25 de noviembre 2024
Con solo leer las primeras páginas de Deséenme un buen viaje ya sabemos el final: este es un libro que termina con la muerte. Nos adentramos en la narración de los últimos meses en la vida del escritor, periodista y analista cubano Carlos Alberto Montaner. Sin embargo, no se trata de un acercamiento desgarrador al ocaso de una existencia, sino de un testimonio armado desde la dulzura y la comprensión de una hija que hace valer, no sin dudas y dolores, la voluntad de morir de su padre.
El volumen, que acaba de ser publicado por la editorial Planeta, muestra la madurez de Gina Montaner como escritora, un ejercicio en el que es fácil detectar su formación y experiencia como periodista. Estamos ante un relato cuidado, que mantiene en buena medida una cronología lineal, aunque con los necesarios saltos al pasado para explicar ocho décadas de un hombre que parece haber compactado varias vidas en una sola.
Gina nos regala un mapa pero no del tesoro. Extiende ante nuestros ojos un plano para recorrer el accidentado camino de decir adiós a alguien que se ama. Si, además, esa persona va a cerrar la puerta por propia voluntad, eligiendo el mes y el día, Deséenme un buen viaje será entonces un indispensable compañero de ruta. Poco se ha escrito, desde la literatura, en lengua española, sobre la eutanasia, mucho menos de manos de un testigo ubicado en la primera fila de las emociones y la responsabilidad.
En poco más de 200 páginas asistimos junto a Gina y Carlos al largo y tortuoso proceso burocrático de hacer valer la Ley de la Eutanasia que se aprobó hace dos años en España. La familia regresa al lugar que considera su hogar tras el exilio al que se vio forzada seis décadas atrás. En Madrid bregan con la burocracia, las emociones y el deterioro de salud que va sufriendo Montaner a causa de una parálisis supranuclear progresiva, la enfermedad neurodegenerativa que le afectó la expresión facial y la locomoción, junto a la capacidad de hablar y escribir.
No obstante, aunque frente a los ojos del lector se ve deteriorarse y desvanecerse poco a poco a un hombre que fue sinónimo de elegancia en el lenguaje y en la política, CAM, el acrónimo con el que lo llamaban muchos, sale engrandecido. Sin excesos, sin alardes de un coraje fingido ni lecciones de arrojo ante la Parca que se acerca, Montaner imparte una lección magistral de valentía que su hija logra recoger en las pequeñas anécdotas del día a día. Desde el disfrute del cine en la sala familiar, incluso horas antes de la muerte, hasta su calmada pero decidida postura ante los médicos.
Recorremos junto a ellos dos y Linda, la eterna novia que compartió la vida con Montaner, los senderos de la burocracia sanitaria. Un intinerario a veces frustrante y en círculos, pero flanqueado, eso sí, por un derecho que la legislación española hace valer y al que, poco a poco, van acostumbrándose los pacientes y los médicos, estos últimos anclados muchas veces a la convicción de que la eutanasia va en contra del juramento hipocrático.
El libro tiene también otras lecturas a través del prisma de la historia cubana. Carlos Alberto Montaner se nos confirma como uno de los seres humanos más lúcidos y consecuentes que habitaron el enrarecido escenario de la política de esta Isla. El más libertario entre las figuras isleñas ejerció su arbitrio hasta al final, decidiendo la forma y el momento de marcharse de este mundo. Con excepción de varios famosos suicidas nacionales, los líderes cubanos han mostrado ante la muerte actitudes que van desde la irresponsable búsqueda de un fin heroico hasta la miedosa negación de que el último suspiro se acerca.
Fidel Castro, el hombre que fue la némesis de Carlos Alberto Montaner en tantos aspectos, se aferró a una larga y debilitante agonía final con el único objetivo de prolongar su control sobre la vida de los cubanos. Diez largos años pasó el dictador apagándose y escribiendo unas delirantes reflexiones en las que mezclaba las plantaciones de moringa con los años luz que nos separan de las más lejanas galaxias. Ante la muerte se escondió, se comportó de la misma manera que en aquella madrugada del 26 de julio de 1953 cuando no entró al Cuartel Moncada de Santiago de Cuba y mandó a morir y a matar a decenas de jóvenes que lo seguían ciegamente.
Mientras Montaner supo poner punto final, y a tiempo, a los textos de análisis internacional que publicaba puntualmente cada semana, Castro impuso la difusión de aquellos ripios en la portada de los principales medios de la Isla. Uno tenía la hidalguía de ahorrarle a sus lectores cualquier traspié que el deterioro cognitivo pudiera provocarle, y el otro nos obligaba a escuchar sus inconexas letanías leídas por los locutores del noticiero estelar y repetidas en los matutinos escolares y las reuniones partidistas.
Montaner dio su último aliento rodeado de la familia que fundó, una cofradía basada en el amor y la comprensión. Castro escondió a sus hijos y a su esposa por décadas, negó incluso el apellido a varios de sus retoños y quienes lo trataron de cerca lo definieron como una persona incapaz de sentir empatía por nadie, ni siquiera por aquellos que llevaban su propia sangre. A los autoritarios se les conoce por la vida pero sobre todo por cómo mueren. Quizás es que intuyen que tras cerrar los párpados ya no podrán dictar órdenes, encarcelar enemigos ni encadenar países.
El caudillo y el escritor retratados en el momento final. Uno, con su enfermiza necesidad de dictar a los demás lo que deben hacer, incluso después de su fallecimiento. El otro, recogido en ese círculo íntimo que conformaban su esposa, sus hijos y sus nietas, haciendo lo que mejor se le daba: escuchar. Porque Carlos Alberto Montaner fue uno de esos raros cubanos con la capacidad de oír al otro, de acomodarse en el asiento y volverse todo orejas mientras su interlocutor le desgranaba cárceles, exilios o proyectos literarios.
Si uno pidió que le levantarán un mausoleo de obligatoria visita, el otro sabía que el más honorable panteón donde debía descansar su memoria era en los libros que dejó, la familia que fundó y los miles de amigos que tuvo por todos lados. Para estos últimos, la lectura de Deséenme un buen viaje es especialmente emotiva y por momentos muy difícil. Asistimos a un testimonio que confirma lo que ya sabíamos pero no habíamos querido aceptar, que la figura pública más completa que ha dado la Cuba del último medio siglo ya no está.
Se ha ido el hombre que nos enseñó a no temerle a la libertad, que por supuesto implica cuotas inmensas de responsabilidad y madurez cívica; a no temerle tampoco al mandatario que hundió un país dirigido por un vetusto clan familiar que ha provocado la ruina de la nación, el mayor éxodo de nuestra historia y un infantilismo político que da grima. El escritor que no llegó a los anaqueles de nuestra librerías nacionales pero que la gente buscó con la avidez no solo de lo prohibido sino de lo valioso. El analista que había leído con fruición y era una de las mentes más cultas que ha representado a nuestro país en los escenarios mundiales.
El libro termina, la última página se acaba ante nuestros ojos. Hay que decir adiós, o mejor, hasta luego. El viaje sigue y Carlos Alberto Montaner nos ha dejado el mapa para recorrerlo plenamente y a voluntad.
*Este artículo se publicó originalmente en 14ymedio