3 de agosto 2020
La amalgama de los grupos opuestos a la dictadura orteguista vive de crisis en crisis, con pocos momentos de concordia que proyectan horizontes borrosos para la esperanza. El reacomodo de intereses entre actores tan diversos parece no conocer otro camino que el de los tropiezos permanentes con algunos acuerdos efímeros. En lo estructural se debe a la coexistencia de dos almas en las filas opositoras: el movimiento y la forma, el de quienes emergieron en 2018 versus los que ya estaban allí. Mientras no se resuelvan las contradicciones no habrá paz para quienes aspiran a terminar con la pesadilla de la dictadura.
Como se ha dicho repetidamente, en marzo de 2018 la política nicaragüense era un páramo dominado por la hegemonía del FSLN en contubernio con el COSEP y la complicidad de partidos de una oposición bonsái. Las elecciones presidenciales de 2016 fueron la mejor fotografía de este desierto. En conjunto, los seis partidos opositores que obtuvieron al menos un escaño en la Asamblea Nacional ni siquiera lograron el 29% de los votos frente al 72,5% del FSLN, de un universo encogido por una abstención de entre 60 y 50% de los posibles electores.
Estas cifras ilustraban el agotamiento de un modelo representativo que ya no era capaz de llevar las demandas de la mayor parte de la población ante la Asamblea Nacional, el poder del Estado donde reside la soberanía, y aún menos, de presentar soluciones a los problemas de la sociedad, como tampoco de fiscalizar a un gobierno que se había vuelto completamente autónomo en todos los ámbitos de la vida.
Este era el mundo de la formalidad de la política, el de los partidos, la forma por excelencia de disputar el poder y de encauzar los descontentos con la gestión pública según lo dispuesto por las leyes y el orden establecido por ellas. Era lo que fue.
Abril lo trastocó todo, en particular la lógica de la política. Saltó al escenario el movimiento con todas sus señas de identidad: la transversalidad, la multisectorialidad y la dirigencia coral. Como en otros casos de la historia reciente, el movimiento fue eso mismo: una agrupación de personas y de intereses que hizo de la movilización su arquitectura fluida. Al igual que sus pares de otros países, no se planteó desde el inicio el cambio de régimen y menos la ocupación del poder; más bien sus reivindicaciones fueron escalando de nivel a medida que el orteguismo recrudecía su respuesta llena de rabia ciega.
Como citan los manuales, el movimiento estaba compuesto por una constelación de actores no formalizados, guiados por acciones imitativas transmitidas por las redes virtuales, sin jerarquías, con débiles lazos de organicidad, pero con el frescor que imprime la conexión directa entre damnificados y demandantes. Es lo que debía ser.
Durante la lucha la relación entre el movimiento y los partidos no supuso ningún problema. Es más, vale destacar que muchos dirigentes intermedios y de base de los partidos se integraron activamente dentro del movimiento, sin que ello supusiera la subordinación de los segundos a los primeros. Hasta que el terreno de la lucha se trasladó a la esfera de las formas, concretamente después del fallido Diálogo Nacional, y empezó el proyecto de construir el sujeto político unitario de la oposición a la dictadura. Entonces empezó la pugna por la legitimidad.
Cada vez que concurren los movimientos y los partidos en un proceso unitario ocurren los mismos roces en torno al eje de la legitimidad, en especial la variable del origen. Los partidos habían perdido su arraigo en la representatividad, como se vio en los resultados de las elecciones de 2016. Su legitimidad pendía, y sigue pendiendo, de la legalidad que los faculta ser los únicos vehículos para disputar el poder en las elecciones. Las fuentes de legitimidad del movimiento siguen siendo la relación directa con la rebelión que llenó las calles y que supo remover la apatía en que había caído una población sin esperanzas. En este plano, el movimiento no sólo aventajó a los partidos (la forma) por no jugar su papel de revulsivos frente al autoritarismo, sino que además les pasó la factura por su actitud acomodaticia en los días más duros de la lucha –basta recordar el papel ausente de la Asamblea Nacional entre abril y septiembre-.
La distancia diametralmente opuesta entre ambos explica que ningún partido figurara en las dos organizaciones paragua salidas de la insurrección cívica, la Alianza Cívica y la Unidad Nacional Azul y Blanco. Ambas aspiraban a convertirse en nuevas alternativas electorales hasta que el régimen jugó sus cartas en favor de la forma: la negativa de volver a la mesa del diálogo y el cierre de cualquier posibilidad de que ambas organizaciones se inscribieran como partidos.
El imperativo de formar la Coalición Nacional ha puesto sobre la mesa las contradicciones estructurales entre el movimiento y la forma en torno a la legitimidad. Ninguno de los polos acepta el músculo político ni la proximidad con las demandas de la calle del otro. Los partidos, no sin razón, cuestionan la representatividad del movimiento: ¿A quién y a cuántos representan esas siglas? ¿En cuántos territorios están organizados? Por su parte el movimiento desafía a la forma por la irrelevancia de su peso político, por su pasividad (cuando no complicidad) ante la consolidación de la dictadura, y de alguna manera se arroga ser delegatario de facto del descontento popular sin partido que las últimas encuestas sitúan como la opción mayoritaria.
Desde fuera se ven lógicos los motivos para la complementariedad. Los partidos, en especial el PLC, no tienen competidores en el nivel de la implantación territorial. Aunque la dictadura ha dado fuerza a la forma no permitiendo la inscripción de nuevos partidos, pero no es este su principal atributo; es el tendido electoral, la capacidad para hacer efectiva la defensa del voto en cada localidad. El movimiento tiene a su favor el espíritu agitativo de la insubordinación todavía muy fresco, una agenda transformadora que apunta a refundar el Estado nicaragüense y la capacidad de sacar a la gente de sus casas para que no se abstenga. Ambos son necesarios, pero necesitan una cura de humildad acelerada. Los partidos, no por tener el patrimonio de la forma son el techo donde los movimientos políticos no partidistas tienen que cobijarse sí o sí. Los autoconvocados, no por haber sido el elemento disruptor de la política nacional en 2018 los hace un actor articulado, coherente y arraigado en todo el territorio nacional. Las sumas de las debilidades y de las fortalezas de ambos polos tienen que hacerles entender que “nadie puede ganar si no ganamos todos”, lo que implica que cada parte tiene que ceder para poder vencer.
En su trasfondo, las pugnas que aquejan a la oposición contra la dictadura tienen que ver con la eterna rivalidad entre los paradigmas de la representación y participación, dos opciones teóricas que desde hace muchas lunas encontraron el cauce común de la libertad frente a la opresión.