4 de agosto 2020
Ese mensaje lo recibimos alto y claro todos los nicaragüenses cuanto nos volteamos a ver al Estado en relación con las medidas sanitarias a tomarse para enfrentar el covid-19. El mensaje implicaba que el Estado ya se había formulado una pregunta sobre cómo manejar la pandemia, después de haber revisados todas las opciones de medidas sanitarias, tomó en cuenta los beneficios y los costos de oportunidad (de mediano y largo plazo) para todos los sectores del país, y seleccionó la mejor opción. Había llegado a una respuesta razonada que maximizaría el bienestar de todos los nicaragüenses.
Después de todo, para eso son los Estados. ¿No es así?
El Estado optó por no hacer nada, literalmente, todo seguiría “normal”. Se descartó la implementación de medidas de distanciamiento social y confinamiento moderado (restricción de movimientos y de acceso a medios de vida en 30 - 50 %, con o sin cierres de escuelas), para al menos un periodo de ocho o diez meses bajo el supuesto de epidemiólogos de que en un periodo de seis a doce meses se podría mitigar la pandemia (lograr un R debajo del Ro natural); las opciones nunca se habían limitado, en el menú conocido, a la de confinamiento total. Eventualmente la instancia del Estado correspondiente argumentó públicamente que era la estrategia de contaminación de rebaño al estilo sueco.
Obviamente, el Estado debió haber considerado de alguna manera que los costos económicos que iban a pagar los infectados, en sus múltiples casos y variedad de circunstancias, además de otros costos en el sistema de Salud, la economía, etc., iban a ser indudablemente menores que los beneficios de los que no se infectarían, y aun si se infectaban, porque continuarían con sus actividades normales y no se morirían al final tampoco, además de otros beneficios. Se tuvo que haber hecho un cálculo costo-beneficio, frío, tibio o caliente, que demostrara clara e inequívocamente que era más económico para el país, para el mediano y largo plazo, no hacer nada. Al igual que cuando Hacienda y/o el Banco Central calculan si es de beneficio o no para el país un proyecto de inversión pública a escala nacional, por ejemplo, como supuestamente fue hecho en el caso del proyecto del canal interoceánico. En esa ocasión vimos que el Estado presentó cálculos que arrojaban enormes beneficios económicos: miles de empleos, turismo, ambientales, incremento del PIB, de la producción de alimentos, etc.
Veamos entonces más de cerca esto, con preguntas técnica-económicas relevantes, razonables, típicas de la evaluación económica prospectiva (ex ante) de las políticas públicas que procuran generar valor agregado, desde el punto de vista nacional.
Cabe comenzar por preguntarse ¿cómo, y cuánto, es lo que exactamente el Estado contabilizó que serían los beneficios (empleo e ingresos formales e informales, ganancias de empresas y bancos, mantenimiento de la educación escolar, no morirse, etc.) que iban a continuar recibiendo, y quiénes específicamente, de los diferentes sectores sociales y económicos del país, si no se tomaban medidas de restricción social y/o confinamiento? ¿Cuánto sería exactamente la “ganancia” de estos sectores entendiéndola como lo que supuestamente no perderían al no tomarse las medidas?
Por otro lado, es también válido preguntarle al Estado: ¿Dónde está la estimación de los costos incrementales de las consecuencias negativas económicas, productivas, laborales y de salud, y de morirse, que sufrirían los infectados adicionales, pero evitables? Infectados que sumarían hasta llegar al 60% de la población del país, lo que es científicamente esperable con una “contaminación del rebaño”.
¿Se ignoró y por lo tanto se realizó un pésimo cálculo “económico” al no tomar en cuenta que aun si se sobrevive a la infección los daños en los órganos internos de las personas pueden tener consecuencias, y por lo tanto costos, para el resto de la vida de ese 60% de nicaragüenses? Costos que tendrán que ser de todas maneras cubiertos por el INSS, los hospitales públicos y los bolsillos privados de los ciudadanos en el futuro. O ¿se pensaba que ese 60% estaría solo concentrado en los pobres y pobres extremos, trabajadores improductivos del sector informal, enfermos crónicos, personas de la tercera edad ya no productivos que más bien estarían siendo una lastra para el INSS? ¿Se calculó que se perderían menos años de vida agregados con la muerte de los descartables de entre ese 60%? ¿A lo mejor se esperaba que la clase media, los ricos y las cúpulas políticas, incluso los que controlan el aparato estatal, saldrían inmunes, quedando fuera del 60%?
Lo técnicamente correcto, desde el punto de vista de análisis económico, es haber estimado el valor supuesto de la vida estadística que mide la voluntad de una persona a pagar para reducir el riesgo de muerte. El Estado no estimó eso, sino que determinó unilateral y caprichosamente el valor económico de la vida de cada nicaragüense, con un descuento draconiano y degradante. ¿Jugaron a ser Dios con una política secreta y especulativa de triage?
Habría entonces que hacer, especialmente a los funcionarios correspondientes, la pregunta técnica-ética más importante de todas: ¿en cuánto se tasó el valor de la vida humana de todos y cada uno de aquellos que morirían innecesariamente, es decir adicionalmente a las muertes que ocurrirían a pesar de la toma de medidas correctas? ¿Todas las vidas valían lo mismo o valían menos las de los ancianos y enfermos crónicos porque le quedaban menos años de vida y ya no eran productivos?
¿Dónde están los modelos de cálculo y los números?
Las ciencias económicas pretenden contribuir a la toma de decisiones, haciendo también análisis costo-beneficio parciales, es decir, desde el punto de vista de un actor o sector, no de la nación.
En este sentido, sería válido e interesante hacer algunas preguntas, netamente económicas, a los gestores mismos de la política pública, desde su propia perspectiva: ¿Cómo estimaría el sector de los funcionarios públicos correspondientes en su conjunto, actualmente, el valor presente neto de los resultados (hasta el momento), de la política que implementaron, de no hacer nada? La respuesta a esta pregunta, analíticamente, implica responder a tres preguntas previas, a saber: ¿Cómo estimarían el valor económico de los beneficios incrementales (lo que no perderían de sus ingresos laborales y negocios personales), por no tomar medidas restrictivas, que han recibido ellos mismos como funcionarios y políticos que controlan el Estado y que han sobrevivido (hasta el momento)? Y, ¿cómo estimarían (y que “tasa de descuento” utilizarían) actualmente los costos incrementales del total de los funcionarios y políticos oficialistas que se han infectado y muerto innecesariamente? ¿Será que el “bienestar económico neto” del grupo de funcionarios que estaba vivo cuando tomaron esa decisión, se ha incrementado a pesar de sus propios muertos e infectados hasta el momento?
Naturalmente, no hay respuestas a todas las preguntas de evaluación económica que se han planteado anteriormente sobre la política sanitaria del Estado. Aunque para muchos varias de esas preguntas tienen respuestas obvias. Sin embargo, hay que reconocer que no solo el Estado de Nicaragua enfrentaba serios retos para definir una respuesta “económicamente eficiente” en un permanente contexto de recursos limitados. Pero es igualmente cierto que el Estado nicaragüense tuvo mucho tiempo a su favor, suficiente información científica disponible y estaba claramente expuesto a muchas recomendaciones de políticas económicas-sanitarias potencialmente más eficientes, justas y ajustables a las circunstancias del país.