17 de diciembre 2020
El presidente electo de los Estados Unidos Joe Biden hizo del «regreso a la normalidad» uno de los temas de su campaña electoral. Fue sin duda una promesa atractiva tras cuatro años de mentiras descaradas, matonería adolescente, crueldad gratuita y peligrosa volatilidad del presidente Donald Trump. Pero como el mismo Biden admitió, el mundo no es lo que era en enero de 2017, cuando finalizó el Gobierno de Barack Obama (del que Biden era vicepresidente). Entonces ¿a qué piensa regresar exactamente?
No hay duda de que Biden puede devolverle a la presidencia de los Estados Unidos un sentido de decoro y decencia. Pero en cuestiones concretas de política (en particular, en política exterior) revivir el statu quo ante será mucho más difícil, o acaso imposible.
Biden prometió renovar el compromiso con algunos de los acuerdos internacionales de la era Obama que Trump abandonó, comenzando por el Acuerdo de París sobre el clima y el Plan de Acción Integral Conjunto (PAIC, comúnmente denominado «acuerdo nuclear con Irán»). Además, tiene intención de extender el Tratado de Reducción de Armas Estratégicas de 2010 (New START) con Rusia, volver a la Organización Mundial de la Salud y reiniciar la relación con Cuba. También es posible que sume a Estados Unidos al sucesor del Acuerdo Transpacífico (TPP), el tratado comercial megarregional que Obama negoció y Trump repudió.
La vuelta al Acuerdo de París debería ser la más sencilla de estas acciones. El acuerdo nunca alcanzó la condición de tratado, en gran medida porque Obama sabía que el Senado bajo control republicano nunca lo aprobaría. Por eso Trump pudo retirarse del acuerdo sin pasar por el Congreso; sólo tuvo que respetar el período de un año de espera estipulado en el texto. Del mismo modo, Biden puede volver al acuerdo sin la aprobación del Congreso, tras un período de espera de sólo 30 días.
Pero los otros intentos serán más difíciles. Un buen ejemplo es el PAIC. Si bien tampoco lo ratificó el Senado, un levantamiento unilateral de las sanciones económicas contra Irán (sobre todo a la venta de petróleo) generará rechazo de los congresistas republicanos (a los que Biden necesita para cumplir otras promesas), enfurecerá a Israel y puede generar inquietud en Europa.
Los críticos sostienen que el PAIC no impone límites suficientes a la capacidad iraní de enriquecimiento de uranio, y que deja fuera cuestiones fundamentales, en concreto, los misiles balísticos y, sobre todo, el apoyo de Irán a fuerzas (como Hezbollah) o regímenes (como en Siria) antiisraelíes y antiestadounidenses en la región. Si no se le introducen algunos cambios, lo más probable es que el acuerdo siga moribundo.
Similares obstáculos enfrentará cualquier intento de reiniciar la política de normalización con Cuba de tiempos de Obama. Esto supone una embajada plena en La Habana, eliminación de restricciones a viajes y remesas, y la reanudación de escalas de cruceros y conexiones aéreas con la isla. También implica el mayor nivel de inversión y comercio que sea posible dentro del embargo estadounidense vigente desde 1961 (que el gobierno de Biden no levantará).
Es de suponer que Biden no pedirá a Cuba nada a cambio. Al fin y al cabo, el acuerdo alcanzado por Obama con el régimen castrista en 2015 sólo fue posible porque no incluyó condiciones concretas en relación con los derechos humanos, la democracia, la reforma económica o una cooperación significativa de Cuba en América Latina.
Pero como han mostrado los últimos cinco años, Cuba no resolverá estas cuestiones por iniciativa propia. En una entrevista reciente, el ex secretario de Estado de los Estados Unidos John Kerry confesó (hablando en representación de Biden) que el progreso de Cuba en lo referido a derechos humanos y reforma económica desde 2015 fue «decepcionante». De hecho, la situación en materia de derechos humanos empeoró, y aumentó la cantidad de presos políticos. En tanto, la crisis humanitaria en Venezuela (donde Cuba ejerce una influencia enorme) ha sufrido un gran empeoramiento, y no hay solución a la vista.
En este contexto, tratar de normalizar las relaciones con Cuba supone un riesgo político. El resultado de la elección para Biden dentro de la comunidad cubana en Miami (que constituye más del 10% del padrón electoral en Florida) fue considerablemente peor al que obtuvo Hillary Clinton en 2016. Y puede que Biden necesite el apoyo de republicanos de Florida (por ejemplo el senador Marco Rubio) para cumplir la promesa de facilitar la obtención de la ciudadanía a unos 11 o 12 millones de inmigrantes indocumentados.
Además, si bien Biden no hizo promesas en relación con Venezuela, apenas haya asumido el cargo tendrá que tomar varias decisiones cruciales en este frente. ¿Mantendrá las sanciones económicas contra el país y contra la petrolera estatal Petróleos de Venezuela, S.A.? ¿Reconocerá a Juan Guaidó, el dirigente opositor autodesignado presidente interino en 2019, como legítimo jefe de Estado del país? ¿Ignorará los resultados de la farsa de elección para la Asamblea Nacional celebrada el 6 de diciembre?
Es decir, ¿mantendrá en general Biden la política de Trump para Venezuela (sacando los planes absurdos de golpe de Estado pergeñados por kamikazes de Venezuela y Estados Unidos)? ¿O buscará otro modo de encarar la grave crisis humanitaria del país? Regresar a la política de «negligencia benévola» de Obama (que era una postura razonable en aquel momento) sería problemático ahora.
Finalmente, está la cuestión del comercio en la región de Asia y el Pacífico. Biden no se comprometió a suscribir el sucesor del TPP, el Tratado Integral y Progresivo de Asociación Transpacífico (CPTPP), creado tras la retirada de Trump por los once países que habían negociado el acuerdo original con Obama. Tampoco anunció planes de renegociarlo.
Pero sí dijo que en su opinión el TPP no era un mal acuerdo para Estados Unidos, aunque tal vez pediría cláusulas adicionales en temas laborales y ambientales. Si quiere revivir el «giro a Asia» de Obama, y cooperar con los aliados de Estados Unidos en la contención regional de China, unirse al CPTPP sería un buen punto de partida. Pero hay que encararlo no tanto como un regreso al pasado sino más bien como un paso hacia el futuro.
He aquí el desafío fundamental para Biden: cómo revivir acuerdos multilaterales o políticas exteriores útiles y al mismo tiempo reconocer la infinidad de cambios que ha tenido el mundo (y la reputación de Estados Unidos) en los últimos cuatro años. No puede haber un «regreso» al pasado, sólo una adaptación de los objetivos y estrategias de Estados Unidos a las condiciones actuales. Cuanto antes lo comprenda el equipo de política exterior de Biden, mejor.