28 de febrero 2019
En diciembre del año pasado, el Papa Francisco expresó su deseo de que Venezuela logre “encontrar de nuevo la concordia y que todos los miembros de la sociedad trabajen fraternalmente por el desarrollo del país, ayudando a los sectores más débiles de la población”. Con relación a Nicaragua, pidió que en nuestra sociedad “no prevalezcan las divisiones y las discordias, sino que todos se esfuercen por favorecer la reconciliación y por construir juntos el futuro del país” (La Prensa, 25/12/18).
La posición adoptada por Francisco con relación a las crisis de Nicaragua y Venezuela decepcionó a muchos que se oponen a los gobiernos de Daniel Ortega y Nicolás Maduro. En Nicaragua, Mauricio Díaz, por ejemplo, señaló: “Teníamos la expectativa o la esperanza que [el Papa] emitiera una declaración más contundente de la crisis que atraviesa nuestro país, pero nunca espere su silencio y sinceramente a mí me decepcionó” (Díaz, La Prensa, 30/01/2019).
Ya en diciembre del año pasado, veinte expresidentes latinoamericanos habían expresado una preocupación similar a la de Díaz. Ellos señalan que “en el contexto (nicaragüense) actual, [las declaraciones del Papa] puede[n] entenderse […] como un pedido a los pueblos que son víctimas para que se acuerden con sus victimarios” (La Voz, 08/01/19, Lavoz.com.ar).
En este artículo quiero plantear mi interpretación de lo que propone Francisco para Venezuela y Nicaragua. Esta interpretación se fundamenta en la visión del amor y de la justicia expresada por Francisco a lo largo de su vida pastoral. Si tomamos en cuenta esta visión, encontraremos que Francisco no ha callado sobre la grave situación nicaragüense, como lo sugiere Díaz; y mucho menos, que él haya propuesto un alegre borrón y cuenta nueva para víctimas y victimarios en Nicaragua, como lo temen los expresidentes latinoamericanos antes mencionados. Lo que el Papa ha tratado de hacer con sus declaraciones, es abrir espacios de reflexión y acción para que los/las nicaragüenses y venezolanas encuentren, por ellas mismas, una solución cristiana a las crisis que enfrentan. En Nicaragua, una solución cristiana a nuestra crisis debería conjugar la justicia que todos demandamos para castigar los crímenes políticos ocurridos en nuestro país a partir de abril del año pasado, con el amor que, en las palabras del Papa constituye el eje fundamental de la doctrina cristiana. (Francisco, Francisco, 2016: El nombre de Dios es misericordia. New York: Random House. Edición Kindle).
Podemos o no estar de acuerdo con el Papa. Sin embargo, para valorar correctamente la posición del pontífice con relación a nuestra crisis, debemos poner sus declaraciones en contexto; y, más concretamente, en el contexto del pensamiento que define su visión pastoral.
Amor en el reino del desamor que es Nicaragua
La palabra amor puede sonar vacía y ridícula en las circunstancias que vive Nicaragua en la actualidad. Pero es precisamente la barbarie en la que ha caído nuestro país lo que hace del amor un ingrediente esencial para encontrar una solución duradera a nuestros problemas. Solamente el amor puede neutralizar los odios que hemos desatado en nuestro país. Solamente acercándonos con amor a nuestros adversarios podremos elucidar lo que nos une con ellos, negociar las cosas que nos separan, y articular una visión de país que nos incluya a todos.
Nada fácil nos pide Francisco. Nada es más difícil que amar en medio de la rabia y el dolor que produce la violencia, sobre todo cuando ésta nos afecta directamente. Es más sencillo condenar sin ambigüedades a quienes nos adversan; o llamarlos “minúsculos” o “chingastes” como lo hace la Sra. Murillo en sus discursos; o “estúpidos” e “ignorantes”, como lo hace la persona cuya voz aparece registrada en una grabación atribuida a un obispo católico nicaragüense. Con mucha arrogancia y poca sensibilidad frente a la pobreza de América Latina, la persona en mención considera como vergonzoso e inaceptable el hecho de que ni Nicolás Maduro, ni Daniel Ortega, ni Evo Morales, cuenten con una educación universitaria.
También es más fácil ver la paja en el ojo ajeno (señalar la corrupción del gobierno actual), que reconocer que llevamos una viga en el nuestro (muchos de los que hoy critican la corrupción del gobierno Ortega Murillo se enriquecieron ilícitamente con La Piñata). En fin, es más fácil decir “ni perdón ni olvido”, que reconocer que todos y todas somos responsables de la crisis que vivimos y que, por lo tanto, todos necesitamos de la misericordia y del amor en que decimos creer como cristianos.
La justicia necesita del amor (y viceversa)
El concepto “amor” tiene varios significados en la teología cristiana. El “amor” que Francisco nos invita a practicar para poner fin a las “divisiones” y “discordias” que nos separan a los nicaragüenses, es el ágape. El ágape es el reconocimiento empático que hacemos, o debemos hacer, del valor intrínseco de cada persona –de cada sandinista y de cada miembro de la oposición; y de nuestra obligación de contribuir al desarrollo y a la expansión de este valor en amigos y enemigos. En este sentido, como bien dice el sacerdote jesuita Pedro Arrupe, los cristianos deben “luchar contra [el mal] para superarlo y convertirlo en un bien superior”.
La práctica del ágape, nos enseña Anders Nygren, es una práctica desinteresada; es decir, no depende del valor que le podemos asignar a las acciones del prójimo; ni se otorga como un reconocimiento de sus obras. En otras palabras, el ágape debe practicarse en forma independiente de las acciones de los demás. La “novedad del cristianismo”, dice Benedicto XVI en su encíclica Deus Caritas, radica “precisamente, en [esta forma] de entender el amor”.
En este sentido, la obligación del cristiano no es simplemente valorar o juzgar al otro o a la otra –Sandinista o no sandinista. Para Francisco, la obligación del cristiano es reconocer –como lo hicieron Romero, Martin Luther King y otros profetas de nuestro tiempo–, que todos podemos ser redimidos porque en medio de lo peor de nosotros siempre hay algo de bondad.
Recapitulando podemos decir que la justicia cristiana que propone Francisco no simplemente se limita a definir la maldad y a aplicar esta definición para separar –con lo que Francisco califica como una mentalidad de “aduanero”–, a “los buenos” y a “los malos” (Francisco, Romereport.com, 09/09/2017). Para ser cristiana, la justicia debe alimentarse de la esperanza de transformar la maldad en bondad; y a los “malos” en fieles y sinceros hijos de Dios. De lo contrario, nos dice Francisco, la justicia “no vence el mal, sino simplemente lo circunscribe” (Francisco, El País.com.co, 09/04/17). El mal solamente puede ser vencido mediante la práctica desinteresada del amor.
Nada de esto niega el valor y la necesidad de la justicia, entendida ésta como la aplicación de penas o castigos a quienes rompen la ley o abusan de su poder. En el caso nicaragüense, por ejemplo, la práctica del amor cristiano no debe anular la necesidad de castigar a los responsables de los crímenes ocurridos a partir de abril del año pasado, porque como bien dice el teólogo Reinhold Niebuhr, el amor “no abroga las leyes de la justicia humana” sino que “[se eleva] sobre ellas para exceder sus demandas”. De esta forma, el amor puede evitar que la justicia se convierta en un “mero acto burocrático” y “se rebaje al rango de máxima utilitaria” para degenerar en un frío cálculo racional.
Para evitar la burocratización de la ley, el filósofo Paul Ricoeur plantea la necesidad de “crear puentes entre la poética del amor y la prosa de la justicia, entre el himno y la regla formal” para, de esta forma, evitar reducir la relación entre amor y justicia a uno de sus polos. En Nicaragua, la creación de estos puentes implica, entre otras cosas, reconocer las legítimas demandas que el gobierno y la oposición defienden en el escenario político actual. Hablo de reconocimiento para hacer referencia a la necesidad que tenemos los nicaragüenses de aprender a empatizar con las necesidades y legítimas aspiraciones del “otro” y de la “otra”. Esta identificación afectiva con los demás, y especialmente con los que nos adversan, es esencial para la práctica cristiana del amor.
Conclusión
Jesús luchó contra la absolutización de la justicia y la ley. De ahí que en sus enseñanzas y actuaciones, el principio de la misericordia , como nos enseña Jon Sobrino, se imponga siempre por encima de las normas sociales y de la ley. Así, para Jesús, “el sábado ha sido hecho para el hombre y no el hombre para el sábado” (Marcos, 2:27).
Inspirado en la palabra y las obras de Jesús, Francisco nos invita hoy a conjugar la justicia y el amor para tratar de encontrar lo que Rafael Aguirre y Vitoria Corenzana llaman una “coincidencia entre opuestos” que permita el desarrollo de “una justicia siempre mayor” .
Vuelvo a reconocer que nada de lo que nos pide Francisco es fácil. Pero es que el cristianismo, como bien lo dice la teóloga Katherine Keller, no es para timoratos.