3 de abril 2023
Por donde se las mire, las últimas semanas fueron exitosas para el presidente chino Xi Jinping. Inmediatamente después de que los chinos coordinaran la restauración de los vínculos diplomáticos entre Irán y Arabia Saudita, no solo aprovechó su reciente visita a Moscú para apuntalar las relaciones con su socio cercano (y subalterno) Vladímir Putin, sino también para presentar un “plan de paz” con el cual poner fin a la guerra de Ucrania. Según The Economist, esos eventos abrieron una ventana al “mundo según Xi”. Mientras tanto, sus viajes crearon mucha “tormenta e ímpetu” en Occidente, que puede ir rumbo a un callejón estratégico sin salida.
Después de todo, el consenso que está surgiendo entre los responsables de las políticas de Occidente deriva de varios supuestos que pueden conducirlos a acciones contraproducentes. Específicamente, los líderes occidentales creen estar defendiendo el orden basado en normas de los embates de potencias revisionistas como Rusia y China; que el mundo se está polarizando entre las democracias que se rigen por normas y las autocracias agresivas, con estados clave en el medio; y que hay que mejorar las narrativas para convencer a los demás de que el ataque ruso a Ucrania tiene implicaciones significativas para ellos. Pero cada una de esas afirmaciones es problemática, e implica la falta de comprensión de lo que China representa como desafío.
En primer lugar, la idea de que los Gobiernos occidentales están protegiendo al orden basado en normas no resulta tan persuasiva en otras partes del mundo, considerando que los propios Gobiernos occidentales ya la abandonaron en muchos frentes. Aunque Rusia y China obviamente han estado desafiando al orden internacional posterior a 1945, muchos de quienes forman el llamado Sur Global afirmarían que también los occidentales actualizaron con frecuencia las normas e instituciones internacionales para ajustarlas a sus intereses.
Esos observadores señalarían que los primeros mazazos llegarían con la intervención en Kosovo y la invasión de Irak, no con las subsiguientes invasiones rusas a Georgia y Ucrania. Tal vez Occidente no esté usando la fuerza militar en la actualidad, pero no se contuvo a la hora de usar instrumentos económicos en su beneficio (desde la aplicación de sanciones a quienes comercies con Irán y Rusia hasta propuestas de impuestos a los países en desarrollo a través de mecanismos de ajuste fronterizo para el carbono).
Además, en algunas áreas los países occidentales pasaron de revisar las instituciones globales a abandonarlas por completo, para reemplazarlas por lo que se suele describir como un nuevo “club de ricos” creado a partir de conceptos como la “localización en sitios amistosos”. Muchos líderes en todo el mundo disfrutan poniendo de relieve esa hipocresía, lo que amplía la crisis de legitimidad de Occidente.
El segundo supuesto es más problemático aún: el presidente estadounidense Joe Biden adoptó la narrativa de que el mundo está dividido entre democracias y autocracias, lo que implica que hay que presionar o persuadir a quienes están en el medio para que elijan uno de los bandos; pero la mayoría de los países rechazan esa idea y creen en cambio que el mundo avanza hacia una mayor fragmentación y multipolaridad. Los países como la India, Turquía, Sudáfrica y Brasil se ven como potencias soberanas con derecho a crear sus propias relaciones, no como Estados clave obligados a apaciguar a otras potencias.
El tercer supuesto, por lo tanto, también es incorrecto. Nuestra incapacidad para persuadir a otros de que la invasión rusa está mal no se debe a la narrativa, sino, sencillamente, a que los países tienen intereses diferentes. La mayoría de los países en desarrollo y economías emergentes no consideran a la guerra de Rusia contra Ucrania como una amenaza existencial, independientemente de lo que diga Occidente. Para quienes viven en Mali, la potencia dominante más familiar es Francia; la sensación que genera el ingreso de Rusia al ruedo es, en todo caso, de mayor soberanía. De manera similar, la India teme mucho más al dominio de China. En todo caso, la relación con Rusia representa una oportunidad estratégica.
El problema de la versión alentada por los Gobiernos occidentales es que permitió que China les ganara de mano: según la perspectiva china, la verdadera batalla actual por la supremacía no es entre democracias y autocracias, sino entre las distintas definiciones de la “democracia”.
Para Biden y otros líderes occidentales que temen que el ascenso chino dé por tierra con el orden mundial dominado por Occidente, la mejor respuesta es que las democracias se unan para contrarrestar a China y proteger su ventaja. El Gobierno de Biden busca entonces crear un club de democracias que comercien entre sí, compartan tecnologías y se defiendan unas a otras.
China —que solo ha firmado alianzas con Corea del Norte— entiende, por el contrario, que no puede ganar una competencia entre alianzas. La estrategia de Xi es entonces apelar a la preferencia general del mundo no occidental por la disponibilidad de opciones y el no alineamiento. Presentándose como el adalid de esos principios, desarrolló una noción diferente de “democracia”, basada en la capacidad de todos los países de emanciparse del dominio occidental. Este concepto fue notorio en su retórica durante el encuentro con Putin en Moscú.
La competencia entre ambas visiones es deliberadamente asimétrica, mientras que Estados Unidos apuesta a un mundo polarizado, China hace todo lo posible por fragmentarlo. En vez de tratar de reemplazar a EE. UU., procura que se la considere como amiga y aliada de los países en desarrollo que buscan aumentar su injerencia.
Muchas razones hacen dudar de la capacidad de China para implementar esa estrategia, en las regiones donde su influencia es mayor —el sudeste asiático y el África subsahariana— a menudo generó violentas reacciones en contra. Y en el futuro China competirá con la India por el liderazgo del Sur Global. Sin embargo, es probable que los líderes chinos tengan razón al sospechar que la soberanía —más que rendir tributo a los aliados más poderosos— será el tema que defina la política mundial en el siglo XXI.
Dada la estrategia china, los responsables de las políticas occidentales debieran ajustar su enfoque. En vez de sermonear (o intimidar) a los países no occidentales, debieran reconocer que todos tienen sus intereses (que no siempre se alinean perfectamente con los occidentales). Hay que aceptar la heterogeneidad como una cuestión estructural en vez de considerarla un problema a solucionar.
Si deja de sermonear a otros países sobre la manera en que manejan sus asuntos y los trata como actores soberanos con prioridades propias, Occidente aún puede lograr cambios constructivos en temas globales específicos, y tal vez ganar apoyo en el proceso. Para presentar una alternativa atractiva al orden mundial de Xi, Occidente tendrá que dejar de pedir a los demás que defiendan el orden existente y comenzar a reclutar socios para crear una nueva visión.
*Artículo publicado originalmente en Project Syndicate.