5 de julio 2022
BERLÍN – Durante siete décadas la paz fue el objetivo que impulsó a la integración europea, pero desde la invasión rusa de Ucrania el 24 de febrero, Europa comenzó a unificarse en respuesta a la guerra. El proyecto de paz dio lugar al proyecto de guerra, y este cambio fundamental obliga a los gobiernos europeos a reconsiderar algunos de sus principios más antiguos.
En el plano más obvio, ahora deben tener en cuenta al poder duro. Mucho se ha discutido sobre el rearme alemán, la decisión de Dinamarca de participar en los acuerdos europeos conjuntos para la defensa, y la solicitud de Suecia y Finlandia para ingresar a la OTAN. Se rompieron tabúes: los estados miembros de la Unión Europea enviaron armamento pesado a Ucrania y la UE prometió aportar EUR 2000 millones (USD 2100 millones) al «fondo de apoyo a la paz» para armar a ese país asediado. Además, la UE convirtió su economía en un arma contra Rusia y planea una economía de guerra en la que la seguridad será más importante que la eficiencia.
El segundo gran cambio es que los europeos deben replantearse su interdependencia. La integración europea antes reflejaba la idea de que los vínculos económicos entre los países formarían la base para la reconciliación política. Esa era la noción tras la Comunidad Europea del Carbón y del Acero (precursora de la UE), que convirtió a antiguos enemigos en amigos mediante la fusión de las industrias nacionales que habían producido las municiones para la Segunda Guerra Mundial. Se esperaba que, incluso si los vínculos económicos entre los países no lograban que la guerra fuera imposible, al menos evitarían una peligrosa escalada de las tensiones.
Pero la invasión rusa dejó a esa idea en ridículo y demostró que la interdependencia también puede crear las condiciones para que una de las partes chantajee a la otra. Esto quedó claro apenas comenzaron las preocupaciones por la «diplomacia del tapabocas» y el «nacionalismo de vacunas» durante la pandemia de COVID-19, cuando muchos países quedaron completamente dependientes de otros para abastecerse de insumos fundamentales. De esto se desprende que la desvinculación europea de la energía rusa vendrá acompañada de acciones para reducir su dependencia de China.
Una tercera cuestión está relacionada con el concepto de soberanía. Durante las últimas décadas los europeos se centraron principalmente en aplacar ese impulso en nombre de la cooperación supranacional, pero frente a una potencia agresiva revisionista, ahora reconocen que deben proteger la soberanía antes de agruparla.
Por su parte, Rusia distorsionó la retórica postsoberanista que usaron los europeos durante las guerras en los Balcanes para justificar su propia invasión de Ucrania, a la que describe cínicamente como una misión para proteger a los rusoparlantes del genocidio. En la década de 1990 los europeos postularon la idea «posmoderna» de que si en un país soberano se atropellaban masivamente los derechos humanos (aquellos reconocidos por las Naciones Unidas), la comunidad internacional estaba obligada a proteger a las víctimas de su propio gobierno.
La variante rusa de la «responsabilidad de protección» no es posmoderna sino premoderna. El Kremlin cree que puede decidir unilateralmente su intervención en otros países para proteger a los miembros de una «civilización rusa» definida sin excesivo rigor. Arabia Saudita usó una doctrina similar para justificar sus intervenciones para proteger a los suníes en Yemen, al igual que Irán con los chiitas en Siria. Y, por supuesto, muchos están preocupados ante la posibilidad de que China adopte un razonamiento similar para invadir Taiwán. Las generaciones anteriores de líderes occidentales se equivocaron al suponer que solo sus países serían lo suficientemente fuertes como para hacer caso omiso de la soberanía de los demás.
Una cuarta cuestión es la supuesta universalidad del proyecto europeo. A principios de la década de 2000 escribí el libro ¿Por qué Europa liderará el Siglo XXI? Creía que el modelo de cooperación internacional de la UE se difundiría por ósmosis a todos los rincones del mundo, pero la incapacidad de la UE para extenderse a Turquía y el surgimiento de una Rusia revanchista demostraron que es improbable que el modelo de la UE pueda abarcar a toda Europa, ni que hablar del mundo.
Durante mis conversaciones con líderes de Asia, África y Medio Oriente me sorprendió que muy pocos de ellos comparten la intensa indignación moral que caracteriza a la respuesta occidental frente a la invasión rusa. Perciben al conflicto como una cuestión regional europea más que como una guerra mundial que debiera preocuparlos. El eurocentrismo no solo llevó a los europeos a malinterpretar a líderes como el presidente ruso Vladímir Putin y el presidente turco Recep Tayyip Erdoğan, también dificulta los llamados de Europa al resto del mundo.
Para corregir el rumbo los líderes europeos deben reconocer que la experiencia de la UE es un producto excepcional de una historia y geografía particulares, y que deben ser lo suficientemente curiosos como para entender el mundo a través de la mirada de los demás. Es paradójico, pero descentrar a Europa podría ser el primero de los pasos necesarios para ejercer el poder europeo en un mundo multipolar.
Un quinto principio a repensar es la idea del orden político: aunque algunos líderes europeos se aferran a un marco de seguridad que refleja los principios del movimiento de pos Guerra Fría, la dura verdad es que el peculiar orden europeo —basado en un conjunto de instituciones y acuerdos— ya fue destruido. En el futuro, la seguridad europea se asemejará mucho más a la de otras regiones, como Asia. El equilibrio de poder y el poderío militar tendrán la misma importancia que los tratados entre europeos y rusos.
Estados Unidos, por supuesto, seguirá involucrado en la región, pero gran parte de la acción provendrá de un entramado de acuerdos de seguridad bilaterales y limitados. E incluso si cesan las hostilidades en Ucrania, eso no traerá consigo la paz. El peligro de los ciberataques, los cortes de energía, la interferencia electoral y los «hombrecitos verdes» rusos serán características permanentes de la nueva edad sin paz europea.
La guerra en Ucrania cambiará a Europa. Esto no significa que los europeos tengan que abandonar el idealismo y la creatividad que impulsaron al proyecto de paz más exitoso de la historia, pero deben aceptar que su modelo nunca será universal, que tendrán que responder cada vez más a las decisiones de otros y que la paz en su territorio tal vez dependa de su voluntad para tolerar la guerra en otros sitios. De ahora en más, la integración europea se basará más en la necesidad de ganar en un mundo peligroso que en el deseo de evitar el conflicto.
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