6 de agosto 2018
Princeton–. Cuando los países se ponen nerviosos por su seguridad, suelen insistir en que necesitan reducir su dependencia de los productos extranjeros, acortar las cadenas de suministro y producir más productos a nivel nacional. Ahora bien, ¿el proteccionismo realmente mejora la seguridad? En este momento en que el mundo se cierne al borde de una guerra comercial a gran escala, deberíamos examinar algunos de los argumentos a favor del proteccionismo, y luego revisar la mayor guerra comercial del siglo XX.
Los debates en torno al comercio tienden a estar plagados de falsedades. Se suelen presentar los aranceles a las importaciones y otras medidas similares como herramientas convenientes de política exterior que favorecen el bien general. Pero si uno mira un poco más allá de la retórica, resulta evidente que este tipo de medidas en verdad premian a determinadas personas, y representan una forma injusta de tributación.
El presidente norteamericano, Donald Trump, diría que una guerra comercial es un medio para llegar a un objetivo. En su opinión, los aranceles son una respuesta razonable a prácticas monetarias injustas y amenazas a la seguridad nacional. Pero, por supuesto, también existe un cálculo político doméstico: concretamente, los aranceles ayudarán a determinados productores e individuos al encarecer los productos de sus competidores. El problema es que los aranceles inevitablemente obligan a los consumidores domésticos a asumir los costos de ese subsidio, al pagar precios más altos.
La afirmación de Trump de que “las guerras comerciales son buenas y fáciles de ganar” no tiene nada de nuevo. Y eso significa que podemos analizar su argumento en el registro histórico. Cuando Neville Chamberlain se desempeñaba como ministro de Hacienda de Gran Bretaña en 1932, revirtió la posición centenaria de su país como paladín del libre comercio. Preocupado por el déficit comercial de larga data de Gran Bretaña, anunció un nuevo “sistema de protección” que esperaba utilizar “para negociaciones con países extranjeros que hasta ahora no han prestado demasiada atención a nuestras sugerencias”.
Chamberlain concluyó que era “prudente armarnos de un instrumento que al menos resulte tan efectivo como los que se pueden usar para discriminarnos en los mercados extranjeros”. Con ello, estaba preparando el camino a la Segunda Guerra Mundial. Su política comercial debilitó a Gran Bretaña y fortaleció a Alemania. Y, en apenas seis años, su política de apaciguamiento hacia el régimen de la Alemania nazi alcanzaría su pináculo con el Acuerdo de Múnich de 1938, que Hitler descartó seis meses después al destruir lo que quedaba de Checoslovaquia y ponerla bajo el control del Tercer Reich.
El período entreguerras estuvo dominado por el miedo de un resurgimiento nacionalista alemán. Para las potencias occidentales, contener a Alemania exigiría un sistema de alianzas o un pacto de seguridad colectiva más ambicioso. Francia optó por la primera opción, y defendió un acuerdo en el que su alianza con Polonia, más la “Pequeña Entente” de Checoslovaquia, Rumania y Yugoslavia, contendría el expansionismo húngaro y alemán. Gran Bretaña prefirió la segunda opción y consideró que la Liga de Naciones era el instrumento más efectivo para defender la integridad territorial.
Ambas estrategias colapsaron en la Gran Depresión debido, principalmente, a las propias políticas proteccionistas de Francia y Gran Bretaña. Ambos países viraron abruptamente a una política de aranceles elevados y cuotas de importación que dieron preferencia a productos de sus imperios en el exterior. El resultado fue que los productores industriales de Checoslovaquia y los exportadores agrícolas rumanos y yugoslavos ya no podían venderle a Europa occidental. En cambio, se volvieron cada vez más dependientes –económica y políticamente- de la Alemania nazi. De la misma manera, Polonia, después de librar una guerra aduanera con Alemania en los años 1920 y principios de los años 1930, entró en un pacto de no agresión con el régimen nazi en 1934.
En todo este proceso, la Liga de Naciones y otros organismos multilaterales intentaron organizar conferencias y cumbres para frenar la caída en el proteccionismo. Pero todas esas tertulias fracasaron.
Durante la Gran Depresión, las acusaciones de manipulación monetaria conformaron el ímpetu principal detrás de las medidas proteccionistas. El mismo tipo de retórica se escucha hoy de boca de Trump, tanto cuando critica a la Reserva Federal de Estados Unidos por ajustar la política monetaria como cuando sostiene –falsamente- que China está depreciando artificialmente el renminbi.
La lección de la Gran Depresión es clara: las guerras comerciales destinadas a fortalecer la seguridad nacional en verdad terminan socavándola. Esto es especialmente válido en el caso de las alianzas defensivas, porque las barreras comerciales obligan a los aliados a forjar vínculos más estrechos con la misma potencia revisionista que supuestamente había que contener.
Éste es precisamente el escenario que está en juego hoy. La retórica proteccionista de Trump es una respuesta al dramático ascenso de China. Pero al lanzar una guerra arancelaria que también afecta a la Unión Europea y a Canadá, Trump está logrando que China parezca un socio más atractivo que Estados Unidos. Sin duda, Trump y el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, ahora han alcanzado un acuerdo preliminar para apaciguar la pelea arancelaria de Estados Unidos y la UE. Pero Trump ya ha enturbiado la alianza transatlántica. Al igual que los vecinos de Alemania en los años 1930, Europa y Canadá pueden sentir que no tienen otra opción que buscar un socio más abierto –o al menos más estable.
El viaje de Trump a Europa el mes pasado hizo mucho a la hora de destruir las alianzas que han mantenido la estabilidad global desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Y su conferencia de prensa abnegada con el presidente ruso, Vladimir Putin, tuvo más que un tufillo de apaciguamiento al estilo Chamberlain. Si Trump realmente quisiera que China le resultara más atractiva al mundo, entonces no tendría más que seguir adelante con su guerra contra el libre comercio y las instituciones multilaterales que surgieron de las ruinas de 1945.