3 de septiembre 2018
Según enseña Sun Tzu, el gobernante inteligente es prudente y el buen general es cauteloso. Sobra decir que Daniel Ortega no es un comandante inteligente ni cauteloso. Su táctica militar de “tierra arrasada” contra una población desarmada es una falta de juicio total, por demás, genocida. Se han presentado iniciativas diplomáticas y ciudadanas conducentes a la posibilidad de un golpe de timón cívico, pero Ortega las ha desestimado todas, atrincherado en la falacia de que el mayor costo es perder el poder. Igual que las persecuciones sangrientas de los primeros cristianos, las actuales del orteguismo tampoco erradicarán la sed de justicia. En el proceso la economía ha sido devastada. Las circunstancias, contra sensu lo que Ortega cree, exigen un cambio de mando. Esto lo ha colocado en una coyuntura sin escapatoria, que en el corto plazo ha agrupado al eje represivo, pues cuando no se ve la salida (hay, pero la descartan), se tiende a atacar con todo lo que se tiene, sin ver que ya es insalvable lo que les falta. Difaman, encarcelan, torturan, matan. Buscan enemigos por todas partes. Pero el peor enemigo de Ortega es él mismo.