6 de enero 2020
Culmina 2019, de especial intensidad en la historia latinoamericana reciente, y con él la segunda década del siglo XXI. Los sucesos de este año probablemente marquen un antes y un después en el entorno regional. No por una imaginaria secuencia de décadas en la trama contemporánea, sino por la reconfiguración del mapa político de la región que se está produciendo.
El año arrancó con la autoproclamación de Juan Guaidó como presidente legítimo de Venezuela, a partir de una lectura de la propia Constitución bolivariana de 1999, que permitía desconocer la entidad de la Asamblea Constituyente creada por el Gobierno de Nicolás Maduro en 2017, con el propósito de enfrentar a un poder legislativo mayoritariamente opositor.
Los estallidos sociales en Venezuela, que arrancaron desde los meses posteriores a la impugnada elección de Nicolás Maduro, a fines de 2013, se agudizaron a principios de este año. A esas protestas se sumó una presión internacional hasta entonces inédita, provocada por el amplio reconocimiento externo de Guaidó y los intentos de transferir ayuda humanitaria por la frontera colombiana, respaldados por el Grupo de Lima.
2019 fue el año de la llegada al poder de Jair Bolsonaro en Brasil, primer líder de la derecha regional claramente inscrito en el nuevo populismo conservador que se expande en el planeta. Sin embargo, el giro a la derecha que llegó a pronosticarse en los primeros meses del año, con las presidencias de Mauricio Macri en Argentina, Sebastián Piñera en Chile e Iván Duque en Colombia, no pudo generalizarse.
El año terminó con el triunfo de Alberto Fernández en Argentina, la liberación de Lula en Brasil y una ola de protestas en diversos países, que afectó lo mismo a Gobiernos de derecha, centro o izquierda, como el chileno, el colombiano, el ecuatoriano y el boliviano. Las causas de las protestas fueron diversas —ajustes fiscales y alzas de precios, movilizaciones sindicales y comunitarias, conflictos postelectorales— pero los estallidos y, sobre todo, sus represiones fueron muy parecidos.
Una lectura posible de las protestas es que la región vive un agotamiento paralelo de dos modelos que, desde principios del siglo, se presentan como antagónicos: el neoliberalismo y el neopopulismo. Otra es que ambas corrientes se resisten a perder sus respectivas hegemonías e intentan sobrevivir. Diversas variantes de ambas interpretaciones —desde la de la “conspiración del Foro de Sao Paulo” hasta la del golpismo de vieja factura de la Guerra Fría, militarista e intervencionista— se superponen en la esfera pública regional.
La crisis boliviana ha sido una buena síntesis de ambas: en apenas un mes se pasó de los reclamos de golpe de Estado de una derecha pro-imperialista, por parte del Gobierno de Evo Morales, a la acusación de injerencia castro-chavista desde el Gobierno interino de Jeanine Áñez. La crisis boliviana, sin embargo, es bastante reveladora de la pareja tendencia de las izquierdas y las derechas más autoritarias al irrespeto de las reglas del juego democrático.
En una entrevista reciente con Ignacio Ramonet, Maduro asegura que los estallidos sociales en Chile y Colombia, en contraste con la “estabilidad” de Venezuela, son prueba de que es el neoliberalismo —y no el neopopulismo bolivariano— el que se encuentra en crisis. Pero la ausencia o el aminoramiento de las protestas populares no son sinónimos de estabilidad. En regímenes como el cubano, el venezolano, el nicaragüense hay siempre una inestabilidad latente.
El propio Maduro y su homólogo y aliado cubano, Miguel Díaz Canel, parecen reconocer que los nuevos referentes de la izquierda latinoamericana no son ellos sino otros, más moderados, como Fernández en Argentina y Andrés Manuel López Obrador en México. La crisis del bloque bolivariano es tan evidente que intenta camuflarse bajo la imagen de las izquierdas democráticas.