20 de febrero 2021
En el primer discurso sobre política exterior de su presidencia, Joe Biden tuvo un mensaje simple para el mundo: “Estados Unidos está de vuelta”. Pero restablecer la credibilidad de la diplomacia norteamericana e implementar una política exterior efectiva será una batalla cuesta arriba.
A su favor hay que decir que Biden está tomando medidas para revertir muchas de las políticas más perjudiciales de Donald Trump. Como observó en su discurso, ya firmó los papeles para volver a sumarse al acuerdo climático de París y ha reanudado las relaciones con la Organización Mundial de la Salud.
Biden también anunció la suspensión de los retiros de tropas de Alemania planeados por Trump –un intento evidente de tranquilizar a los aliados europeos distanciados de Estados Unidos-. Asimismo, advirtió al presidente ruso, Vladimir Putin, que los días en que Estados Unidos “daba vuelta la cara frente a las acciones agresivas de Rusia… se terminaron”. Y prometió que Estados Unidos dejaría de apoyar la ofensiva liderada por los saudíes en Yemen y fortalecería la diplomacia para poner fin a la guerra catastrófica.
Al mismo tiempo, Biden parece inclinado a defender algunas de las políticas más sensatas de Trump. En particular, Trump fue firme en su deseo de evitar guerras “estúpidas e interminables” en Oriente Medio, y retiró las tropas estadounidenses de Siria, Irak y Afganistán, resignándose al retorno al poder de los talibán afganos.
Biden probablemente adopte una estrategia similar (que, sin duda, comenzó con el antecesor de Trump, Barack Obama). Y por buenos motivos: Estados Unidos ha derramado grandes cantidades de sangre y dinero en Oriente Medio, y tiene muy pocos resultados que mostrar.
En cuanto al conflicto palestino-israelí, Biden ha refrendado los Acuerdos de Abraham negociados por Trump entre Israel y varios países árabes, aunque representaron un retroceso estratégico para la causa palestina. Si bien no se espera que respalde el espurio plan de paz palestino-israelí de Trump, también parece improbable que invierta mucho capital político en defender la solución de dos estados –a esta altura, una causa perdida.
Pero sigue habiendo pruebas importantes por delante para la política exterior. Empezando por Irán, que Biden apenas mencionó en su discurso reciente. Durante su campaña, Biden prometió regresar al acuerdo nuclear iraní de 2015, el llamado Plan de Acción Integral Conjunto, que Obama negoció y Trump abandonó. Con este objetivo, la administración Biden tendrá que persuadir a Irán de dejar de enriquecer uranio más allá de los límites impuestos por el Plan y acordar nuevas negociaciones, antes de que Estados Unidos levante sus sanciones económicas penalizadoras al país. Por supuesto, Irán quiere que primero se distiendan las sanciones, pero un acuerdo es absolutamente alcanzable.
El mayor desafío será superar la resistencia de los aliados regionales de Estados Unidos, especialmente Israel, cuyo ejército ya se está preparando para una posible acción ofensiva contra Irán. La viabilidad estratégica de este tipo de ofensiva no es para nada clara. En 2012, el entonces ministro de Defensa israelí, Ehud Barak, concluyó que el programa nuclear de Irán ya se estaba acercado a la “zona de inmunidad”, donde un ataque no podría desbaratarlo, debido al “know-how, las materias primas, la experiencia y el equipamiento” acumulados del país.
De todos modos, el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, tiene un historial probado de saboteador, y la administración Biden debe tener cuidado de no permitirle retomar ese rol. A pesar de verse afectado por las sanciones, Irán conserva un poder de negociación considerable. Cuenta con el respaldo de Rusia y China, y Biden parece reconocer que Estados Unidos no se puede permitir entablar otra guerra en Oriente Medio.
Si bien Biden le dedicó algo de atención a Irán en su discurso, no mencionó a Corea del Norte en absoluto. Aquí, el dilema ya no es cómo revertir la nuclearización, sino más bien cómo mitigar cualquier amenaza a los aliados de Estados Unidos y al territorio norteamericano. La diplomacia ha fracasado de manera consistente y, considerando que una acción militar es sin duda una absoluta calamidad, la administración Biden tiene muy pocas opciones favorables.
Finalmente, está el desafío de China. En su discurso, Biden prometió “confrontar” los abusos económicos de China, “contrarrestar su acción agresiva y coercitiva” y “rechazar” sus “ataques” a los derechos humanos, la propiedad intelectual y la gobernanza global. Pero también prometió trabajar junto con China “cuando hacerlo sea para beneficio de Estados Unidos”.
Transitar esta línea no será fácil. Una estrategia excesivamente mesurada le permitirá a China incursionar aún más en territorio de los aliados de Estados Unidos en Asia, erosionar el liderazgo de Estados Unidos en industrias de alta tecnología y desafiar la primacía del dólar estadounidense. Pero una estrategia excesivamente dura descartaría la cooperación tan necesaria en retos compartidos como el cambio climático, y aumentaría el riesgo de una confrontación militar potencialmente catastrófica.
Para Estados Unidos, la clave para equilibrar estos riesgos es centrarse en gestionar una competencia estratégica, no en hacer valer el predominio. Los días de la hegemonía norteamericana quedaron atrás y el sistema político disfuncional de Estados Unidos es incapaz de contrarrestar la estrategia de desarrollo de China, ni siquiera si mejorara su propia infraestructura obsoleta. La única manera de frenar a una China cada vez más asertiva es a través de la cooperación con aliados empoderados. Afortunadamente, Biden es consciente de las deficiencias de Estados Unidos y ha prometido construir una alianza global de democracias precisamente con el objetivo de competir con China.
Pero fijar objetivos es sólo el primer paso. Si Estados Unidos pretende trabajar de manera efectiva con aliados, sin hablar de competidores, necesita credibilidad. Y eso no abunda por estos días.
La credibilidad internacional de un país –y, por ende, la efectividad de su política exterior- debe construirse sobre cimientos domésticos sólidos. Pero, desde su respuesta fallida a la pandemia hasta el ataque al Capitolio de Estados Unidos el 6 de enero, la disfunción política de Estados Unidos recientemente ha quedado expuesta a la vista de todos. La “ciudad sobre una colina” ha perdido su brillo.
La política exterior de Estados Unidos sufre de una inconsistencia endémica. Aún si Biden logra sellar acuerdos con aliados y competidores, ¿quién puede garantizar que su sucesor no los abandone, como hizo Trump durante su mandato? El Senado de Estados Unidos ha votado para absolverlo de incitar a la multitud el 6 de enero, de modo que Trump puede volver a postularse a la presidencia en 2024. Y bien podría ganar, sobre todo porque tal vez no enfrente a un candidato en funciones. (A los 78 años, Biden ya es el presidente de mayor edad en la historia de Estados Unidos).
De manera que, sí, Estados Unidos va camino a volver a integrarse al resto del mundo. Pero todavía está por verse si el poder de su ejemplo, como espera Biden, convencerá a los socios escépticos.
Este artículo fue publicado originalmente en Project Syndicate.