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Elecciones 2021: La Rebelión de Abril ante la crisis

La salida no es proclamar la abstención, sino relanzar la resistencia civil hasta lograr la suspensión del estado policial y la reforma electoral

en los muslos

Carlos F. Chamorro

10 de enero 2021

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A diez meses de las elecciones presidenciales y legislativas de 2021, bajo el estado policial y sin una reforma electoral, la Rebelión de Abril enfrenta la disyuntiva de someterse al intento final de Daniel Ortega para legalizar la dictadura, o relanzar la resistencia civil hasta conquistar las garantías de una elección libre y competitiva para tomar el poder.

La primera opción implica aceptar las reglas de una elección sin transparencia ni competencia política, con candidatos y movimientos políticos vetados de antemano, en la que no estaría en juego el poder, sino únicamente legitimar el regreso al statu quo anterior a abril 2018, ahora con una dictadura sangrienta en la impunidad.

La segunda, demanda desafiar el estado policial desde una plataforma de unidad nacional, con la participación del movimiento Azul y Blanco y los partidos opositores, convocando el apoyo del sector empresarial, el liderazgo moral de la Iglesia católica, y los servidores públicos --civiles y militares-- para restituir el derecho a elecciones libres y competitivas y negociar una reforma electoral, con o sin Ortega y Murillo en el poder.

Son dos objetivos, dos caminos, y dos estrategias radicalmente distintas. De un lado, en algunos sectores del país está incubada la ilusión de que la solución a la crisis política nacional vendrá desde afuera. Asumen que el tirano cederá ante el temor de más sanciones internacionales, y que para evitar que su Gobierno sea declarado “ilegítimo” por la OEA, a última hora concederá una “reforma electoral” sin cambios sustanciales, pero ofreciendo lo mínimo para proclamar que ha dado “un paso insuficiente, en la dirección correcta”, aunque su creciente alineamiento ideológico con el modelo cubano-venezolano indica lo contrario.


Del otro lado, la verdadera presión cívica depende del poder de convocatoria del movimiento de abril, la nueva mayoría política de los sin partido que demandó la salida de Ortega y Murillo del poder y elecciones anticipadas en 2018. Ellos pusieron los muertos, los presos políticos, y el exilio masivo, se ganaron a pulso la solidaridad de la Iglesia católica y también forzaron la ruptura del “modelo” corporativista autoritario, la alianza de casi una década de los grandes empresarios con la dictadura Ortega-Murillo.

Unido, el voto Azul y Blanco simboliza la esperanza del cambio político, no solo para ganarle al FSLN una elección libre, sino para conquistar la mayoría calificada que le otorgaría a un nuevo gobierno democrático un mandato inequívoco para desmantelar las mafias del poder de la dictadura y despejar el camino hacia el progreso, que anhelan centenares de miles de familias que están en la pobreza y el desamparo.

Dividido, le otorga una ventaja competitiva al orteguismo, como minoría política. Si el voto Azul y Blanco se divide en dos bloques como pareciera ser la tendencia actual —la Alianza Cívica en la casilla de Ciudadanos por la Libertad (CxL), con el apoyo del sector empresarial; y la UNAB, el Movimiento Campesino, y la Coalición Nacional en la casilla del Partido Restauración Democrática (PRD)— Ortega y el FSLN, como primera minoría política, pueden robarse la elección a través del fraude; ganarla por un margen estrecho; o incluso perderla, y seguir gobernando desde abajo.

La aritmética política que proyectan todas las encuestas es invariable: Solo una alianza opositora unida, excluyendo a los partidos zancudos y colaboracionistas, es la fuerza ganadora que puede derrotar y desmontar la dictadura. Por lo tanto, lo que el país espera de los líderes opositores, cívicos y políticos, es que demuestren su capacidad para sumar fuerzas, desterrando el sectarismo y los hegemonismos, para conformar una alianza basada en normas democráticas que perdure más allá de esta elección y en varios períodos de gobierno. La unidad nacional opositora, empezando por la unidad en la acción para presionar por la suspensión del estado policial y la reforma electoral —como dos momentos inseparables del mismo proceso político— representa el pilar fundacional de una nueva república democrática.

Pero, ¿cómo arrancarle al régimen la reforma electoral, bajo un estado policial que ha conculcado las libertades de reunión y movilización y mantiene más de 100 presos políticos?. Paradójicamente, la dictadura se encuentra hoy en su nivel más bajo de apoyo político, después de tres años consecutivos de recesión económica, que han multiplicado la pobreza y el desempleo, agravados por el manejo indolente de la pandemia de la covid-19. La crisis política y económica del régimen ha provocado el colapso del asistencialismo del sistema Estado-Partido-Familia, pero la oposición no ha logrado llenar el vacío de poder, ni representa aún una esperanza para las grandes mayorías, agobiadas por el drama cotidiano de la sobrevivencia. También es cierto que desde septiembre de 2020 el endurecimiento del cerco policial, la persecución y el asedio paramilitar, han provocado un reflujo en la protesta cívica, y mantienen bajo un régimen ilegal de “casa por cárcel” a más de un centenar de  líderes opositores, excarcelados, exiliados que regresaron al país, y familiares de las víctimas de la represión.

Ese el es el verdadero clima preelectoral que hay en Nicaragua antes del siete de noviembre. El cardenal Leopoldo Brenes, arzobispo de Managua y presidente de la Conferencia Episcopal, ha hecho un llamado a descartar la “confrontación y la violencia” en el año electoral, y seguramente la gran mayoría de los nicaragüenses respaldan esa exhortación; el problema es que la violencia no ha cesado un solo día desde que el régimen desató la represión contra la protesta cívica en abril 2018. En Nicaragua ya vivimos en violencia, porque los derechos elementales de reunión y movilización han sido conculcados y hasta la libertad religiosa esta gravemente amenazada, y ahora quieren “normalizar la violencia”, manteniendo casa por cárcel a los opositores y vetando su participación en las elecciones.

El 18 de septiembre de 2020 todas las fuerzas democráticas, con la excepción del partido CxL, suscribieron el “Consenso Nacional sobre Reformas Electorales” promovido por el Grupo Promotor de las Reformas Electorales. La propuesta distingue con claridad las “condiciones habilitantes” para ir a elecciones libres, que se resumen en “la liberación definitiva de todos los presos políticos, el restablecimiento pleno de todos los derechos y garantías y el retorno seguro del exilio nicaragüense, tal y como lo establece la Constitución Política, y los acuerdos firmados por el Gobierno con la Alianza Cívica el 27 y 29 de marzo de 2019”.

En otras palabras, no hay reforma electoral posible ni elecciones libres, sin estas “condiciones habilitantes”, pero la respuesta de Ortega ha sido cerrar aún más el espacio político, colocando a la oposición al borde del abismo. La  dictadura se adelantó a reforzar el cerco policial con la aprobación de las cuatro leyes represivas —“crímenes de odio”, “Ley Mordaza”, “agentes extranjeros”, y “traidores a la patria”— que criminalizan el ejercicio de los derechos democráticos y pretenden eliminar la competencia política en el proceso electoral.

Sin embargo, la salida ante esta crisis no reside en proclamar anticipadamente la abstención, o esperar la “reforma electoral” ofrecida por Ortega para mayo, sino en cambiar el balance de poder. En los primeros meses de 2021, la oposición enfrenta el reto formidable de adelantarse a los plazos de Ortega e imponer una agenda política propia, que represente las aspiraciones de cambio de las grandes mayorías empobrecidas y de los sectores medios del país.

En primer lugar, relanzar la presión cívica para demandar la suspensión del estado policial y la reforma electoral. Ortega nunca otorgará las condiciones mínimas para una elección libre y competitiva, si no está sometido, al máximo, a una presión política y económica que le obligue a negociar la reforma electoral.

En segundo lugar, conformar una alianza nacional opositora —está es quizás su última oportunidad— para convocar al voto Azul y Blanco en torno a un programa de gobierno de cambio democrático, y elegir a través de una primaria democrática a sus candidatos a presidente, vicepresidente y diputados.

Después de la insurrección cívica de abril que generó el proceso político más participativo de la historia de Nicaragua, la selección de candidatos de la unidad opositora no puede estar sujeta al veto de Ortega, ni a los dedazos de las élites, o cuotas partidarias (en un sistema escuálido de partidos políticos), sino únicamente a la competencia democrática. Contrario a la tradición de los poderes fácticos que pretenden condicionar y predeterminar los resultados de la política, la futura alianza opositora debería asumir, como bandera de cambio, la legitimidad que emana de una genuina competencia democrática para seleccionar a sus candidatos.

¿Podrán los líderes de la Alianza Cívica, la Unidad Nacional, la Coalición Nacional, el Movimiento Campesino, CxL, PRD, y otras organizaciones opositoras, conformar esa gran alianza nacional y garantizar un proceso participativo para elegir al liderazgo que gobernará el país a partir del 10 de enero de 2022?

De ello depende, y no solo de las reglas electorales mínimas, la recuperación de la confianza en el voto y la esperanza para lograr, como proclamaba mi padre, Pedro Joaquín Chamorro, asesinado hace 43 años por otra dictadura, que “Nicaragua vuelva a ser República”.


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Carlos F. Chamorro

Carlos F. Chamorro

Periodista nicaragüense, exiliado en Costa Rica. Fundador y director de Confidencial y Esta Semana. Miembro del Consejo Rector de la Fundación Gabo. Ha sido Knight Fellow en la Universidad de Stanford (1997-1998) y profesor visitante en la Maestría de Periodismo de la Universidad de Berkeley, California (1998-1999). En mayo 2009, obtuvo el Premio a la Libertad de Expresión en Iberoamérica, de Casa América Cataluña (España). En octubre de 2010 recibió el Premio Maria Moors Cabot de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Columbia en Nueva York. En 2021 obtuvo el Premio Ortega y Gasset por su trayectoria periodística.

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