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Excepcionalismo norteamericano en la era Trump

Por ser las dos economías más grandes del mundo, Estados Unidos y China están condenados a una relación que debe combinar competencia y cooperación

Con sanciones de Estados Unidos "a Daniel Ortega le está diciendo que no ha desaparecido del radar"

Joseph S. Nye, Jr.

11 de junio 2020

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En mi estudio reciente de 14 presidentes desde 1945, Do Morals Matter, llegué a la conclusión de que los norteamericanos quieren una política exterior moral, pero han estado divididos respecto de lo que eso significa. Los norteamericanos suelen creer que su país es excepcional porque definimos nuestra identidad no por la etnicidad sino más bien por las ideas sobre una visión liberal de una sociedad y un estilo de vida basados en una libertad política, económica y cultural. La administración del presidente Donald Trump ha roto con esa tradición.

Por supuesto, el excepcionalismo norteamericano enfrentó contradicciones desde el principio. A pesar de la retórica liberal de los fundadores, el pecado original de la esclavitud quedó registrado en la Constitución de Estados Unidos en un acuerdo que permitió la unión de los estados del norte y del sur.

Y los norteamericanos siempre han discrepado respecto de cómo expresar valores liberales en la política exterior. El excepcionalismo norteamericano a veces fue una excusa para ignorar el derecho internacional, invadir otros países e imponer gobiernos a su pueblo.

Pero el excepcionalismo norteamericano también ha inspirado esfuerzos internacionalistas liberales para un mundo más libre y más pacífico a través de un sistema de derecho y organizaciones internacionales que protege la libertad doméstica moderando las amenazas externas. Trump les ha dado la espalda a ambos aspectos de esta tradición.


En su discurso inaugural Trump declaró: “Estados Unidos primero… Buscaremos la amistad y la buena voluntad de las naciones del mundo, pero lo hacemos con la conciencia de que todas las naciones tienen el derecho de anteponer sus propios intereses”. También dijo “no aspiramos a imponerle nuestro modo de vida a nadie, sino hacerlo brillar como un ejemplo”. Tuvo un buen argumento: cuando Estados Unidos marca un buen ejemplo, puede aumentar su capacidad de influir en los demás.

También hay una tradición intervencionista y de cruzada en la política exterior norteamericana. Woodrow Wilson perseguía una política exterior que hiciera que el mundo fuera seguro para la democracia. John F. Kennedy instaba a los norteamericanos a hacer que el mundo fuera más seguro para la diversidad, pero mandó 16.000 tropas estadounidenses a Vietnam, y ese número creció a 565.000 en la presidencia de su sucesor, Lyndon B. Johnson. De la misma manera, George W. Bush justificó la invasión y ocupación de Irak por parte de Estados Unidos con una Estrategia de Seguridad Nacional que promovía la libertad y la democracia.

Por cierto, desde el fin de la Guerra Fría, Estados Unidos ha participado en siete guerras e intervenciones militares. Sin embargo, como dijo Ronald Reagan en 1982, “los regímenes plantados con bayonetas no echan raíces”.

Evitar esos conflictos ha sido una de las políticas más populares de Trump. Ha limitado el uso de la fuerza norteamericana en Siria y espera retirar las tropas estadounidenses de Afganistán para cuando sean las elecciones.

Protegido por dos océanos y rodeado por vecinos más débiles, Estados Unidos se centró esencialmente en una expansión hacia occidente en el siglo XIX e intentó evitar enredos en el equilibro de poder global que se centraba en Europa. Para comienzos del siglo XX, sin embargo, Estados Unidos se había convertido en la economía más grande del mundo y su intervención en la Primera Guerra Mundial inclinó el equilibrio de poder.

En los años 1930, la opinión norteamericana creía que la intervención en Europa había sido un error y se volvió hacia adentro, hacia un aislacionismo estridente. Con la Segunda Guerra Mundial, el presidente Franklin Roosevelt, su sucesor, Harry S. Truman, y otros aprendieron la lección de que Estados Unidos no podía permitirse replegarse hacia adentro una vez más. Tomaron conciencia de que el propio tamaño de Estados Unidos se había convertido en una segunda causa de excepcionalismo. Si el país con la economía más grande no tomaba la delantera en la producción de bienes públicos globales, nadie más lo haría.

Los presidentes de posguerra crearon un sistema de alianzas de seguridad, instituciones multilaterales y políticas económicas relativamente abiertas. Hoy, este “orden internacional liberal” –el cimiento básico de la política exterior de Estados Unidos durante 70 años- está siendo cuestionado por el ascenso de nuevas potencias como China y por una nueva ola de populismo al interior de las democracias.

Trump apeló con éxito a este estado de ánimo en 2016 cuando se convirtió en el primer candidato presidencial de un partido político importante en cuestionar el orden internacional post-1945 liderado por Estados Unidos, y el desdén por sus alianzas e instituciones ha definido su presidencia. Sin embargo, una encuesta reciente del Consejo de Chicago sobre Asuntos Globales demuestra que más de las dos terceras partes de los norteamericanos quieren una política exterior con una mirada hacia afuera.

El sentimiento popular de Estados Unidos está a favor de evitar las intervenciones militares, pero no de retirarse de alianzas o de una cooperación multilateral. El pueblo norteamericano no quiere regresar al aislacionismo de los años 1930.

El verdadero interrogante que enfrentan los norteamericanos es si Estados Unidos puede o no abordar exitosamente ambos aspectos de su excepcionalismo: la defensa de la democracia sin bayonetas y el respaldo de las instituciones internacionales. ¿Podemos aprender a defender los valores democráticos y los derechos humanos sin intervención militar y cruzadas, y al mismo tiempo ayudar a organizar las reglas e instituciones necesarias para un nuevo mundo de amenazas transnacionales como el cambio climático, las pandemias, los ciberataques, el terrorismo y la inestabilidad económica?

Ahora mismo, Estados Unidos fracasa en ambos frentes. En lugar de tomar la delantera en el fortalecimiento de la cooperación internacional en la lucha contra el COVID-19, la administración Trump culpa a China por la pandemia y amenaza con retirarse de la Organización Mundial de la Salud.

China tiene muchas explicaciones que dar, pero convertir esto en un fútbol político en la campaña electoral presidencial de Estados Unidos de este año es política doméstica, no política exterior. No terminamos con la pandemia y el COVID-19 no será la última.

Por otra parte, China y Estados Unidos producen el 40% de los gases de efecto invernadero que amenazan el futuro de la humanidad. Sin embargo, ninguno de los dos países puede resolver estas nuevas amenazas a la seguridad nacional por sí solo. Por ser las dos economías más grandes del mundo, Estados Unidos y China están condenados a una relación que debe combinar competencia y cooperación. Para Estados Unidos, el excepcionalismo hoy incluye trabajar con los chinos para ayudar a producir bienes públicos globales, defendiendo al mismo tiempo valores como los derechos humanos.

Ésas son las cuestiones morales que los norteamericanos deberían discutir de cara a la elección presidencial de este año.

Copyright: Project Syndicate, 2020.
www.project-syndicate.org


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Joseph S. Nye, Jr.

Joseph S. Nye, Jr.

Geopolitólogo y profesor estadounidense. Profesor de la Universidad de Harvard y ex subsecretario de Defensa de Estados Unidos. Es cofundador de la teoría del neoliberalismo de las relaciones internacionales.

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