19 de diciembre 2022
Sin conformar plenamente un bloque, varios presidentes latinoamericanos, de la nueva izquierda regional, como el mexicano Andrés Manuel López Obrador, el argentino Alberto Fernández, el boliviano Luis Arce y el colombiano Gustavo Petro, han realizado posicionamientos comunes sobre conflictos internos de algunos países. Como presidentes, firmaron una carta en contra del procesamiento judicial de Cristina Fernández de Kirchner, en Argentina. Más recientemente, sus “Gobiernos” promovieron un comunicado en que preservan la investidura del destituido Pedro Castillo, en Perú, y denuncian la violación de “sus derechos humanos”.
López Obrador y Fernández han sido protagónicos en el relanzamiento de la Celac, sin embargo, esos posicionamientos no se lanzan al interior de ese foro. De intentarlo, seguramente habrían encontrado la resistencia de muchos Gobiernos latinoamericanos, incluidos otros de izquierda. Tampoco el posicionamiento es necesariamente una alternativa a la OEA, que tuvo muy buenas relaciones con Pedro Castillo, y curiosamente apela a hacer válido el Pacto de San José de 1969, un documento típico de la Guerra Fría que forma parte del canon jurídico del marco interamericano.
Los dos presidentes más vocales en esta nueva modalidad de diplomacia, López Obrador y Petro, se caracterizan, de hecho, por sobrellevar meticulosamente una buena relación con Washington. Esa buena relación es compensada por un activismo regional que, en gran medida, implica la condescendencia o el trato acrítico con los Gobiernos y líderes menos comprometidos con la democracia en América Latina y el Caribe. Se trata de una dualidad cada vez más normalizada que, a nivel discursivo, produce una extraña mezcla de nuevas versiones del antimperialismo y el panamericanismo.
El presidencialismo en política exterior se refleja también en una tendencia a contrapuntear posiciones con las respectivas cancillerías y a priorizar a políticos profesionales, en vez de a diplomáticos de carrera, en la gestión internacional. Esa tendencia responde al impulso de politizar y, a la vez, ideologizar los vínculos diplomáticos con América Latina, produciendo, en ocasiones, un efecto contrario al integracionismo y la regionalización como objetivos de las agendas diplomáticas.
La historia reciente latinoamericana permite concluir que la crisis de los foros de integración, incluido el más abarcador que es la Celac, está relacionada con diferendos domésticos producidos en países como Venezuela o Bolivia y con las complicadas alternancias entre izquierdas y derechas en algunos países. Siempre que una crisis de gobernabilidad deriva en ruptura del orden constitucional, el mapa político regional se convulsiona y el continente se polariza.
Si la actual crisis del Perú se planteara en algún foro regional, incluida la OEA, sería muy difícil conciliar posiciones. Para unos, lo que ha sucedido es un golpe de Estado de las élites peruanas contra Pedro Castillo, por ser un líder “popular”. Para otros, fue Castillo quien intentó dar un golpe de Estado, atizando la hostilidad del congreso en su contra y poniendo al ejército del lado de la oposición. La complejidad de la crisis peruana, que no inició en las últimas semanas sino en 2018, por lo menos, cuando se produjo la renuncia de Pedro Pablo Kuczynski, desafía cualquier lectura interesada.
El nuevo presidencialismo diplomático contribuye a esa polarización. En buena medida, por inercias ideológicas, pero también por una transferencia al plano latinoamericano de narrativas de legitimación de sus gobiernos a nivel doméstico. Leer la crisis peruana como una pugna entre el pueblo y las élites permite a esos presidentes “populares”, que también forman parte de élites, abonar discursos de afianzamiento de sus propios poderes. Otra vez, la diplomacia como política interna.
*Artículo publicado originalmente en La Razón de México.