7 de octubre 2019
Al inicio de la Rebelión de Abril, hubo un disperso y a veces cacofónico coro de voces que entonaron loas al Ejército de Nicaragua y sugirieron, exigieron o suplicaron su intervención para ponerle fin a la represión y la crisis. Alguno llegó a pedir que se erigiera en el interlocutor en el diálogo, en representación del Estado. Era una propuesta muy cuestionable, pero en aquel momento no sonaba tan infantil, suicida y digna de Juan Dundo, el célebre personaje de los cuentos de camino que siempre aceptaba dócilmente las tareas y castigos impuestos por el patrón, sin percatarse de su injusticia, cayendo una y otra vez en evidentes timos y tomaduras de pelo.
Conforme avanzó la represión se hizo evidente el involucramiento del Ejército, sobre todo en los videos donde aparecieron paramilitares saliendo de instalaciones castrenses y exhibiendo armamento pesado de uso exclusivo del Ejército. Supimos entonces que a lo largo de más de una década Ortega había depurado al Ejército de los elementos no incondicionales. Más de un año después, en el cuarenta aniversario de fundación del Ejército, su máximo general renovó sus votos de adhesión al orteguismo con reiteradas genuflexiones ante Ortega y amenazó a quienes presuntamente instigaron para que los militares se sumaran a las fuerzas golpistas. En suma: al comandante rogando y con el mazo dando. El Ejército sacó tanques a la calle como el lobo que muestra sus colmillos. Hubo numerosos ascensos de rango y posición de mando, algunos concedidos como premio a la labor represiva. Palabras y hechos no dejaron duda alguna sobre la posición oficial de la cúpula militar. Nadando a contracorriente de una catarata de evidencias, hay santurrones que siguen poniendo velas al Ejército para que haga el milagro, como antes tal vez se las pusieron a Santa Bárbara, patrona de causas difíciles y desesperadas.
Ciertamente, la causa de la rebelión es difícil y a veces desesperada. Pero ¿es razonable pensar que el Ejército nos sacará de este sangriento atolladero? Lo único claro es que el Ejército es un poder que, en las actuales circunstancias, ha demostrado ser de mayor peso que el del gran capital. Parte de su poder proviene de su fortaleza económica, lo cual podría haberle dado cierta autonomía ideológica. Y quizás la tiene. Sus nexos con el orteguismo no son ideológicos: la mayoría de sus mandos y probablemente todos sus soldados no formaron parte de la guerrilla ni del Ejército Popular Sandinista de los años ochenta. Pero hay nexos económicos, que a menudo son más fuertes que los evanescentes vínculos de un credo. Los activos del Ejército y de algunos de sus miembros han crecido en gran escala durante los trece años del Gobierno de Ortega. ¿Por qué iban a querer ponerle fin a la fiesta?
El hecho de que el Ejército sea un poder de enorme peso económico y político es una situación en sí misma anómala, que corroe la democracia. La historia que nos llevó a este punto habla por sí misma. El Ejército sandinista se conformó en los años ochenta con algunos miembros de la guerrilla, que no era muy numerosa. Creció en número y absorción del presupuesto nacional cuando el FSLN dio una solución casi exclusivamente militar a un problema que en sus comienzos fue fundamentalmente agrario y político. Las primeras bandas de contrarrevolucionarios fueron conformadas por campesinos descontentos porque la tierra prometida no llegó: la reforma agraria, sobre todo en sus primeros años, fue una concentración estatal de tierras. El malestar aumentó con los abusos del Ejército y las confiscaciones. Después el Gobierno de Reagan puso su granote de dólares y la “contra” floreció. El FSLN pudo haber privilegiado otras formas de solución: sin duda, el diálogo que finalmente puso fin al derramamiento de sangre. Antes de recurrir a esa fórmula, impuso el servicio militar obligatorio y aumentó la sangría. Ahí tienen adónde nos llevan las soluciones que hacen del Ejército el instrumento privilegiado.
De esa tortuosa historia salió un Ejército convertido en un poder financiero formidable, porque el general de ese Ejército tenía más dotes de tahúr que de ajedrecista. Los que ahora reclaman una intervención del Ejército parece que han digerido esta situación como un hecho aceptable, y no como una pésima señal. ¿Por qué tenía que convertirse el Ejército en poseedor de acciones en la bolsa de New York, un hospital, clínicas, ferretería y un inmenso etcétera? ¿Por qué tenía que emular el Ejército nicaragüense a su homólogo guatemalteco, también erigido en un poder económico en sí mismo, una evolución que acabó por convertirlo en almácigo de narcotraficantes? ¿No sería mejor –en todo caso, una muestra de nuestra apuesta como sociedad- que los maestros de primaria y secundaria tuvieran aseguradas y boyantes sus pensiones en la bolsa de Nueva York? ¿Por qué no los bomberos? ¿O el personal médico? Otra Nicaragua seríamos si se hubiera dotado la escuela normal con tanta generosidad y los fondos para distribuir material educativo hubieran sido administrados con tanta sagacidad como los de los militares. ¿No sería justo que las pensiones de los lisiados de guerra de uno y otro bando hubieran sido tratadas con tanta astucia? Pues no: esos fondos y esas pensiones las han administrado los muchos Juanes Dundos que hay en este país y no Pedro Urdemales, su hermano taimado y atrevido, que fue a parar al Ejército.
Vistas en perspectiva regional, las cosas no podrían haber ocurrido de otro modo. El protagonismo del Ejército está en boga en el istmo. En Guatemala no ha dejado de ser una constante: gobierne un mediocre cómico de televisión como Jimmy Morales o un miembro de la oligarquía como Alejandro Giammattei, todos saben que uno ha sido títere y el otro –más digno– un instrumento de la dominación del Ejército, que tiene la sartén por el mango y el mango también. Honduras es un Estado militar. Su condición de explataforma de tres Ejércitos –el doméstico, el estadounidense y el de la “contra”- dejó como residuo una fortaleza militar que se hizo más palmaria desde el golpe de Mel Zelaya, pero que no empezó entonces, y que se hace presente en las inversiones de los militares y los desalojos de tierras ejecutados por obedientes y violentos soldados. En El Salvador, todos los gobiernos han enfrentado el problema de las maras ante todo con la fuerza policial y militar. La Policía Nacional Civil, que emergió de los acuerdos de paz, no logró sacudirse de su cúpula a miembros de las viejas tandonas militares que tenían sus manos empapadas en sangre. A veces pasaban por una puerta rotatoria: salían por un par de años y reingresaban tan panchos. El peso de los militares se refleja en los ministerios cuya dirección ha sido encargada al general David Munguía Payés, poder a veces tras el trono y a veces contra el trono. Un ejemplo del último caso fue su oposición a que las compras de insumos militares y de armamento se sometieran a licitación pública, en abierta resistencia al dictamen de la Sala de lo Constitucional.
El militarismo no se ha ido de la región. Permaneció en un estado casi larvario en algunos países. Y ahora, cuando vuelve a sacar las uñas y se pone en evidencia su talante desestabilizador y antidemócrata, resulta que en Nicaragua hay quienes quieren hacerlo pasar por nuestra tabla de salvación. Se olvidan de que cuando los fusiles salen a las calles, se acaba la política como un juego donde los disensos –sano reflejo de pluralidad de posiciones- se procesan mediante discusiones, pronunciamientos, marchas, etc. La política es la tensión de los disensos, y no hay disenso posible ante el cañón de un Ak-47. En este contexto de revigorización del militarismo, solo a Juan Dundo se le puede ocurrir que si Costa Rica, el único ejemplo de una democracia funcional que hay en la región, se ha mantenido estable en parte porque se deshizo del Ejército, nosotros vamos a llegar a la democracia caminando sobre las bayonetas. En Nicaragua se supone que tenemos que decir “a lo hecho, pecho” y que, dado que en los ochenta le dimos la chequera a los militares, ahora hay que darles un lugar en la política. Mejor sigamos pidiéndole a Santa Bárbara.