16 de junio 2017
No, los votantes parisinos no son “vomitivos”, como proclamó el lunes el patético Henri Guaino, tras perder su escaño en la Asamblea Nacional. La abstención electoral (algo que hace 30 años vienen diciéndonos que beneficia al Frente Nacional) no es explicación para el ascenso de ¡La República en Marcha! el nuevo partido político del presidente francés Emmanuel Macron. Y no, Macron no está comenzando una carrera dictatorial a los 39, como tampoco lo hizo Charles de Gaulle a los 67.
En síntesis, casi nada de lo que se dijo acerca de la política francesa estos últimos días explica el terremoto que al parecer se desató el domingo pasado con la primera vuelta de las elecciones legislativas. Y la catarata de noticias que se sucedieron desde entonces no pasa de ser un molesto zumbido para los que llevan años prefiriendo no escuchar nada.
Entonces, ¿qué está sucediendo? ¿Cómo hizo Macron, un novicio de la política, aparentemente destinado a liderar mil y una coaliciones inestables, para anotarse el logro inédito de meter unos 400 diputados de los 577 que forman la Asamblea Nacional, encolumnados en lo que unos pocos meses antes era prácticamente un partido unipersonal?
En primer lugar, claro, está el virtuosismo, aquella cualidad que, como Hannah Arendt describe en su comentario a la Ética a Nicómaco de Aristóteles, comparten artistas y políticos. Después, la pura mediocridad de los populistas (Marine Le Pen a la derecha y Jean-Luc Mélenchon a la izquierda) que se fueron por el sumidero de su propia versión de “Francia primero”.
Pero el principal factor del triunfo de Macron, creo, es el cambio estructural que describí hace una década en Left in Dark Times [La izquierda en tiempos oscuros]. Ese cambio está ahora en su apogeo.
Todo comenzó con la Revolución Francesa. Para decirlo más exactamente, todo gira en torno del invento francés del concepto de “revolución”, una idea que pronto ascendería a la cima del pensamiento político, como una estrella fija, con las otras estrellas dispuestas a su alrededor. A la izquierda se congregarían las fuerzas de inclinación favorable a la perspectiva revolucionaria; a la derecha, las que vieron en la revolución una amenaza permanente y obraron para impedirla.
Pero entonces, en el breve lapso que va de la revolución china de 1949 a la pesadilla camboyana de 1975 a 1979, hubo un descubrimiento: cuanto más radical la revolución, más sangrienta y bárbara se torna. La revolución, quedó de pronto claro, no sólo era difícil, esquiva, imposible: era directamente detestable. La estrella fija se oscureció, hasta convertirse en un agujero negro que se tragó su propia luz y la de otras estrellas menores. En algún momento, la implosión alcanzaría todo el sistema político.
Ese momento ha llegado. Esta no es la primera vez que la divisoria izquierda‑derecha se desdibuja en Francia. Ya sucedió hasta cierto punto en Valmy, en tiempos del Affair Dreyfus, durante el gobierno de Vichy y en torno de la cuestión del colonialismo.
Pero fue en los lejanos campos de la muerte de Camboya, hace 40 años, cuando la razón y la imaginación revolucionarias quedaron destrozadas y neutralizadas. Y fue esa prolongada conmoción, la explosión a cámara lenta y el efecto de estallido que la acompañó, la invalidación sistemática de las divisiones, disputas y, finalmente, designaciones que conformaban la “excepción francesa”, aquello a lo que los triunfos de Macron han puesto fin.
Esto plantea inmediatamente infinidad de preguntas: ¿Cómo se comportarán los que han sido arrastrados al poder encolumnados detrás de Macron? Si están borrachos de victoria, ¿de qué dirección, cuándo y por mano de quién vendrá la necesaria bofetada aleccionadora? ¿Cómo, cuándo y dónde aparecerán los contrapesos que son indispensables para el adecuado funcionamiento de una democracia?
Y hay más. ¿Hacia dónde se dirige Occidente? ¿Con qué compás, hacia qué horizonte? “Al mismo tiempo” (el intento de equilibrar hechos e ideas contrapuestos) ha sido un elemento recurrente del discurso de Macron. Pero, ¿hasta dónde puede llegar el “almismotiempismo” como política?
Si realmente estamos viendo el fin de la época histórica que comenzó en 1789, ¿volveremos a los tiempos de la Ilustración? ¿O al momento previo a la Ilustración, cuando echó raíces un nuevo sentido de derechos naturales, y con él el concomitante ideal republicano? ¿Reescribiremos el Leviatán, o lo que es lo mismo, la Paz de Westfalia, pero esta vez sin tener que pasar otra vez por la trágica radicalización de Europa y por guerras mundiales latentes o desatadas?
Traiga lo que traiga el futuro, el hecho central está suficientemente claro: Macron vio lo que sus predecesores apenas atisbaron. Es instrumento o complemento de un acontecimiento duradero que estamos viendo formarse delante de nuestros ojos.
Macron es el encargado ahora de reconstruir en campo de ruinas, de trabajar para que el final de cierta forma de concebir la política no implique el fin de la política como tal. Es tarea de Macron, y de quienes lo eligieron y de quienes votaron en su contra o, peor, se abstuvieron, hacer lo mejor que uno puede hacer en tiempos oscuros: imaginar, inventar y encarnar el arte del “nuevo inicio” que, según Arendt, es el corazón latiente de la acción pública.
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