27 de agosto 2019
Aparte de las argumentaciones cotidianas emitidas por Rosario Murillo, a través de la televisión oficialista, con las versiones únicas y con la absoluta centralización de toda la información del gobierno, de todos los ministerios, y de entes autónomos –incluso los pronósticos meteorológicos— las bases del orteguismo no tienen, ni buscan, otras fuentes para informarse del país en que viven.
Ese es el motivo por el cual los orteguistas de todos los estratos sociales y niveles culturales que forman una fanatizada grey, cuyas actividades puede ir desde las físicamente violentas en contra de quienes se manifiestan públicamente, hasta dar un orejazo ante la Policía para el encarcelamiento de algún “enemigo golpista”.
Los hechos demuestran que no estoy exagerando, y de ello el pueblo es testigo y víctima a la vez. El pueblo opositor viene siendo ambas cosas durante los últimos doce años, la represión alcanza altos niveles de crueldad rayana en la locura de un fanatismo envenado.
Quien diga que no ha sido testigo de eso, es que no vive en Nicaragua, o vive comprometido con el régimen para pasar como indiferente o para actuar con violencia como si, efectivamente, ignorara su condición de un ente automático deshumanizado.
¿Se puede ignorar o fingir ignorar todo lo que aquí sucede, si no fuera por haber caído esa deshumanizada condición?
Cuando desde la cúpula los dictadores expresan que el pueblo levantado con civismo y desarmado frente a su represión, obedece a consignas pagadas por un poder extranjero y a los opositores de “terroristas” y “golpistas”, ¿cómo extrañarse de que eso lo repitan como loras sus periodistas?
Y cuando los fanatizados aseguran con seriedad que los únicos muertos han sido los policías por querer imponer “el orden y el respeto a la autoridad”, y que los “sacrificados en los tranques fueron sandinistas que querían la paz”, ¿cómo no recocer en ellos el producto perverso de esa atmósfera mental de odio y fanatismo creada por los beneficiarios de la dictadura?
No se puede pensar en otra fuente de la desorientación que en la portavoz oficial y única de su poder autoritario compartido, cuando el mismo Daniel no tiene una argumentación distinta a la emanada del discurso de su alter ego, pues ambos son prisioneros de su propio pensamiento retorcido.
Mientras eso ocurre en el orteguismo, a este lado de la acera hay otras cosas que lamentar. La Alianza Cívica, lo mejor que ha dado el sentido de unidad de la oposición, tiene sus adversarios, entre ellos: a) los infiltrados de la dictadura con sus sabotajes a la unidad; b) algunos políticos tradicionales de oposición (celosos de la insurgencia juvenil en la palestra opositora); c) algunos analistas (políticos mal disimulados pronorteamericanos) que le “orientan” lo que debe hacer; d) sectores desesperados que la critican por cualquier cosa, merecida o no, o porque no hace lo que a ellos les parece bien.
Esos tres factores ideológicos, por separado, en la práctica buscan dar la impresión de que la confrontación entre la dictadura y el resto de nicaragüenses, es solo porque hablan idiomas distintos sobre dos realidades opuestas: el país de la felicidad y la paz para los de su secta; y el triste país, con sus tragedias, donde vive y muere el pueblo nicaragüenses.
En verdad, no es la diferencia del lenguaje el motivo de la confrontación, sino las contradicciones económicas, sociales y políticas –o de clases, en resumen— que se expresan con visiones y lenguajes diferentes. Y esas contradicciones, los dictadores las ocultan con un falso lenguaje: el revolucionario antiimperialista, totalmente ausentes de principios, y, si alguna vez los tuvieron –algo dudoso—, sería de modo muy superficial, y aplastados bajo sus pasiones por el poder dictatorial con el que colman sus ambiciones.
Las lógicas confusiones dentro de toda lucha política –ideológica, alguno sectores (los desesperados) las expresan opinando en contra, no de la Alianza Cívica, sino de los representantes del Cosep. Olvidan –o quieren olvidarlo— lo que produjo la alianza del empresariado con los dictadores.
Al menos, el hecho más obvio: la manera “exitosa” de “progresar” la macro economía neoliberal de la dictadura, al margen de los “valores” revolucionarios de los dictadores, atrajo el interés del gran capital, que sumó sus propios antivalores capitalistas, creando su alianza con el orteguismo para beneficiarse del crecimiento macroeconómico. Entre tanto, fueron los empresarios fueron indiferentes y, a veces, cómplices de la ruptura del orden institucional, la desvalorización del Derecho y el cercenamiento de las libertades políticas.
Ortega y su grupo de ricos desclasados –que nada tienen que ver con ningún sector trabajador, y tampoco son aceptados como suyos por la burguesía— han estado conscientes de que su poder –pese a sus doce años de ejercerlo— en términos históricos es temporal, y tratan de prolongarlo, utilizando todos los recursos ilícitos y criminales. La alianza con la gran burguesía le proporcionaba una garantía extra para su continuismo.
Y, para la burguesía, era su oportunidad y la confirmación, de que aliarse con Ortega y su pandilla de ricos desclasados, le garantizaba su estabilidad histórica en su condición de clase dominante en lo económico, aunque no ostentaran el poder político. A los grandes empresarios les convenía que fuera la cúpula de los desclasados la que cargara con los problemas sociales, porque, al fin y al cabo, los trabajadores, los campesinos, la población trabajadora en general, son los que sufren bajo los gobiernos de todos los signos.
Pero, al llegar abril 2018, cuando recrudeció la crisis en términos inhumanos intolerables, les hizo ver el peligro de un futuro más sangriento para todos e inmanejable, y hasta la embajadora norteamericana estimuló la autocrítica del capital representado por el Cosep. Sus representantes rectificaron, poniéndose al lado de las demandas del estudiantado cívicamente insurreccionado, condenaron la represión a sangre y fuego, y el Cosep convocó la primera gran marcha cívica, a partir de la cual el pueblo se tomó las calles y se reconoció a la Alianza Cívica, promovida por la iglesia católica.
Ese gesto del empresariado no ha sido bien valorado por algunos sectores como positivo para la unidad antidictatorial, y por eso han creado cierta desconfianza, con sus obvias consecuencias sectarias, divisionistas. Es que, los tiempos de crisis política, estimulan las posiciones radicales, aunque en la práctica no se aporte mucho a la lucha colectiva.
En esos sectores radicales de palabra no todos tienen esa posición por ser enemigos del movimiento cívico, sino por inconsecuentes con la realidad de que, en nuestro país, no está planteada una lucha por la transformación revolucionaria de la sociedad. Tampoco el movimiento cívico tiene una identidad de clase definida, ni es un partido político guía de un solo sector social.
La lucha de este momento tampoco se define por los intereses de clases de ningún sector en particular, sino por la conquista de la institucionalidad anulada por la dictadura; por hacer efectivos los derechos humanos, políticos y democráticos secuestrados por el régimen de los Ortega-Murillo.
Sabemos que es imposible la conciliación absoluta de los intereses del pueblo trabajador, campesino, estudiantil, pequeños, medianos, grandes empresarios, de los que ejercen todas las profesiones académicas, ni de todos los sectores de toda la sociedad.
Pero, ¿cuál es ahora el objetivo de la lucha de todos, si no organizar un gobierno con autoridades respetuosas de la Constitución y del Estado de Derecho?
Para alcanzar ese objetivo democrático común, ¿es correcto prescindir de todas las clases y todos esos sectores sociales diversos que quieran aportar a ese objetivo?
¿O sería mejor y más conveniente que los empresarios vuelvan aliarse con los capitalistas desclasados del orteguismo?
¡Definitivamente, no! Hay que estar seguros de que, con el gobierno democrático que logre la lucha de todos los nicaragüenses, con una máxima Unidad Nacional, no desaparecerá ninguna de las contracciones sociales, políticas y económicas. Pero esas contradicciones podrán debatirse en libertad, sin asomo de represiones y con posibilidades de hallarles soluciones con la mayor justicia y el máximo de respeto al derecho de todos.
Aunque parezca utópico, ese es el país que más conviene y, por demás, el único posible para las actuales generaciones; entonces… ¿por qué vamos a dejar de desearlo? Sería absurdo y perjudicial pretender saltarse por sobre las realidades para buscar un sueño para las calendas griegas, y morir en el intento, en vez de buscar lo más próximo y alcanzable, que es lo que, efectivamente, podemos hacer.