4 de junio 2017
SANTIAGO – La reciente experiencia europea sugiere que una contracción fiscal no puede ser expansiva. Cuando se la aplicó en Grecia, el gasto fiscal cayó, los impuestos aumentaron, y la producción colapsó. Lo mismo sucedió, de manera menos dramática, en otras naciones del continente. Los austerianos, como los llama el Nobel en economía Paul Krugman, perdieron la discusión.
Sin embargo, las lecciones de Occidente no se aplican necesariamente al resto del mundo.
En dos países sudamericanos, la idea de que la consolidación fiscal puede estimular el crecimiento debería ser reevaluada. En Brasil, el gobierno ha estado reduciendo un enorme déficit fiscal al mismo tiempo que su economía se recupera de la recesión más profunda que haya sufrido en décadas (aunque es posible que este esfuerzo se descarrile a raíz del escándalo de corrupción en el que ahora está envuelto el presidente Michel Temer). En Argentina, el gobierno del presidente Mauricio Macri podría reducir el déficit de manera más agresiva de lo que lo ha hecho hasta ahora, sin arriesgar volver a caer en el estancamiento.
Una contracción fiscal puede ser expansiva si los mercados esperan que el ajuste de hoy evite en el futuro recortes presupuestarios más profundos y disruptivos (o, todavía peor, una total crisis fiscal). Es decir, la deuda pública debe ser tan alta, o estar aumentado de modo tan rápido, que dentro de poco tiempo el gobierno perdería el acceso a nuevos créditos. Este fue el caso de Grecia, pero no el de la mayor parte de los otros países europeos. Incluso cuando estos estaban sumidos en las profundidades de la crisis del euro, pudieron conseguir abundantes préstamos a tasas de interés que continuaban siendo bajas, según los estándares de la historia.
Y hay otra condición que también es crucial para que un ajuste fiscal no cause estragos en la producción: el banco central debe tener espacio para recortar las tasas de interés y permitir que la moneda se ajuste. Esto no es lo que sucedió en el caso del Banco Central Europeo, que se topaba con el límite inferior igual a cero en las tasas de interés nominal. Y, por definición, miembros de la eurozona como Grecia, España y Portugal no tenían moneda propia que pudieran devaluar para incentivar las exportaciones. Por lo tanto, no sorprende que la austeridad fiscal haya gatillado una profunda recesión y un salto en el desempleo.
Pero el panorama es distinto en el Atlántico Sur. La deuda pública bruta de Brasil se encamina hacia el 80% del PIB, y sus tasas de interés reales (ajustadas según la inflación) se encuentran entre las más altas del mundo. Dadas las tendencias fiscales prevalentes hasta hace poco, una eventual crisis de la deuda era una clara posibilidad.
Dicho riesgo continúa existiendo, especialmente si los problemas de Temer impiden que el congreso apruebe una indispensable reforma al sistema de pensiones (en relación al PIB, Brasil gasta en pensiones lo mismo que Italia, aún cuando su población es considerablemente más joven). Sin embargo, a pesar de la turbulencia política, los mercados han estado lo suficientemente calmos como para que el Banco Central de Brasil haya podido reducir las tasas de interés repetidas veces.
En una nación con alto endeudamiento como Brasil, la consolidación fiscal puede tener un efecto poco convencional en el tipo de cambio: en la medida en que un déficit más bajo atenúa el temor de que el gobierno reduzca su deuda mediante la inflación, la moneda se fortalece. La economía de Brasil es grande y relativamente cerrada, de modo que un tipo de cambio real competitivo es menos crucial para el crecimiento de lo que lo sería en una economía pequeña y abierta. De hecho, a raíz de que el empresariado brasileño se ha endeudado abundantemente en dólares (como consecuencia de las altísimas tasas de interés locales), bien podría ser que una moneda que se aprecia sea expansiva en el corto plazo: las empresas pueden sanear sus balances contables sin tener que despedir empleados o reducir la inversión.
La apreciación de la moneda era lo que la reforma fiscal estaba generando, hasta que se grabó a Temer consintiendo al pago secreto de dinero a un político que estaba en la cárcel. Después de esto, tanto S&P como Moody's cambiaron su clasificación de estable a negativa. No sorprende entonces que la moneda se haya depreciado respecto del nivel máximo de 3,1 reales por dólar que alcanzó a mediados de abril.
En Argentina, los logros económicos del equipo de Macri, que heredó un caos colosal de la dinastía peronista de los Kirchner anterior a su gobierno, han sido una hazaña. Sin embargo, la actual mezcla de su política macroeconómica podría ser mejor.
Dado que la reactivación del crecimiento parecía primordial, y que la deuda pública bruta de Argentina, de alrededor del 50% del PIB (27% en términos netos) no es especialmente alta, Macri redujo los impuestos y permitió que el déficit primario se elevara del 4% del PIB del último año de presidencia de Cristina Kirchner, al 4,3% en 2016. El objetivo oficial para 2017 es el 4,2%.
El gobierno se ha estado endeudando en el exterior para cubrir el déficit (el déficit fiscal total fue de casi el 6% del PIB en 2016). Como Macri llegó a un acuerdo con los acreedores que todavía tenía el país a consecuencia del impago de la deuda soberana en 2001, el sector privado también ha podido volver a obtener créditos en el exterior.
El flujo de capital resultante ha fortalecido la moneda. La inflación ha disminuido, pero permanece alta pese a lo fuerte del peso, lo que condujo a que el banco central elevara en abril su tasa de interés de corto plazo.
Una política fiscal más austera elevaría la credibilidad del programa antiinflación. La disminución de la inflación crearía espacios para una política monetaria más expansiva, que permita que la moneda se deprecie en términos reales y estimule las exportaciones y el crecimiento.
El crecimiento sostenido en Argentina solo puede resultar de la expansión de los bienes transables. Una mayor certeza de que el tipo de cambio real va a ser competitivo puede contribuir a desatar inversiones en el sector agropecuario (para el que Argentina cuenta con algunas de las condiciones naturales más competitivas del mundo), en energía y en industrias que compitan con las importaciones.
Generar esa certeza no va a ser fácil, dado que gran parte del déficit primario refleja subsidios energéticos todavía vigentes a hogares y empresas; aumentar los llamados precios administrados (de la electricidad y el gas natural, entre otros) causa un salto de una vez en los índices de los precios relevantes y una subida temporal de la inflación. La cuestión, entonces, es persuadir a los consumidores de que el aumento de la inflación será transitorio, y para ello es clave contar con un ancla fiscal creíble y fuerte.
Resumiendo: en Brasil la consolidación fiscal fortalecería la moneda, mientras que en Argentina crearía espacio para un tipo de cambio real más competitivo. Las dos consecuencias son buenas para el crecimiento –y ello solo a corto plazo–.
A pesar del mea culpa del Fondo Monetario Internacional por subestimar los efectos adversos de la austeridad fiscal sobre el crecimiento de Europa en el corto plazo, estudios realizados por el FMI dejan en claro que en el largo plazo, "es probable que reducir la deuda fiscal aumente la producción, a medida que declinan las tasas de interés reales y la menor carga de los pagos en intereses permite recortes a los impuestos que distorsionan". No es necesario apegarse al polémico límite del 90%-del-PIB identificado por Carmen Reinhart y Kenneth Rogoff para creer que una posición fiscal más fuerte puede ayudar al crecimiento en el largo plazo –especialmente en economías de permanentes ahorros bajos e intereses altos, como es la de Brasil–.
Argentina y Brasil no son España y Portugal. Si el ajuste fiscal puede crear una oportunidad para el crecimiento, deberían aprovecharla.
Andrés Velasco, ex Ministro de Hacienda de Chile, es Professor of Professional Practice in International Development en la Escuela de Asuntos Públicos e Internacionales de Columbia University, Estados Unidos
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