11 de septiembre 2021
NUEVA YORK .– Esta semana se cumplen veinte años desde los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos. Ese día, 19 terroristas tomaron el control de cuatro aviones comerciales, volaron dos contra las torres del World Trade Center en Nueva York y un tercero contra el Pentágono; el cuarto se estrelló en un campo de Pensilvania, después de que los pasajeros enfrentaron a los terroristas y les impidieron alcanzar su objetivo (probablemente la Casa Blanca u otro edificio del gobierno en Washington).
Todos los secuestradores eran procedentes de Medio Oriente (y todos menos cuatro eran sauditas). Todos habían recibido entrenamiento en Afganistán, y cuatro habían tomado clases en escuelas de aviación en Estados Unidos, como parte de una operación planificada, organizada y ejecutada por Al Qaeda (la «base»), el grupo terrorista encabezado por Osama bin Laden. Al terminar el día se contaban 2977 víctimas inocentes (hombres, mujeres y niños) y más de 6000 heridos. En su mayoría eran estadounidenses, pero también perdieron sus vidas ciudadanos de más de un centenar de otros países.
En aquel momento muchos temieron que el 11S fuera el inicio de una era que se definiría por el terrorismo global. Y de hecho Al Qaeda ejecutó otros ataques, entre ellos las explosiones en trenes de cercanías de Madrid en marzo de 2004 y el ataque al sistema de transporte público de Londres en julio de 2005. Además, terroristas que afirmaban actuar en nombre de Estado Islámico (ISIS) mataron a 32 personas en el Aeropuerto de Bruselas en marzo de 2016 y llevaron adelante diversos ataques de menor escala (usando a menudo vehículos para embestir a peatones). Pero ni Estados Unidos ni ninguno de sus aliados volvió a sufrir un ataque con una magnitud cercana a la del 11S. Cabe preguntarse pues: más allá de los costos inmediatos, ¿qué diferencias hay después del 11S? ¿Cómo cambió la historia, si es que lo hizo?
Un terrorismo sin centro
El hecho de que los terroristas no hayan podido ejecutar otros ataques de magnitud admite varias explicaciones. La invasión estadounidense de Afganistán privó a Al Qaeda de su refugio. Casi todos los Gobiernos del mundo introdujeron nuevos procedimientos de control que dificultan el acceso de posibles terroristas a aeropuertos y aviones. Se reforzaron los recursos de inteligencia, policiales y militares destinados a minimizar riesgos y contrarrestar amenazas, y aumentó la cooperación entre países: el antiterrorismo es uno de los pocos ámbitos donde Gobiernos que no suelen estar de acuerdo se muestran dispuestos a altos niveles de colaboración.
Además, se generó un consenso amplio respecto de lo que constituye terrorismo (el uso individual o colectivo de la violencia armada contra civiles por motivos políticos) y cierto grado de apoyo al principio de que los Gobiernos no deben distinguir entre terroristas y quienes les dan refugio y apoyo. En general, han quedado lejos los días en que se idealizaba como combatientes por la libertad a personas y grupos que mataban en nombre de una causa.
Esto no implica que el terrorismo no haya seguido cobrándose miles de víctimas año tras año; todo lo contrario. Pero casi todos los ataques tuvieron lugar en Medio Oriente, África y el sur de Asia, en el contexto de conflictos en desarrollo (sobre todo en Irak, Siria, Afganistán, Libia, Somalia, Nigeria, Pakistán y Yemen) y no como ataques aislados al estilo del 11S contra alguna de las grandes potencias. El terrorismo es un fenómeno cada vez más localizado y descentralizado. También ha adquirido resiliencia: la captura o muerte de quien encabeza una organización terrorista no es garantía de su final. Al Qaeda, por ejemplo, sobrevivió a la operación en la que agentes especiales de los Estados Unidos mataron a Osama bin Laden en Pakistán, casi un decenio después de los atentados del 11S.
No es extraño entonces que siga habiendo terrorismo sin final a la vista. Y tampoco puede descartarse la posibilidad de un nuevo 11S, aun cuando el Gobierno de los Estados Unidos declaró hace poco que la «amenaza terrorista más urgente» que enfrenta el país es local. Como manifestó el Ejército Republicano Irlandés Provisional tras el fallido intento de asesinato contra la primera ministra Margaret Thatcher en 1984: «Hoy tuvimos mala suerte, pero no olviden que a nosotros nos basta tener buena suerte una vez. Ustedes necesitan tener buena suerte siempre». El peligro es que algún día los terroristas obtengan acceso a material nuclear o encuentren el modo de fabricar y emplear armas biológicas o químicas; entonces el terrorismo podría convertirse en el aspecto distintivo de la era. Pero por ahora eso no ha ocurrido.
Un Estados Unidos sin límites
Sin embargo, el 11S es un punto de inflexión histórica, con profundo impacto en la política exterior de los Estados Unidos en las dos décadas que siguieron. Los ataques no introdujeron una era de terrorismo global, pero dieron inicio a la «guerra global contra el terrorismo», que tuvo un profundo efecto en las acciones de Estados Unidos en el mundo, en la imagen internacional de Estados Unidos y en la opinión de muchos estadounidenses en relación con la política exterior de su país.
La historia empieza en Afganistán. Poco después de los ataques del 11S, Estados Unidos puso a los talibanes (que entonces controlaban el Gobierno afgano) ante una elección: entregar a los líderes de Al Qaeda que vivían en Afganistán y habían planeado el ataque del 11S o arriesgarse a perder el poder. Como los talibanes se negaron a lo primero, Estados Unidos puso sus recursos militares y de inteligencia a disposición de una confederación inorgánica de tribus afganas (la «Alianza del Norte») para una colaboración que llevó al derrocamiento de los talibanes. Luego ayudó a formar un Gobierno sustituto que tomó el control de la mayor parte del país.
Pero ese control nunca fue completo ni indiscutido. Muchos seguidores de los talibanes y de Al Qaeda huyeron al vecino Pakistán, donde se reconstituyeron y reanudaron operaciones militares contra el Gobierno afgano reemplazante. Estados Unidos, por su parte, no se esforzó lo suficiente en crear un ejército afgano, reducir la corrupción o impedir que los talibanes usaran Pakistán como refugio; en vez de eso, aumentó la presencia y las operaciones militares en Afganistán, con lo que en esencia se convirtió en socio del Gobierno en una guerra civil.
En su clímax, la campaña de Estados Unidos en Afganistán llegó a involucrar a más de cien mil soldados estadounidenses. El costo de dos décadas de operaciones superó los dos billones de dólares; y perdieron la vida más de 2300 estadounidenses, junto con decenas de miles de afganos. La campaña fue a la vez excesiva e insuficiente. La presencia estadounidense restó legitimidad al Gobierno afgano y generó oposición en Estados Unidos; los talibanes, en tanto, se mostraron más perseverantes que Estados Unidos, que en 2020 ya había perdido la voluntad de continuar una guerra cuyo único resultado posible era un atasco permanente.
Como parte de la guerra global contra el terrorismo, Estados Unidos también inició una guerra en Irak. Todavía no está resuelto hasta qué punto el 11S influyó en la decisión del presidente George W. Bush de librarla. Es indudable que los atentados reforzaron su inclinación a enviar al mundo una señal de que Estados Unidos no era (como dijo el presidente Richard Nixon durante la Guerra de Vietnam) un «gigante impotente y digno de lástima». También llevaron a que algunas figuras del Gobierno (en particular el vicepresidente Dick Cheney) no quisieran correr el riesgo de que terroristas se hicieran con armas de destrucción masiva, que en opinión de muchos estaban en poder del líder iraquí Saddam Hussein (creencia que resultó errónea). Y había también otras figuras que querían llevar la democracia a Irak, y de allí a todo Medio Oriente, basándose en el supuesto de que no solo era posible, sino que además reduciría las chances de que la región actuara como semillero y refugio de terroristas.
La guerra en Irak, iniciada en marzo de 2003, no salió como pretendían o predecían la administración Bush y los numerosos congresistas (incluido el entonces senador Joe Biden) y ciudadanos estadounidenses que la apoyaron. Estados Unidos no estaba preparado para mucho de lo que siguió. Las primeras victorias militares, con las que cayó el Gobierno, cedieron paso a la violencia generalizada y la guerra civil. La decisión de desbandar el ejército iraquí y excluir de cargos públicos a muchos iraquíes vinculados con el régimen anterior agravó una situación que ya era caótica. Y sobre todo, Irak (lo mismo que Afganistán) demostró que hay un límite a lo que se puede lograr mediante el uso de la fuerza militar con un costo razonable y en un plazo razonable.
Al final, para sostener al nuevo Gobierno en Bagdad contra sus atacantes, Estados Unidos tuvo que incrementar su presencia militar hasta llegar a casi 170 000 soldados. Se logró cierto grado de estabilidad, pero a un costo enorme. En términos económicos, Estados Unidos gastó en Irak al menos tanto como en Afganistán; pero el costo humano fue muy superior: más de 4000 soldados estadounidenses muertos, varias veces esa cifra en heridos, y una ola de suicidios de soldados estadounidenses (en Irak y en Afganistán). Y este total no incluye las víctimas entre contratistas privados e iraquíes, cuyas estimaciones son muy variadas, pero que sin duda llegaron a varios cientos de miles.
Además, la guerra en Irak debilitó a Estados Unidos en otros aspectos. Jamás se encontraron pruebas de que Irak hubiera estado involucrado en los atentados del 11S, y el hecho de que la justificación que se usó para iniciar una guerra sin el apoyo de Naciones Unidas (eliminar armas de destrucción masiva en poder de Saddam) resultara infundada afectó la reputación de Estados Unidos, que quedó todavía más manchada por las imágenes de soldados estadounidenses maltratando a prisioneros iraquíes. Además, un Irak en guerra consigo mismo implicó que Irán se convirtiera en el país más poderoso de la región (o uno de los dos más poderosos, si se incluye a Israel). Desde la guerra, Irán ha reforzado su influencia en Irak, Siria, Yemen y el Líbano.
Irak y Afganistán también fueron grandes distracciones estratégicas. Mientras Estados Unidos estaba absorto en Medio Oriente y el sur de Asia (regiones sin presencia de grandes potencias y sin dinamismo económico), el equilibrio geopolítico se volvió en su contra en Europa y el este de Asia con la aparición de una Rusia más agresiva y de una China más capaz y asertiva. La guerra global contra el terrorismo no ayudó (ni podía ayudar) a Estados Unidos a definir una política exterior adecuada para una nueva era de rivalidad entre grandes potencias.
Un mundo sin rumbo
Las guerras que se libraron a continuación del 11S también tuvieron importantes consecuencias locales para Estados Unidos. Debilitaron la confianza de un país que había salido de la Guerra Fría con un grado de predominio sin antecedentes en la historia, y quebraron la unidad nacional surgida en el período inmediatamente posterior a los ataques. Además, sus costos y fracasos estimularon oposición a que Estados Unidos siguiera manteniendo un papel internacional importante y generaron una nueva tendencia hacia el aislacionismo. En tanto, el esfuerzo bélico, sumado a la crisis financiera global de 2007‑09 y a sus consecuencias económicas, debilitó en gran medida la confianza de los estadounidenses en las élites y estimuló el surgimiento de un sentimiento populista que, entre otras cosas, facilitó la victoria electoral de Donald Trump. Hoy Estados Unidos está más dividido que nunca en el plano interno, y se muestra cada vez más reacio a llevar adelante la clase de política exterior activa que fue su marca distintiva desde el final de la Segunda Guerra Mundial (y que en términos generales, supuso grandes beneficios para los estadounidenses y muchos otros).
En retrospectiva, vemos ahora que el 11S fue un preanuncio de lo que vendría: no tanto una globalización del terrorismo sino los terrores de la globalización. Los ataques transmitieron el mensaje de que la distancia y las fronteras significan poco en una era global. Nada sigue siendo local por mucho tiempo, ya se trate de terroristas nacidos en Medio Oriente y entrenados en Afganistán o de los efectos de una crisis financiera global que tuvo su origen en una mala gestión financiera en Estados Unidos. Hoy la humanidad convive con un virus pandémico que mató a millones de personas desde su aparición en China central en diciembre de 2019. Incendios, sequías, inundaciones, tormentas y olas de calor que hacen estragos en muchos lugares son consecuencia del cambio climático, que a su vez es el efecto acumulado de actividades humanas que concentraron en la atmósfera cantidades insostenibles de gases de efecto invernadero.
Una era que comenzó en Afganistán se cierra sobre sí misma, ahora que otros acontecimientos en ese país marcan su vigésimo aniversario. Hace veinte años, los talibanes perdieron el poder en poco tiempo; con igual rapidez lo recuperaron en las semanas recientes. Todavía es demasiado pronto para saber si volverán a las andadas y se convertirán una vez más en cómplices del terrorismo, y si la victoria que han tenido sobre Estados Unidos y sus aliados dará un nuevo impulso a terroristas de todo el mundo. Pero lo que sí sabemos es que ya no habrá un mundo sin terrorismo. Aunque no definirá el futuro, seguirá siendo un aspecto visible de la globalización que ya lo ha hecho.
Richard Haass, presidente del Council on Foreign Relations, es autor de The World: A Brief Introduction (Penguin Books, 2021).
Este artículo fue publicado originalmente en Project Syndicate.