26 de enero 2024
Al facilitar la toma de posesión del presidente guatemalteco Bernardo Arévalo, a pesar de un último esfuerzo por anular su aplastante victoria electoral, el presidente estadounidense Joe Biden reafirmó su compromiso de larga data con la defensa de las democracias en todo el mundo. Además, al frustrar un golpe de Estado en el país más poblado de Centroamérica, Estados Unidos puede haber creado un modelo para contener la propagación del autoritarismo.
La democracia de Guatemala ha estado en peligro desde el 2019, cuando el entonces presidente Jimmy Morales expulsó a la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (Cicig), un organismo anticorrupción establecido por las Naciones Unidas en el 2006. Morales, un excomediante, lanzó una masiva represión contra fiscales y jueces que investigaron su propia mala conducta y la de funcionarios de alto nivel, lo que provocó que muchos profesionales del derecho huyeran del país.
Entre los que se vieron obligados a exiliarse se encontraba la expresidenta de la Corte Suprema y fiscala general Thelma Aldana, considerada una de las principales candidatas presidenciales en ese momento.
La represión se intensificó durante el gobierno del sucesor de Morales, Alejandro Giammattei. En junio, José Rubén Zamora, fundador y editor del medio elPeriódico, fue sentenciado a seis años de prisión por cargos falsos de lavado de dinero, una decisión condenada por organizaciones de derechos humanos como un ataque a la libertad de prensa. ElPeriódico, conocido por sus investigaciones sobre corrupción gubernamental, se vio obligado a cerrar en mayo. Aunque un tribunal de apelaciones anuló la sentencia de Zamora en octubre, este sigue tras las rejas.
Fue en este contexto que Arévalo, que hizo campaña con una plataforma anticorrupción, logró un sorprendente revés electoral. Si bien Giammattei, líder del partido conservador Vamos, no era elegible para postularse para un segundo mandato, las posibilidades de una transformación política de envergadura parecían escasas.
En febrero, el Tribunal Supremo Electoral descalificó a tres candidatos percibidos como amenazas al “pacto de corruptos”, como suele denominarse a las élites políticas y empresariales del país. Entre los que no pudieron postularse se encontraban la popular líder indígena Thelma Cabrera y dos prominentes figuras conservadoras.
Pero entonces los acontecimientos dieron un giro inesperado. Arévalo, sociólogo e hijo del expresidente guatemalteco Juan José Arévalo, recibió el 12% de los votos en la primera vuelta en junio a pesar de las encuestas de un solo dígito, terminando segundo en un gran campo detrás de la ex primera dama Sandra Torres, a quien derrotó fácilmente en la segunda vuelta de agosto.
Los formuladores de políticas estadounidenses acogieron con agrado la inesperada victoria de Arévalo, pero reconocieron los obstáculos que enfrentaría durante los cinco meses previos a su toma de posesión. Tanto Biden como la vicepresidenta, Kamala Harris, felicitaron rápidamente a Arévalo, el secretario de Estado, Antony Blinken, sostuvo una reunión virtual con él y el asesor de Seguridad Nacional, Jake Sullivan, lo recibió en la Casa Blanca. Apenas tres días después de dejar el cargo, Giammattei fue acusado por el Departamento de Estado de “corrupción significativa” y se le prohibió ingresar a Estados Unidos.
Toda esta atención de altos funcionarios estadounidenses refleja las implicaciones de largo alcance de permitir que Guatemala caiga en un gobierno autoritario en un momento en que América Latina está lidiando con agitación política y decadencia democrática.
Cuba, Nicaragua y Venezuela ya están gobernadas por dictadores, y El Salvador suspendió los derechos constitucionales durante casi dos años en medio de una ofensiva gubernamental contra las bandas criminales. En enero del 2023, partidarios del expresidente brasileño Jair Bolsonaro irrumpieron en el Congreso, la Corte Suprema y el palacio presidencial en protesta contra el nuevo presidente, Luiz Inácio Lula da Silva.
La erosión de las instituciones democráticas en toda América Latina ha alimentado una crisis migratoria sin precedentes. Las autoridades estadounidenses encontraron un récord de 2.5 millones de migrantes durante el año fiscal 2023, incluidos 220 000 guatemaltecos. Sin duda, esta cifra aumentará si los partidarios de Arévalo, especialmente entre la gran población indígena del país, se convencen de que será expulsado del poder.
Los esfuerzos para impedir que Arévalo asuma el cargo subrayan la necesidad de un compromiso continuo de Estados Unidos. Inmediatamente después de las elecciones, los aliados de Giammattei, entre ellos la fiscala general y varios jueces, intentaron socavar al presidente electo.
Las autoridades allanaron las oficinas del Tribunal Supremo Electoral y suspendieron al partido anticorrupción de Arévalo, Movimiento Semilla, por presuntas irregularidades en sus formularios de registro. Incluso amenazaron con despojarlo de su inmunidad parlamentaria y procesarlo por publicaciones en las redes sociales que apoyaban las protestas estudiantiles en el 2022. Durante su reciente viaje a Washington, Arévalo describió estos esfuerzos como un “golpe de Estado en cámara lenta”.
En respuesta, Estados Unidos impuso sanciones a funcionarios guatemaltecos y empresarios progubernamentales, incluido el confidente de Giammattei, Miguel Martínez. En diciembre, el Departamento de Estado anunció restricciones de visa para casi 300 legisladores y oligarcas, junto con sus familiares directos. El subsecretario de Estado, Brian A. Nichols, advirtió que futuros intentos de socavar a Arévalo o su partido “encontrarían una fuerte respuesta estadounidense”.
El retraso de nueve horas en la toma de posesión de Arévalo, resultado de un intento desesperado de sus oponentes políticos por negarle la presidencia, ilustra los desafíos que enfrenta el nuevo líder de Guatemala. Fue necesaria una intensa presión estadounidense para persuadir a una de las asociaciones empresariales más poderosas del país a ejercer su influencia con el fin de conseguir la transferencia pacífica del poder, lo que permitió que Arévalo prestara juramento después de la medianoche del 15 de enero. Pero dada la amenaza que su agenda anticorrupción representa para los intereses de élites corruptas, su éxito está lejos de estar garantizado.
Sin duda, Estados Unidos no tiene el mejor historial en la defensa de la democracia en América Latina. La reciente muerte del exsecretario de Estado Henry Kissinger ha reavivado el debate sobre el papel de Estados Unidos en la preparación del escenario para el golpe que derrocó al presidente chileno Salvador Allende en 1973. Para muchos guatemaltecos, la victoria de Arévalo evocó recuerdos de su padre, cuya elección en 1944 marcó el comienzo de una “primavera democrática” que duró hasta que un golpe de Estado respaldado por Estados Unidos derrocó a su sucesor, Jacobo Árbenz, una década después.
El enfoque de Estados Unidos hacia la democracia en la región sigue siendo inconsistente. Deseoso de cooperar en materia de migración, Estados Unidos se ha mostrado reacio a abordar la detención masiva de presuntos pandilleros en El Salvador y la decisión del presidente Nayib Bukele de postularse para un segundo mandato desafiando la Constitución.
De manera similar, la administración del expresidente estadounidense Donald Trump no se opuso a la expulsión de la CICIG y la administración de Biden inicialmente guardó silencio sobre su descalificación de candidatos presidenciales.
Sin embargo, al respaldar al estudioso Arévalo y su movimiento, la administración Biden tomó la decisión correcta. La actual agitación política en Guatemala es una prueba del compromiso de Estados Unidos con la defensa de la democracia. Si fracasa, las consecuencias se extenderán mucho más allá de Centroamérica.
*Este texto fue publicado originalmente en Project Syndicate.