5 de diciembre 2024
Deseo, al empezar estas palabras, expresar mi gratitud al Consejo General Universitario, y al rector, doctor Ricardo Villanueva Lomelí, por otorgarme el doctorado honoris causa de la Universidad de Guadalajara, honor singular que recibo con orgullo y alegría. Y no quiero pasar adelante sin recordar, con emoción, al amigo de tantos años, Raúl Padilla López, forjador de la grandeza de esta causa de estudios, quien, estoy seguro, nos acompaña en este acto, y acompaña mis palabras.
Hace algún tiempo, por azar, me encontré en el forro de una maleta las llaves de mi casa de Managua. Me las había metido en el bolsillo, como siempre, aquella mañana en que Tulita y yo salimos hacia el aeropuerto sin saber que, al cerrarse la puerta tras nuestros pasos, ya no volveríamos a traspasar el umbral.
Recordé entonces, al tenerlas de nuevo en la mano, a los judíos de Sefarad desterrados en 1492 de España por decreto de los reyes católicos, y cuyos descendientes, siglos después, conservan en Tesalónica, en Estambul, en Jerusalén, las llaves de las casas de sus antepasados, y la historia que cuenta Manuel Vincent (La Llave, 2014) del comerciante de ámbar a quien se encontró en un mercado de Estambul: “había realizado varios viajes a España con la llave de una puerta que solo estaba en sus sueños. La puerta y no existía, pero pensó que, tal vez, la cerradura pudiera estar en manos de algún chamarilero”. Hasta que, “entre los cachivaches de una almoneda, que regentaba un gitano de Plasencia, encontró una cerradura herrumbrosa del siglo XV en la que su llave encajaba y funcionaba perfectamente”. Y dijo: “así es como se abre y se cierra el destino”.
Una llave guardada abre y cierra el destino, y una maleta abierta significa también las incertidumbres y las esperanzas del destino que pesa sobre todo exiliado. Incertidumbre, pesar, nostalgia, esperanza, que son las marcas de la imposibilidad del regreso a la tierra natal.
Cuando salimos de Managua aquella mañana de mayo hace ya tres años, llevábamos cada uno de los dos, como siempre, una sola maleta, y esas maletas siguen aún sin cerrarse. El síndrome de la maleta abierta denuncia al exiliado que no se resigna a quedarse, y espera siempre regresar. Estar de paso es hallarse siempre esperanzado de volver.
Como escribe Bertolt Brecht en Meditaciones sobre la duración del exilio:
No pongas ningún clavo en la pared,
tira sobre una silla tu chaqueta.
¿Vale la pena preocuparse para cuatro días?
Mañana Volverás.
No te molestes en regar el arbolillo.
¿Para qué vas a plantar otro árbol?
Antes de que llegue a la altura de un escalón
alegre partirás de aquí.
Cálate el gorro si te cruzas con la gente.
¿Para qué hojear una gramática extranjera?
La noticia que te llame a tu casa
vendrá en idioma conocido…
Mientras tanto el clavo no se clava en la pared, la vida del exilio se vuelve una mezcla de ansiedad, infortunios, gratificaciones. La bondad se cruza con las incomprensiones. La solidaridad con los desentendimientos. En San Martín el bueno, San Martin el malo, el opúsculo que don Gregorio Marañón escribió sobre el exilio del general José de San Martín, el libertador de Argentina, habla de “el patetismo de lo insignificante en la vida del exiliado”. Lo que por general no importa en el país propio, llega a ganar relevancia inusitada en la tierra extranjera, empezando por las escaleras burocráticas por las que hay que ascender cada día.
Cuando la maleta se cierra del todo es que se han soltado las amarras y el país lejano se va a la deriva entre la bruma, perdido para siempre, y no se recupera más que en los sueños, y en la memoria, donde pasa a ser una figuración en la que realidad, deseo e imaginación se confunden.
En el sueño recurrente que sueño en mi piso de la ronda de Atocha en Madrid, me veo entrando al pueblo donde nací en un vehículo abierto, recorro las calles con la gente asomada a las puertas, paso por la casa de mi infancia donde mis padres están también asomados a las puertas y yo no puedo bajar a abrazarlos porque el vehículo en que voy no se detiene. Se hace tarde, va a oscurecer, pero pienso que cuando termine el recorrido ya tendré tiempo de regresar a encontrarme con ellos a la hora de la cena, cuando mi padre ha cerrado ya las puertas de la tienda de abarrotes que da a la plaza.
O, en otro sueño, la calle de Valencia, cercana a la ronda de Atocha, y que desemboca en la plaza de Lavapiés, va a dar de pronto a la plaza de mi pueblo donde hay bulla de celebración con música y cohetes como en las fiestas patronales de mi infancia, cuando se instalaba frente a la tienda de mi padre el carrousel ambulante que evoco en El caballo dorado. “Mi memoria es una ciudad extraña donde la calle del Canto de los Pájaros de Frankfurt conduce al Soho y a Mile Road”, dice el protagonista de la novela de Oscar Milosz La iniciación amorosa; o como en 62, Modelo para armar, de Julio Cortázar, una ciudad que lleva de una a otra ciudad y que “podía darse en París, podía dársele a Tell o a Calac en una cervecería de Oslo, a alguno de nosotros le había ocurrido pasar de la ciudad a una cama en Barcelona…”.
El destierro que es “ese sueño hacia atrás en que se empeña la memoria, flota como la nube, pero es más tenaz”, dice en Durante el exilio Víctor Hugo, obligado a huir de Francia por la tiranía de “Napoleón el pequeño”, como llamaba él a Luis Napoleón Bonaparte, y desterrado escribió Los Miserables en la isla de Guernsey, en el canal de la Mancha.
La circular de la policía secreta que forzó a Hugo al exilio, fechada el 3 de diciembre de 1851 decía: “hoy, a las seis en punto, se ofrecerán veinticinco mil francos a cualquiera que arreste o asesine a Hugo. Saben dónde está. No le dejen escapar bajo ningún pretexto”.
El poder rastrero pone precio a la cabeza de los escritores, prohíbe la circulación e sus obras, los mete en la cárcel, los condena al exilio. Hay un desacuerdo insalvable entre la palabra libre sin la que no es posible la majestad de la obra literaria, y la palabra oficial, monótona y sumisa. Por la palabra libre hay un precio que pagar, cuando el poder de las dictaduras lo que quiere es el silencio, o la mentira, o el halago.
Más allá de nostalgias, y de las figuraciones, que “el sueño (autor de representaciones), en su teatro, sobre el viento armado,
sombras suele vestir”, la literatura es un oficio peligroso cuando se enfrenta a las desmesuras del poder de las tiranías, que nunca dejan de sentirse amenazadas por las palabras. El poder que se ejerce con crueldades y excesos tiene rostro de piedra y es contrario a las verdades y a la invención, y al humor, y a la risa, que son cualidades cervantinas.
Ovidio fue desterrado por el emperador Augusto a los confines más inhóspitos del imperio romano en las escarpadas orillas del Mar Negro, en Tomis, “allá, donde ninguna otra cosa hay, sino frío, enemigos y agua de mar que se congela en apretado hielo”, porque sus poemas, o su irreverencia, o sus opiniones, eso ya nunca llegará a saberse, ofendieron al César, y habría de morir lejos, afligido por las calamidades, en la soledad del ostracismo.
Séneca, desterrado a Córcega por Claudio tras la muerte de Calígula, otro paraje inhóspito, piedras y hierbajos, del que, con mejor suerte que Ovidio, pudo regresar, dice:
Ni pan ni agua,
Ni siquiera una pira fúnebre,
Dos cosas aquí solamente:
el exilio, un exiliado.
Exiliar, ex solum. Sacar del suelo. Desterrar. Como arrancar una planta de sus raíces. Extrañar. Cuando a alguien se le envía al exilio la pretensión es convertirlo en un extraño de su propia tierra, de su vida y de sus recuerdos. Y si se trata de un escritor, su mundo serán esos recuerdos.
“Como la nave podrida que es devorada por la invisible carcoma, como los acantilados socavados por el agua marina, como el hierro abandonado atacado por la mordaz herrumbre, y como el libro archivado devorado por la polilla”, dice de sí mismo Ovidio en sus Tristes, porque aún en aquellas lejanías siguió escribiendo, un oficio al que no se renuncia nunca. Más bien, la necesidad de escribir se exacerba entonces, si uno se debe a las palabras, o debe su vida a las palabras.
El arte de amar, uno de sus libros capitales, quedó prohibido y fue sacado de las bibliotecas públicas. Prohibidas sus palabras, y alejado para siempre de su tierra, que era, según él mismo lo dijo, como “ser llevado al sepulcro sin haber muerto”.
En América Latina se ha pagado siempre un alto precio por la palabra libre. El ruido de los disparos para ahogar las palabras. El silencio de los calabozos. Los cementerios clandestinos. Muerte, desaparición, cárcel, destierro.
Haroldo Conti, secuestrado y desaparecido a manos de la dictadura del general Videla en Argentina en 1976; y Rodolfo Walsh, asesinado en Buenos Aires en 1977 por la misma dictadura tras publicar su “Carta abierta de un escritor a la Junta Militar”, en la que denunciaba “el terror más profundo que ha conocido la sociedad argentina…quince mil desaparecidos, diez mil presos, cuatro mil muertos, decenas de miles de desterrados son la cifra desnuda de ese terror...”
Al destierro fue a dar dos veces Rómulo Gallegos, autor de Doña Bárbara, primero bajo la dictadura de Juan Vicente Gómez, y luego bajo la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, después que fue derrocado en 1948 de la presidencia de Venezuela.
Había durado solamente nueve meses en el cargo, los mismos nueve meses que duró el cuentista Juan Bosch, exiliado por la dictadura del generalísimo Rafael Leónidas Trujillo, y luego de muerto Trujillo, electo presidente de la República Dominicana, sólo para ser derrocado por los militares trujillistas en 1963, y vuelto otra vez al exilio.
Pablo Neruda se comprometió en 1946 con la candidatura de Gabriel González Videla, y se involucró en su campaña electoral, pero, ya en el poder, aquel lo mandó perseguir y tuvo que huir a través de la cordillera hacia Argentina en 1948.
Exiliados por la dictadura de Castillo Armas tras el derrocamiento del presidente Jacobo Árbenz en Guatemala en 1954, Augusto Monterroso y Luis Cardoza y Aragón, que se quedaron a vivir para siempre en México, que ha sido siempre tierra generosa de asilo.
Exiliado Augusto Roa Bastos durante 30 años en Buenos Aires, mientras reinaba en Paraguay el dictador Alfredo Stroessner. Exiliados Juan Carlos Onetti y Mario Benedetti tras el golpe militar en Uruguay.
Exiliado seis años en Madrid Antonio di Benedetto, tras ser encarcelado, torturado y víctima de simulacros de fusilamiento por los esbirros de la dictadura militar argentina.
Exiliado Juan Gelman, su hijo asesinado por la misma dictadura, y su nuera secuestrada y llevada al Uruguay donde dio a luz a una niña, desaparecida por largos años; y él mismo canta mejor que nadie esa desolada canción del exilio:
“huesos que fuego a tanto amor han dado
exiliados del sur sin casa o número
ahora desueñan tanto sueño roto
una fatiga les distrae el alma…”
Y exiliados de Cuba Reinaldo Arenas, y Guillermo Cabrera Infante, y Severo Sarduy; y de Venezuela, hoy, tantos escritores y artistas que forman una inmensa, e intensa, diáspora.
Y Juan Ramón Jiménez, María Zambrano, Pedro Salinas, Rosa Chacel, Rafael Alberti, Max Aub, Luis Cernuda, exiliados republicanos españoles que tejieron sus voces en la urdimbre de la cultura americana del siglo veinte, y junto con ellos cineastas, actores, periodistas, académicos, científicos, un trasiego enriquecedor sin paralelos desde aquella orilla del territorio de La Mancha, hacia esta otra orilla, principalmente México, donde acogerlos fue para el presidente Lázaro Cárdenas política de estado.
Ni Machado, ni Unamuno, ni Jorge Semprún, desterrados también, alcanzaron las costas americanas. Machado murió en el umbral de España, y Unamuno se quedó “a las puertas de España, y como su ujier”, según sus palabras, y desde Hendaya podía al menos escuchar las campanas de Irún.
De modo que yo pertenezco a esa larga tradición de quienes pagan un precio por sus palabras, dos veces bajo orden de prisión, y dos veces obligado al exilio, primero en mi juventud por una dictadura familiar, y tantos años después, por otra dictadura familiar.
Pero hay algo de lo que nunca nadie podrá exiliarme, y es de mi propia lengua. Porque mi lengua de escribir realidades, y de crear mundos imaginarios, es una lengua que no conoce fronteras.
Hay lenguas que tienen el país por cárcel, lenguas que terminan donde terminan las fronteras. No sé lo que es vivir en uno de esos espacios verbales cerrados. Ese sentimiento de que la voz se escucha de cerca, pero no de lejos.
Que le quiten a uno su lengua por la fuerza. Sandor Marais, sintió que había muerto cuando sus libros, que entonces sólo podían leerse en húngaro, también fueron prohibidos en su patria. Le extirparon la voz como castigo. No sólo nadie podría leerlo al otro lado de la guardarraya, ni siquiera en Polonia, o en Austria, donde no estaba traducido, sino que tampoco podría ser leído en su propio país. Como que no existiera. Y se suicidó en el exilio, ya sin lengua.
Nicaragua es un país más pequeño que la Hungría de Sandor Maris, y por eso me intriga, y me aterra, esa posibilidad de que nadie pudiera oírme más allá de mis fronteras, o la de quedarme alguna vez sin lengua. El limbo de las palabras, o su infierno.
Pero yo, con mi lengua recorro todo un continente, atravieso el mar, y siempre me dejaré escuchar. Y si mis libros están prohibidos en Nicaragua, las veredas clandestinas de las redes sociales hacen que lleguen a mis compatriotas lectores, igual que pasaba antes con los libros inscritos en las listas negras de la inquisición, que atravesaban de contrabando las fronteras a lomo de mula, o burlaban las aduanas, escondidos en barriles de vino, o de tocino.
Por eso que las palabras se vuelven tan temibles. Porque tienen filo, porque desafían, porque no se las puede someter. Porque son la expresión misma de la libertad. Porque contradicen la palabra oficial, desafían la narrativa urdida por las máquinas de propaganda.
La semana pasada, la Casa de América de Madrid me dedicó el ciclo El Autor y su obra, en el que participaron editores, traductores, críticos literarios y escritores amigos; y que se cerró con un diálogo que sostuve con el poeta Luis García Montero, este año Premio Carlos Fuentes a la creación literaria en idioma español.
Entonces dije algo que ahora repito: como parece que está llegando el tiempo en que uno debe preguntarse sobre la forma en que quisiera ser recordado, no tengo duda en responderme a mí mismo que quisiera serlo, antes de nada, como escritor, aunque haya tenido en la vida diferentes andaduras, bajo la máxima que Terencio expresa en la pieza El verdugo de sí mismo: “nada de lo que es humano me es ajeno”.
Un escritor prestado por un tiempo a la vida pública porque se trataba de una revolución, que me impuso el desempeño de un cargo político, y nunca, de ninguna manera, un político prestado a la literatura. Y un escritor, que metido en las entrañas del poder, aprendió sobre el poder.
Siempre me ha gustado decir que los temas de la literatura son muy pocos. El amor, la locura, la muerte, como titula uno de sus libros el cuentista uruguayo Horacio Quiroga. El amor y la muerte, creía Gabriel García Márquez, reduciéndolos a solo dos. Yo pienso que son cuatro: el amor, la locura, la muerte, y el poder.
El poder comienza a deteriorar los ideales que le dieron aliento desde el mismo día en que se asume. Es un ser viviente, y responde a las leyes de la vida, como todo lo que nace, crece y muere. Los ideales, íntegros al principio en toda su virtud romántica, dice Boris Pasternak en Doctor Zhivago, ya pierden algo cuando se transforman en leyes; y cuando esas leyes se aplican, ya pierden mucho más de aquella virtud primigenia.
La escritura fue la pasión de mi vida desde que a los seis años dibujaba historias con una tiza en el piso de la tienda de abarrotes de mi padre en Masatepe, de un lado a otro del suelo que dejaban libres los mostradores y las vitrinas, mientras la Mercedes Alborada de mi novela Un baile de máscaras venía detrás de mí borrando con el lampazo aquellas páginas de tiza donde había princesas cautivas, héroes que volaban y monstruos interplanetarios; y, a veces entraba en mis historias la pareja de baile tamaño natural, recortada en cartón, un caballero de smoking y una dama de vuelos largos, que adornaba la tienda, de pie junto a una de las vitrinas, cortesía de la brillantina Glostora.
Si me llegaran a recordar como político, antes que como escritor, me recordarían mal, porque ahora estoy convencido de que fui un mal político, en primer lugar porque no estaba hecho para la persistencia del oficio. Puedo fracasar en el primer intento de escribir el capítulo de una novela, y borrar todo lo escrito para volver a empezar, luchando brazo a brazo con las palabras, que a veces resultan tan difíciles de someter; pero nunca fui un político de esos capaces de borrar no digamos un capítulo de su vida, sino todo su pasado, y sustituirlo por otro, con más galas y menos miserias, o inventarse batallas en la que nunca participó.
Porque hay dos maneras de mentir, una que ilumina lo oscuro con palabras verdaderas, y otra que envilece lo diáfano con palabras falsas. La mentira en una novela busca crear alternativas verosímiles a la realidad, que es una manera de búsqueda de la verdad. La mentira en un discurso proselitista busca deformar y ocultar la realidad para engañar con alevosía, y tras esa mentira se oculta la corrupción y el crimen.
Si entré un día en la política fue porque, además de tratarse de una revolución, palabra ahora tan extraña y tan lejana, y tan depreciada, era joven, parte de una generación rebelde que quiso cambiar el mundo, y muchos de esa generación entregaron su vida en busca de aquel sueño de cambio, de las calles de París a la plaza de Tlatelolco, a la Universidad de Kent, a las selvas de Centroamérica. Éramos realistas porque pedíamos lo imposible.
A aquella edad de entonces estaba convencido de que, tras derrocar a la dictadura de Somoza, impuesta por la intervención extranjera, a través de la acción ética se podía cambiar la realidad de miseria y atraso de mi país, donde los pobres eran los condenados de la tierra, igual que lo siguen siendo ahora; por las mismas razones que creía que la realidad se podía cambiar en los libros, a través de la imaginación.
Acción e imaginación. Cambiar el mundo en la ficción, y cambiarlo en la realidad. Una y otra han sido para mí maneras éticas de alterar la realidad. Hay ética cuando hay detrás un ideal. Cuando el interés por los demás se sobrepone al interés por uno mismo. Cuando, tal como señalaba Adela Cortina ayer mismo, en este paraninfo, en su conferencia de la cátedra Julo Cortázar, se halla de por medio la compasión, que significa trasladarse hacia el otro, ponerse en su lugar. El próximo, que es prójimo.
Hoy sé que la realidad no pude cambiarla, y la tiranía que entonces combatí mutó en otra tiranía peor. Mea culpa. Los sueños de la razón, qué se le va a hacer, engendran monstruos. Las utopías devienen en distopias.
Pero “no importa que la flecha no alcance el blanco…/pues lo importante/es el vuelo la trayectoria el impulso/el tramo de aire recorrido en su ascenso/la oscuridad que desaloja al clavarse vibrante/ en la extensión de la nada…como escribe el inolvidable José Emilio Pacheco.
Sin embargo, la realidad puedo cambiarla y desafiarla en los libros, y escribir es entonces mi oficio para siempre. Porque, para la política, que dejé hace mucho tiempo, se envejece. En cambio, para la literatura no hay tercera edad. Un viejo anquilosado en el poder se vuelve grotesco, un esperpento útil sólo como personaje de la literatura. Un escritor, por el contrario, puede morir escribiendo, sin volverse nunca patético, siempre que cuente con el favor de sus diosas tutelares, memoria e imaginación.
Por eso mismo es que la literatura es un camino sin fin, que trasciende la vida del propio escritor. Al buscar responder a la pregunta por qué se escribe, cuesta dar en el blanco cuando se busca una sola respuesta. Y es que las razones de escribir son múltiples. Se escribe por necesidad; si se puede vivir sin escribir, no se es escritor de verdad. Se escribe por placer; quien diga que sufre al escribir, tampoco es escritor de verdad. Y también se escribe por trascender con las palabras la propia vida. Un día alguien saca del estante de una vieja biblioteca un libro, le quita el polvo, lo abre, recorre una página, lee un párrafo, quizás solo una línea. Las palabras han vuelto a la vida, estaban allí, esperando, despiertan. Han trascendido.
Pero quiero también ser recordado como un escritor que nunca apagó la luz mientras escribía, y mantuvo siempre la ventana abierta a los ruidos y rumores del mundo, a las anormalidades de la opresión y la injusticia, a las violencias del poder tirano.
De la política me quedó, como a Voltaire, el gusto por el oficio de hombre público, el que siempre quiere opinar mientras haya problemas sobre los que opinar, el espíritu crítico que nunca habrá de alejarme del debate. Y el gusto por la tolerancia, y la desilusión de las ideas eternas y los credos inviolables, y la desconfianza en las verdades para siempre.
Y una ventana abierta también a la compasión y la gracia, al dolor y a la alegría, tal como Alonso Quijano cuando embrazaba la adarga, coronado de áureo yelmo de ilusión. Escribiente devoto de las esperanzas y los ensueños de los pequeños seres que decía Chéjov, y que pueblan el universo de Joseph Roth, riéndome de ellos y riéndome con ellos, riendo de mí mismo antes de reírme de nadie, como me enseñaron mis tíos en la rueda de cada tarde en la tienda de abarrotes de mi padre, cuando celebraban su tertulia ritual antes de cruzar la calle y subir las gradas de la iglesia para tocar en las funciones religiosas, músicos pobres todos ellos que formaban la orquesta Ramírez, mi abuelo a la cabeza.
Un abuelo paterno músico, maestro de capilla de la iglesia parroquial, compositor de valses y de misas de réquiem. Un abuelo materno liberal positivista, evangélico de religión, mecánico, químico, ebanista; el fabricó con sus manos la mesa de roble, de amplia superficie y patas torneadas como airosas cariátides sin rostro, donde escribía en Managua. Soy, así, el resultado de esa doble vertiente. Imaginación y rigor. El papel pautado y el papel de lija. El arco del violín y el escoplo del carpintero. La música de las palabras y el golpe acompasado del martillo.
Y ya termino. Después que fui procesado por traición a la patria, me despojaron de la ciudadanía nicaragüense. Desterrado, despatriado. Mi nombre borrado de todos los registros, como en las pesadillas del mundo de Kafka. Y también anularon mi título de abogado. El designio fue dejarme sin patria, y sin universidad.
Por eso que, querido rector, cuando usted me llamó a Madrid para comunicarme que la Universidad de Guadalajara me otorgaría este doctorado honoris causa, no me confirmaba sino que esta casa de estudios era mi alma mater, como lo he sabido a lo largo de tantos años, desde que entré en ella por primera vez, por la puerta de la Feria Internacional del Libro que me abrió Raúl Padilla en el año de 1991, hace más de treinta años. Un hogar propio, más que un hogar sustituto.
La Universidad de Guadalajara me devuelve hoy el título académico que la represión de la dictadura me ha quitado. Hablo, pues, a ustedes, desde la cátedra de mi universidad, la Universidad de Guadalajara, bajo las vestiduras académicas que me confirman que soy uno de sus hijos.
Muchas gracias.