia al pacto entre el régimen sandinista con el sector privado desde 2009, es realizada por movimientos sociales y no por un liderazgo de los partidos políticos. Los fraudes electorales del 2011 y 2016 son rechazados por una combinación de actores, cívicos y políticos, incluyendo organizaciones que formaron parte de las comisiones de la sociedad civil (CONPES) eliminadas por Ortega y Murillo, que impusieron los Comités del Poder Ciudadano para sustituir el pluralismo dentro de la sociedad civil por el control político de la familia dinástica.
La lucha política que desemboca en la Rebelión de Abril 2018, y el manejo de los acuerdos alrededor de marzo de 2019, también están en manos de movimientos cívicos autoconvocados que se constituyen en torno a la Alianza Cívica por la Justicia y la Democracia (ACJD), y la Unidad Nacional Azul y Blanco (UNAB), y en particular por la movilización masiva de los “sin partido”.
En una encuesta realizada en 2019, los movimientos cívicos eran más reconocidos y apoyados por los nicaragüenses que los partidos de forma significativa. Desde mediados de 2021, la configuración política en Nicaragua carece de un sistema de partidos opositores, sino que está integrada por organizaciones cívicas democráticas con fines de resistencia política hacia una transición democrática por la vía electoral. En general, la sociedad nicaragüense en su gran mayoría no cree en ningún partido político y especialmente después de la farsa electoral del 2021.
Por ello, es imperativo reconocer que las organizaciones de la sociedad civil han mostrado mayor capacidad de gestión de desarrollo económico y social de forma consistente en torno a las necesidades de los nicaragüenses.
Desde la década de los 90, la representación de las oenegés se consagra con su agenda de desarrollo, su cobertura geográfica. Además, su capacidad de influencia ha sido históricamente mayor que la de cualquier partido político, con la excepción del FSLN y la Iglesia católica.
En honor a la democracia
En consecuencia, un movimiento cívico democrático antidictatorial debería empezar por definir sus compromisos con la democracia, y no con una afiliación político ideológica. De igual forma, su perspectiva debe responder al sentimiento del nicaragüense hoy en día, que gira en torno a luchar contra la corrupción y captura de estado, resolver el desempleo, y crear mejores oportunidades para la población.
La alternativa democrática es la lucha política estratégica, no una opción electoral anulada desde 2021, la cual solo puede relanzarse una vez que haya cumplido con hitos mínimos que incluyen debilitar la dictadura, eliminar el andamiaje legal que ha criminalizado la democracia y sus ciudadanos (Ley de Soberanía, Agentes Extranjeros, Ciberdelitos, Protección al Consumidor Financiero, Electoral, y partes de los códigos penales), y suspender el estado policial.
La lucha política tiene que enfrentar dos realidades relacionadas: por un lado, en 2024, los principales problemas que preocupan al nicaragüense promedio son el desempleo y el costo de la vida, la corrupción, la falta de oportunidades, migración masiva, y la cultura del miedo. Al mismo tiempo, Ortega y Murillo reflejan una acumulación de poder en la que hay un desgaste de sus partidarios que creen en el ejercicio de la autoridad por la fuerza, la corrupción, y una historia de impunidad.
La salida no reside en las disputas electorales imaginarias de las “familias políticas” sino en relanzar la resistencia política de la mayoría política azul blanco, autoconvocada, en torno a una hoja de ruta cívica a partir de tres ejes: desmoralización de la dictadura al interior del país y recuperación del espacio cívico, incentivar la disidencia dentro del círculo de poder, e incrementar la presión política externa. La resistencia política es impostergable como precondición a cualquier salida político electoral.