19 de enero 2017
La tragedia existencial de Daniel Ortega y su esposa Rosario Murillo, vicepresidenta y heredera del poder dinástico, se resume en un afán desesperado por imponer el relato del presunto milagro que han protagonizado en la historia nacional, pero a pesar del monopolio de medios de comunicación que controlan para difundir su mensaje de forma reiterativa, éste no logra ser creíble ni verosímil.
Cada diecinueve de julio, en los aniversarios del ejército y la policía, en las cumbres del Alba, o en sus tomas de posesión presidencial, en cada uno de esos momentos de sus escasas apariciones públicas, Ortega repite hasta el cansancio el monólogo oficial con mínimas variantes. El caudillo, que nunca fue líder histórico del Frente Sandinista, se presenta como el único actor de la revolución de 1979 que fue malograda por la guerra y la agresión externa, e invoca una supuesta segunda etapa de la revolución que habría empezado con su regreso al poder en 2007, devolviéndole paz, estabilidad, y progreso a la nación.
Entre 1990 y 2006, cuando transcurrieron los dieciséis años de la “pesadilla neoliberal” después de la derrota electoral del FSLN, Ortega fue un ejemplo de “oposición constructiva” y no gobernó “desde abajo”, ni impuso el caos y la desestabilización, y tampoco orquestó con su socio Arnoldo Alemán un pacto prebendario que partidizó las instituciones del Estado allanando el camino hacia los fraudes electorales y la corrupción.
Según este relato, el Supremo surge como el salvador de una nación que antes estaba dividida y ahora se encuentra felizmente reunificada bajo el control del partido único, a través del modelo estado-partido-familia y la alianza corporativista con los grandes empresarios, pues ya no existen fuerzas opositoras que dividan a los nicaragüenses. Por ello, deberíamos estar eternamente agradecidos, mientras el líder nos protege de un enemigo que él mismo ha fabricado, y libra con histrionismo “batallas” contra el imperialismo nortemericano, a la vez que su gobierno persigue de forma despiadada a los migrantes que intentan cruzar nuestro territorio para llegar hasta el norte. El comandante es además un abanderado de la paz mundial que reclama de forma vehemente la soberanía de Puerto Rico y exige a Estados Unidos la devolución de la base de Guantánamo en Cuba, pero entregó por cien años la soberanía nacional a un traficante de influencias chino llamado Wang Jing, y realiza tratos igualmente oscuros con la Rusia de Putin.
Ortega y Murillo hablan siempre en nombre de la democracia directa del pueblo, pero nunca han rendido cuentas sobre las promesas incumplidas, la pobreza que agobia a cuatro de cada diez nicaragüenses, la deplorable calidad de la educación, o las promesas de mega proyectos como el canal interoceánico, según el cual el año pasado el producto interno bruto debió haber crecido al 15%.
En el relato oficial, la pareja presidencial representa los valores de la familia católica tradicional a imitar: nunca existió una espeluznante acusación por abuso sexual de la hija adoptiva, que ahora se encuentra en el exilio, ni se cobijó detrás de la impunidad una inescrupulosa negociación política que le permitió a la ahora vicepresidenta ascender al poder, después de defender a capa y espada la penalización del aborto terapéutico.
Se trata de un relato delirante de la ambición de poder, enmascarado antes en símbolos de luchas populares y ahora en un discurso religioso, derivado de los designios divinos de Dios. Como prueba de fe, Ortega exhibe en las plazas como trofeo al cardenal emérito Miguel Obando y Bravo y en ofrenda al Vaticano ordenó construir un costosísimo museo en homenaje al papa Juan Pablo Segundo, pero ni con todos los millones de Albanisa pudo comprar las conciencias de los Obispos de la Conferencia Episcopal, todos ausentes en su acto de investidura el 10 de enero.
Ningún movimiento de izquierda en el mundo, ni siquiera los aliados de Ortega en el Alba o el Foro de Sao Paulo, han tomado en serio su régimen como modelo de alguna clase de socialismo, aunque las razones de Estado les llevan a hacerse de la vista gorda ante el oportunismo. Irónicamente, Ortega sí ha conquistado la credibilidad de los grandes empresarios, a los que brinda garantías de continuar con las políticas económicas neoliberales, añadiendo holgadas ventajas económicas a costa de democracia y transparencia. Es la oferta de estabilidad autoritaria que el nuevo Putin de Centroamérica también promete a los empresarios de la región: orden sin democracia, o de lo contrario se impondría el caos desatado por sus propias huestes.
Y así se ha producido la transmutación del caudillo como cabeza de uno de los nuevos grupos económicos más poderosos del país, a través del desvío ilegal de más de 3,700 millones de dólares de la cooperación estatal venezolana a sus arcas privadas. Un delito ampliamente documentado por la prensa independiente, que intenta ser enterrado por la inacción de la justicia, el Congreso, la Fiscalía y la Contraloría, que están sometidos al control absoluto de Ortega. Mientras en Centroamérica y América Latina, soplan vientos de lucha contra la corrupción, en Nicaragua prevalece un silencio cómplice ante el mayor acto de corrupción de nuestra historia. Esa es la cosecha del miedo y el chantaje, el verdadero milagro del relato de la nueva dictadura.