9 de diciembre 2017
A mediados de 1899, Rubén Darío daba un paseo por los jardines de la Casa de Campo de Madrid. Sus ojos de poeta vividor, cansados y enrojecidos, se fijaron en una jovencita pobre y hermosa. Francisca Sánchez era la hija de un jardinero del lugar. Darío se enamoró perdidamente y terminó casándose con ella, tras escribirle: “enciendes luz en las horas del triste /[…] Francisca Sánchez, acompañamé”. Pero Francisca era analfabeta, así que el poeta tuvo que enseñarle a su amada a leer y escribir.
Intercambios de amor y de letras. Desde hace mucho los escritores latinoamericanos han cortejado a Madrid y en ocasiones ella se ha dejado seducir. En 1918 llegó a la Villa y Corte el poeta Vicente Huidobro. En su piso de la Plaza de Oriente, Huidobro impartió la novedad de las últimas vanguardias parisinas con fervor revolucionario. Los escritores madrileños jóvenes salían de allí medio enloquecidos, cacareando versos inimaginables hasta entonces. Quizás por eso César González Ruano escribió que Huidobro “trajo a España las gallinas”.
Poco después Borges pasó una temporada fecunda en Madrid. En sus tertulias escuchó más de lo que habló. Este silencio entrañaba una sutil forma de crítica a la ruidosa vida intelectual española. Rafael Cansinos Assens, que había apreciado la torrentosa personalidad de Huidobro, acogió con similar simpatía la discreta inteligencia de Borges. Ancha es Castilla.
En 1935, poco antes de la Guerra Civil, Neruda trasladó a Madrid su “Residencia en la tierra”. El poeta chileno venía de vivir en el Extremo Oriente donde había desarrollado en soledad una poesía visionaria y metafísica. Dando largos rodeos, Neruda convergió con la renovación lírica que había emprendido la generación del 27. Los poetas españoles lo recibieron con una amistosa curiosidad que Neruda correspondió amando Madrid hasta las lágrimas: “Mercados de mi barrio de Argüelles con su estatua/ como un tintero pálido entre las merluzas/ […] Y una mañana todo estaba ardiendo.”
Tras la Guerra Civil y durante el franquismo la presencia de escritores latinoamericanos en Madrid mermó, pero no se interrumpió del todo. A fines de los años cincuenta Mario Vargas Llosa estudió en esta ciudad y escribió buena parte de su primera novela en una tasca de la Avenida Menéndez Pelayo, llamada El Jute. El Nobel guatemalteco Miguel Ángel Asturias murió en Madrid en 1974.
El boom de la narrativa latinoamericana explotó en los años sesenta sobre todo en Barcelona. Pero su onda expansiva llegó hasta Madrid muchas veces. El escritor José Donoso situó acá parte de su novela El jardín de al lado. Este jardín simboliza, entre otras cosas, esa literatura española tan cercana y, sin embargo, inaccesible para un escritor “sudaca” fracasado como el que protagoniza ese libro.
En esa misma novela Donoso retrata a un autor hispanoamericano que triunfa en España. En el Rastro madrileño la todopoderosa agente literaria Nuria Monclús y el autor ecuatoriano, Marcelo Chiriboga –“el más insolentemente célebre de todos los escritores del dudoso boom”– lucen su intimidad causando la envidia del resentido protagonista.
Amor a primera vista, ilusión y enlace; o bien rechazo, desengaño y frustración. Como ocurre entre las personas, de todo hay en la relación de los escritores con las ciudades.
Viví cerca de ocho años en Madrid y casi siempre me sentí bienvenido. Por cierto, hubo algunos que se hicieron los distraídos o me ignoraron aviesamente. En estos casos cité a Machado, con despecho: “Castilla miserable […] desprecia cuanto ignora”. Y me olvidé enseguida porque, en general, Madrid fue amorosa conmigo como Francisca con Darío.
Muchos escritores latinoamericanos de hoy continúan recibiendo el aliento de Madrid y lo retribuyen con su talento. Entre los mayores, destacan Mario Vargas Llosa y Jorge Edwards. Entre los más jóvenes, una lista incompleta debería incluir al menos a Martín Caparrós y Patricio Pron (Argentina); Ronaldo Menéndez (Cuba); Violeta Medina (Chile); Doménico Chiappe y Juan Carlos Chirinos (Venezuela); Jorge Eduardo Benavides y Raúl Tola (Perú); Denise Despeyroux (Uruguay); más un largo etcétera.
Algunos de esos escritores triunfan. Ahora mismo, una obra de teatro escrita por Despeyroux destaca en el pináculo de la escena madrileña, el Teatro Español. Por su parte, el peruano Benavides acaba de ganar el premio de novela Fernando Quiñones.
En la reciente Feria del Libro de Guadalajara, Madrid fue Invitado de Honor. Era una oportunidad espléndida para confirmar la vocación abierta e inclusiva de esta ciudad, mostrándola como lo que alguna vez fueron París y Barcelona: una segunda casa para la literatura latinoamericana. No fue así. El programa organizado por el Ayuntamiento matritense apenas tocó este tema e ignoró a la mayoría de los escritores hispanoamericanos que residen a orillas del Manzanares. Lamentable. Pese a ello, estoy seguro de que los escritores “latinomadrileños” seguirán respondiendo al cariño de Madrid con amor y letras, como lo hizo Rubén Darío.