7 de agosto 2016
NUEVA YORK – Mucho se ha escrito sobre el particular peinado de Donald Trump, esa especie de peluquín teñido que uno esperaría verle al dueño de un cabaret antes que a un candidato presidencial. ¿Habrá algo que no se haya dicho? En realidad, la cuestión del pelo en la política tal vez no sea tan trivial como parece.
Es notable ver cuántos políticos, especialmente de la derecha populista, lucen peinados inusuales. Silvio Berlusconi, ex primer ministro de Italia, se pintaba de negro las zonas que sus dos transplantes capilares dejaban al descubierto. El demagogo holandés Geert Wilders tiñe de rubio platino su bouffant mozartiano. Boris Johnson, espoleador del Brexit y ahora ministro de exteriores del RU, lleva su pelambre pajiza en un permanente estado de estudiado desorden. Todos recibieron un alto grado de apoyo de votantes llenos de rabia y resentimiento contra unas élites urbanas refinadas.
También hay que mencionar al padre del populismo europeo moderno, el extinto político holandés Pim Fortuyn, que no tenía un solo pelo. Pero su cráneo reluciente y afeitado al ras destacaba tanto entre las canas bien peinadas de los políticos convencionales como la melena rubia de Johnson o el tupé dorado de Trump (por cierto, todos estos hombres, excepto Berlusconi, son rubios, o se tiñen de tales; parece que el pelo oscuro no va tan bien con la melena populista).
Lo importante es destacar. Un peinado extraño o la cabeza afeitada hacen al líder popular reconocible de inmediato; una forma de “creación de marca” común entre los dictadores. La imagen visual de Hitler podría reducirse al flequillo y el bigotín. En cuanto a los dictadores contemporáneos, el que luce más raro es sin duda el norcoreano Kim Jong-un, que se afeita la nuca y los costados de la cabeza para copiar el peinado proletario de su abuelo en los años treinta. Su padre, Kim Jong-il, intentó (aunque con poco éxito) imitar el pompadour de Elvis Presley.
Pero la autoparodia puede funcionar también en las democracias. Winston Churchill, que en muchos aspectos es el modelo de Johnson, no iba a ningún lado sin un cigarro enorme, aunque no tuviera intención alguna de fumarlo. Mucho no podía hacer con el poco pelo que tenía, pero en cuanto a vestimenta, era diferente a todos: ningún otro político británico usó jamás el overol de Churchill (ni siquiera durante la guerra, cuando por su comodidad era prenda habitual en los refugios antiaéreos). El desenfado estudiado, la excentricidad cultivada, eran signos del aristócrata típico que no sentía necesidad de adecuarse a las pesadas normas de corrección de la clase media.
Churchill entendió algo que a muchos políticos convencionales se les escapa: el camino al corazón de las masas no pasa por fingirse uno de ellos. Por el contrario, si uno es de clase alta, hay que remarcarlo, hacerse caricatura del nacido en cuna noble; como el aristócrata de la vieja escuela que desprecia al pusilánime burgués pero se lleva bien con su jardinero. Johnson no es un aristócrata, pero estudió en Eton y puede fácilmente pasar por uno, habilidad que usa muy eficazmente.
En Estados Unidos no hay aristocracia formal; el estatus tiene que ver más con el dinero. Uno de los secretos de la popularidad de Trump es el alarde que hace de su presunta fortuna; incluso la exagera si es necesario. Las absurdas sillas doradas de sus casas imitación Luis XIV son una burda parodia de estilo aristocrático.
Fortuyn, en escala holandesa más modesta, y Berlusconi, en un contexto italiano de más magnificencia, tenían gustos similares; para admiración de los que en eso ven la materia de los sueños. La clave del éxito populista es afirmar los sueños de los que tienen poco.
El quid de la cuestión es que estos políticos no son aburridos y moderados como los convencionales. Por eso hasta el insider tiene que fingir que es outsider y puede pararse al lado del hombre común contra el establishment político. Ser distinto (los amaneramientos de clase alta, la ostentación, el humor pesado, la falta de tacto, los peinados extravagantes) es una ventaja.
No estoy seguro de que lo entiendan bien quienes, acertadamente, ven a Trump como un peligro enorme para Estados Unidos y el mundo. Mucho se habló del tono razonable y moderado de la Convención Nacional Demócrata, en comparación con la escenografía barroca y “oscura” de la asamblea republicana; de los ejemplos de dignidad del presidente Barack Obama, el vicepresidente Joe Biden y Hillary Clinton, contra las morisquetas y las agresiones verbales mussolinianas de Trump.
Los seguidores de Clinton generalmente han atacado a Trump (en la convención y otras partes) por el lado del ridículo; el método usado por Voltaire contra los dogmas de la Iglesia Católica. El ridículo puede ser arma eficaz; en los años veinte del siglo pasado, periodistas como H. L. Mencken lograron que los fundamentalistas cristianos en Estados Unidos parecieran tan tontos que tuvieron que abandonar la política por varias generaciones.
Las bravatas insensatas y ofensivas de Trump, sus gustos vulgares, su traza inusual, están mandados a hacer para la sátira; comediantes como Jon Stewart se hicieron un festín con sus excentricidades. Pero la sátira y el ridículo no persuadirán a los que aman a Trump precisamente por su rareza, por lo que lo diferencia del establishment al que desprecian. El carisma no necesita moderación en el hablar, la apariencia o los gestos. Cuanto más raro el líder, mejor les cae a sus seguidores; las burlas de comediantes neoyorquinos solo refuerzan su lealtad.
Esta es la gran perversión de nuestra era de populismo rabioso. Ahora el argumento razonable y el optimismo político pueden volverse contra sus portadores, como cualidades negativas, marcas típicas de una élite bien pagada que no comprende los problemas de los que sienten que fueron el pato de la boda. No sirvieron argumentos razonables para convencer al 51,9% de los votantes británicos de que era mejor quedarse en la UE. Y puede que no sirvan para evitar que un bufón ignorante y peligroso (con peinado ridículo y todo) sea el próximo presidente de los Estados Unidos.
Traducción: Esteban Flamini
Ian Buruma es profesor de Democracia, Derechos Humanos y Periodismo en el Bard College y autor del libro Year Zero: A History of 1945 [Año cero. Una historia de 1945].
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