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En defensa de la democracia

Si el poder político actúa en colusión con el crimen, habrá impunidad. Sin justicia, no puede haber democracia en sentido estricto

Resulta sorprendente y aleccionador el poco interés por la pureza ética que mostraron los partidos de izquierda una vez que llegaron al poder

Héctor Schamis

10 de mayo 2021

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“Nuestra democracia está en problemas y en problemas serios”, así comencé mi intervención en el foro “Defensa de la Democracia en las Américas” organizada por el Inter-American Institute for Democracy el pasado 5 de mayo en Miami. Fue una oportuna reflexión colectiva.

Pues borroso es el recuerdo de las transiciones de los ochenta, del optimismo de la post Guerra Fría y de la ilusión de comienzos de este siglo. Ello debido a que nos acercamos al vigésimo aniversario de la Carta Democrática Interamericana, aquel compromiso de toda la región de vivir con elecciones periódicas, vigencia de los derechos humanos y las garantías constitucionales, separación de poderes y un sistema plural de partidos.

Toda la región excepto Cuba, esto es. Y por ahí comencé con el tema que me plantearon los organizadores: “las agresiones a la democracia”. Es que aquella revolución de 1959, transformada en la dictadura más longeva del hemisferio, instauró un sistema de partido único, luego producto de exportación y estrategia para desestabilizar la democracia en todo el continente. Por aquello de la “democracia burguesa”, según reza el salmo marxista-leninista.

Ficción intelectual e hipocresía política, la izquierda latinoamericana, ingenua, mediocre o corrupta, siempre repitió aquel concepto y su consecuencia lógica: la instauración de la “dictadura del proletariado”. En la realidad, más bien la del partido único y la dinastía castrista.


Sin embargo, la estrategia original de los sesenta y los setenta, fortalecer los partidos comunistas y reproducir el foquismo guerrillero, había resultado en un completo fracaso según quedó evidenciado por las transiciones democráticas de los ochenta. Tanto que con el colapso del comunismo europeo en los noventa se pensaba que era una mera cuestión de tiempo para que cayera también en Cuba.

Lo cual no ocurrió. Con el chavismo se consolidó una estrecha relación entre Cuba y Venezuela, especialmente a partir de 2002, produciendo un cambio en la estrategia del PC cubano hacia América Latina y en la naturaleza de la desestabilización. La Habana dejó de entrenar estudiantes iluminados para reproducir Sierra Maestra y comenzó a penetrar los movimientos de raigambre popular. La izquierda marxista, históricamente elitista, comenzó a acercarse al populismo.

Surgió así el “castro-chavismo”, mutación financiada por el petróleo venezolano, una alianza que derivó en una forma criminal de la política. Ese el modelo de exportación de hoy, solo que aquí la función del gobierno se limita a distribuir rentas ilícitas entre empresas criminales que le sostienen en el poder.

La magnitud de dichas rentas es tal, que el crimen organizado es hoy un actor político en América Latina. Hace las veces de Estado, controlando porciones del territorio a partir de “joint ventures” con el gobierno en el cultivo y tráfico de cocaína, extorsión, y explotación ilegal de minerales. Y también hace las veces de partido político, seleccionando candidatos (o sea, eliminando a los que no son de su agrado) y financiando campañas.

Si el poder político actúa en colusión con el crimen, habrá impunidad. Sin justicia, no puede haber democracia en sentido estricto. Se trata de una mímica democrática, un autoritarismo criminal que usa las instituciones de la república para subvertirlas. El modelo castro-chavista ya no se implanta por medio de una revolución, surge de la descomposición gradual de las propias instituciones democráticas. El partido único no se instala de jure, como estipula la Constitución cubana, sino de facto, evolución natural del fraude electoral y el poder discrecional del Ejecutivo.

Se exacerban con ello las pulsiones plebiscitarias innatas a cualquier tipo de populismo. Pues la democracia es un método para llegar al poder y un método para ejercerlo. El primero es requisito de origen, vencer en elecciones libres y justas. Pero el segundo es tal vez más importante, ejercer el poder de acuerdo a una arquitectura constitucional cuya singularidad es que las personas tienen derechos fundamentales, y esos derechos están protegidos sólo si el uso del poder público está restringido a priori, o sea, dividido y limitado por normas relativamente estables.

Por ello la democracia es el régimen de los que pierden elecciones. En democracia los derrotados no son eliminados, retienen voz, legitimidad y pueden intentar volver; la democracia es un juego iterado. Las mayorías son por definición transitorias, de ahí que todo ordenamiento constitucional democrático reserve derechos y garantías para proteger a las minorías, como quiera que se defina el término “minoría”.

La negación de estos principios inevitablemente conduce a la “tiranía de la mayoría”, según la célebre expresión de James Madison. Es una seria disfuncionalidad de nuestra democracia la persistencia de la idea que la popularidad electoral otorga un cheque en blanco. No solo porque no existan mayorías permanentes ni absolutas, sino también porque una concentración excesiva de poder en el Ejecutivo invita su abuso, sobre todo en el presidencialismo.

Es constitucionalismo básico, pero hoy se lo ignora invocando victorias electorales para reorganizar el Poder Judicial. Coartar la independencia del Poder Judicial siempre termina erosionando los derechos de las minorías. Vivimos una seria regresión, una ruta hacia Cuba, Nicaragua, Venezuela y más recientemente Bolivia, donde jueces y fiscales son un instrumento para perseguir adversarios políticos.

Por allí también transitan los presidentes de México, El Salvador y Argentina, cuestionando fallos adversos e intentando reorganizar la rama judicial discrecionalmente. Esa es otra agresión a la democracia y una amenaza a su sustentabilidad. Vulnerar la separación de poderes en beneficio del Ejecutivo por lo general pavimenta el camino a la autocracia.

La democracia también es el régimen de los que transfieren el poder a otro, pues sin alternancia no hay democracia. Es el caso de Lenin Moreno quien llega a buen puerto a pesar de las recurrentes estrategias de desestabilización a las que se enfrentó, entregando la presidencia el próximo 24 de mayo.

A propósito de Ecuador, ante el fallo de la Corte Constitucional despenalizando el aborto en casos de violación el presidente electo Guillermo Lasso manifestó que, pese a sus convicciones religiosas contrarias, respetará la decisión por apoyar firmemente la laicidad del Estado y la separación de poderes. He allí una pequeña, gran lección de constitucionalismo.


*Artículo publicado originalmente en Infobae.


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Héctor Schamis

Héctor Schamis

Académico argentino. Actualmente es profesor en el Centro de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Georgetown. Es autor de varios libros y articulista de opinión en diferentes medios.

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